Le obligaron a beber a morro un trago largo. Le quitaron la ropa. No se ha visto en otra igual, ¿eh, abuelo? Le pasaban los pechos por la cara y reían a carcajadas. La encargada subió a llamarles la atención en una ocasión en que las risas superaron los límites permitidos en la casa. Leandro trató de vomitar en el inodoro, cuando la bebida le mareaba, pero no lo logró. Las chicas lo tumbaron en la cama para que durmiera un poco. Lo taparon con toallas.
Leandro se despertó con la boca seca. Afuera anochecía. Su ropa estaba amontonada sin orden encima de una silla. Viejos pantalones de tela gastada, un jersey azul, la camisa con el cuello lijado, la camiseta de invierno, los calcetines dentro del mismo zapato. Se vistió y salió al pasillo. La salita estaba cerrada y por el cristal esmerilado vio a dos jóvenes sentados en el sofá.
La encargada salió a su encuentro. Venga por aquí, hoy lo ha pasado en grande, ¿eh?, le dijo con una sonrisa de cuervo, y lo metió en otro saloncito diminuto. Son mil quinientos euros, le dijo la mujer, y Leandro esperó el final de la broma, que nunca llegó. Espantado, sólo acertó a decir, yo no organicé la fiesta. La fiesta consistía en el primer brindis, todo lo demás corrió de su cuenta, las chicas ocuparon su tiempo de trabajo con usted. Y le estoy haciendo rebaja, que si le cobro todo como debería... Venga, ande, haga un cheque por mil euros y lo dejamos, qué paciencia hay que tener...
Leandro rellanó el cheque apoyado sobre la mesita. Llamaron al timbre de entrada y la encargada volvió a ausentarse durante unos minutos.
Salga, salga ahora, le dijo Mari Luz cuando volvió para recoger el cheque. Esta hora es malísima, es cuando terminan de trabajar en las oficinas.
Esa noche, tras la cena con Aurora, después de apagarle el televisor cuando ya el lento y monocorde respirar delataba que se había dormido, Leandro reunió los papeles del banco. Escarbó en las carpetas alojadas al extremo de la estantería, con las gomas sin tensión. Releyó la escritura de compra de la casa del año 55, cuando el piso costaba casi la cantidad que había dilapidado aquella tarde. La firma tuvo lugar en una notaría de la calle Santa Engracia. Recuerda el nervioso paseo con Aurora hasta allí, al propietario del edificio, un hombre que había hecho dinero gracias a un negocio de importación de automóviles apadrinado por varios militares con influencia. Fue un día cálido de otoño y su angustia consistía en saber si podrían hacer frente a las letras. La ciudad no podía sospechar entonces la desordenada evolución que la haría crecer y expandirse. La desaparición de los serenos, los carboneros, las bicicletas de los afiladores, los grandes soportales con talleres abiertos, las lecherías, las casas de baños.
Tardó dos días en volver al chalet. Lo hizo a la hora de siempre. Le sorprendió el saludo del conductor del autobús, como si ya fuera un habitual de la ruta, y la coincidencia con algunas caras familiares entre el pasaje. Para todos no era más que un anciano cabal, respetado y bien conservado en su delgadez. Nadie podía imaginar la vergonzosa rutina con la que cumplía, pensaba Leandro. Pero aquel día la rutina fue interrumpida cuando la encargada le detuvo en la puerta de la casa y no le dejó entrar. Me han devuelto el último cheque, esto es muy grave, le dijo Mari Luz sin asomo de simpatía. Ya estamos otra vez.
Leandro trató de decir algo, de excusarse en el porche. Desde el portón del garaje, un rectángulo separado de la casa, un hombre se dejó ver. Tenía un aspecto imponente, con el pelo gris y los ojos claros. Parecía una puesta en escena desplegada para amedrentar a Leandro. El hombre no se movió ni avanzó en su dirección, pero tampoco se ocultó ni apartó la mirada.
Vamos a hacer una cosa, le explicó la encargada, no vuelva hasta traerme el dinero en mano. Y asunto arreglado, así no hay más malentendidos, que con los bancos ya se sabe. Leandro se dio la vuelta, pero la mujer le retuvo por el antebrazo, con autoridad. Pero vuelva, no vaya a ser que ahora nos deje con la deuda, eh. No querrá que tengamos que ir a reclamarlo a su casa...
El notario le lee los términos del préstamo y al cerrar el escrito le dice con su letárgica manera de enunciar, don Leandro Roque, ¿sabe usted que firma un crédito prestatario en forma de hipoteca inversa que avala con la propiedad de su piso en i la calle Condesa de Gavia? Lo sé. Le pide entonces los poderes firmados por su esposa, no presente por enfermedad, lo que se acredita por medio de documento rubricado por colegiado médico, el notario se recita lo que ve, como si avanzara por una selva en la que tuviera que abrirse camino a machetazos hasta el claro de la firma.
Leandro había cumplido con el penoso trámite de colocar ante los ojos de Aurora unos documentos para firmar que sólo explicó con evasivas.
Aurora firmó sin preguntar, con su mano débil que apenas sostenía el bolígrafo. Luego pidió la cuña y Leandro la introdujo solícito bajo su cuerpo, purgando así, creía, algo del mal que causaba. El orín de ella al golpear sobre el plástico le daba razones a Leandro para justificar su comportamiento.
A la mañana siguiente Leandro acudió al hospital para obtener los certificados que le faltaban. Le sorprendió que el médico le hiciera pasar a la consulta, insistió a la enfermera en que sólo necesitaba la firma y no quería molestar, pero el doctor quería saludarle.
¿Cómo se encuentra su mujer? Débil, pero animada, se oyó decir Leandro, que se había sentado al borde de la silla sin quitarse el abrigo.
La enfermera traería el papel en cuanto le estampara el sello del hospital. El médico le miró a los ojos. Tengo un problema con su mujer, ¿sabe? Leandro negó con la cabeza, sinceramente intrigado. Su mujer es muy valiente. Las mujeres en general son más valientes que nosotros, ¿verdad? Puede ser..., sí, dijo Leandro. Su mujer no quiere que nadie de su familia sepa con certeza lo que sucede. No quiere alarmarle a usted ni a su hijo. Es una actitud que comprendo y respeto, pero que no me parece justa. ¿Usted qué cree?
Leandro asintió. Por un instante tuvo la sensación de que el doctor lo sabía todo de él. Que podía radiografiarlo con sólo mirarlo, desnudar su alma y señalar con la punta del bolígrafo los rincones negros. Se sintió incómodo, indefenso. Qué extraño poder el de los médicos, incluso sobre los sanos.
Yo no sé lo que usted sabe sobre el estado de su mujer, ni lo que ella le habrá contado. Bueno, se justifica Leandro, es cosa de huesos, imagino que la edad y lo que me contó de la osteoporosis... El doctor le interrumpió, su mujer tiene un cáncer de caballo que habría terminado con ella hace meses de no ser por esa reserva de fuerzas que yo no sé de dónde saca. Cualquier otro estaría hundido, dolorido y acabado en su situación, pero o finge muy bien o, la verdad, está usted casado con una mujer espectacular. No hay posibilidad de que vuelva a andar, eso ya se lo dije a su hijo, hasta ahí me permitió llegar. Lo que no me deja decirles es que le queda una vida muy corta y muy poco disfrutable. Se va a ir apagando como una vela. Su lucidez, incluso, irá entrando en paréntesis... ¿Y sabe por qué le digo todo esto? Porque creo que los que están a su alrededor si conocen la gravedad del caso pondrán todos sus medios y todo su esfuerzo para que al menos este poco tiempo del que va a disfrutar consciente sea un tiempo de felicidad, de plenitud. Estas son las cosas duras de este oficio, la verdad, a veces te obliga a saltarte los pactos con los pacientes, pero supongo que usted estará de acuerdo conmigo si le digo que al final uno tiene que ser responsable de las decisiones que toma. ¿Qué se puede hacer?, sólo tengo una respuesta: tratar de que sea feliz.
Sale de la notaría y el aire es limpio. El director del banco le ofrece compartir un taxi y parten desde la panza exterior del estadio Bernabéu hasta la sucursal. Por la radio la monótona cantinela de los niños en el sorteo de lotería de Navidad. Alguien hace una broma previsible sobre el premio. Tiene ganas de bajarse. Es como si le oprimiera toda esa bondad falsa que recubre la realidad.
Me vendría bien disponer de metálico en casa para cualquier urgencia, explica Leandro al bajar del taxi en la puerta de la sucursal. Claro, claro, ¿le atiendes tú, Marga? Leandro rellena un papel que se transforma rápido en varios billetes. La encargada le acompaña hasta la puerta. Prefiero vigilar, le explica, por aquí actúan los cogoteros, sobre todo contra jubilados y gente mayor. Me parece tan injusto que ataquen a la gente más indefensa. Les dan un golpe o los empujan y mientras tanto les roban el dinero, y allí se queda la mujer defendiéndole con la mirada vigilante del posible ataque mientras cruza la acera.
Leandro camina hacia su casa con el sobre abultado en el bolsillo interior del abrigo. También el dinero parece palpitar al compás del corazón, como si tuviera vida propia. Sube las escaleras demasiado deprisa y al llegar a casa está fatigado. Benita termina de recoger los utensilios de limpieza, aunque siempre se olvida el limpiacristales en el brazo del sofá o el plumero encima de un radiador. He dejado unas patatas con carne en la olla, sólo tiene que calentarlas. Alguien llamó preguntando por usted pero no me quiso dejar recado, que usted ya sabía quién llamaba, me dijo. Me preguntó si yo era su mujer y ¿sabe lo que le contesté? Qué más quisiera yo..., perdone pero me salió así.
Leandro no prestaba atención a las palabras de Benita, pero sonríe para acompañar las carcajadas de la mujer. Elevaba en exceso la voz porque estaba sorda de un oído a causa de los golpes que le propinaba su marido. Pero la risa no distrae a Leandro. Está alterado por la llamada. Aurora come a regañadientes el potaje que Benita ha cocinado. Leandro no le cuenta nada de su conversación con el doctor. Cumple con la rutina diaria de acercarle la radio para que oiga el programa de música clásica. En lo único que varía su comportamiento habitual es cuando la locutora anuncia una pieza de Brahms y él le explica a Aurora que el autor la había compuesto en el periodo en que vivía un romance con Clara, la viuda de Schumann, maravillosa pianista, y le relata dos anécdotas sobre el compositor.
Conoce el gusto que ella encuentra en sus comentarios. Leandro no quiere maldecirse por haber racionado con cuentagotas los placeres sencillos que su mujer le había solicitado durante todos aquellos años en pareja. Y él ha sido tan rácano.
Leandro recuerda con detalle la noche, muchos años atrás, en que regresó de la academia y ella le preguntó cómo había ido el día y él respondió con un lacónico bien. Entonces su mujer había roto el silencio con un gemido leve y Leandro descubrió que lloraba. Aunque él le preguntó por la razón, ella tardó en contestarle. Sólo dijo que esperaba algo más que un bien cuando se interesaba por su jornada. Aurora se había retirado a su cuarto. Ella nunca repitió la queja de manera tan explícita. Leandro sabe que la cuenta atrás establecida por la enfermedad no serviría de compensación a toda una vida. Confiaba en que la suma de todos los buenos instantes fuera para Aurora un rentable saldo de su convivencia, pero nadie podría perdonarle jamás lo sustraído, el estúpido ahorro de emociones. Ella no lo merecía, ella había trabajado por levantar un espacio más vivo, más rico.
Leandro ha separado el dinero que llevará para saldar la deuda en el chalet. Y con eso cerraré el agujero de mi vida. Como quien tapa una grieta, como quien ciega un pozo, como la tierra removida que con el tiempo vuelve a confundirse con la que le rodea. Será su regalo de Navidad, su renuncia, su última visita al chalet.
Lorenzo no había remontado a esa zona alta del barrio de Tetuán desde los tiempos en que jugaba al fútbol con otros niños en los descampados. Había visto crecer los alrededores de la plaza Castilla, pero el lateral que ahora recorría apenas había cambiado. Casas humildes apiñadas, algunas viviendas bajas, casi chabolas de ladrillo rojo, que recordaban lo que fue la barriada. Desde algunas calles se alcanzaba a ver las torres inclinadas de la plaza y algún otro desafiante edificio de cristales propiedad de bancos o grandes empresas bajo la mirada del viejo depósito en torre del Canal. Cuando Pilar y él buscaban casa llegaron a pasear por la franja rica al otro lado de la plaza. Pero ya entonces los precios eran prohibitivos y producía una nostalgia inmediata mirarlos. Nostalgia por un tipo de vida y ciudad que nunca alcanzarían a gozar.
Al final encontraron el piso de la calle Alenza. Pilar estaba embarazada y abandonar Madrid no entraba en ningún plan. Lorenzo ignoraba si mudarse a Zaragoza le había resultado fácil o difícil, si fue algo que aceptó envuelta en los delirios de grandeza de Santiago, su ascenso social, o como una ventaja más de distanciarse del pasado junto a Lorenzo.
Mira su reloj. Pasan tres minutos de las once y el frío de la calle no invita a detenerse. Lorenzo está frente al local que se puebla de gente. El lugar podía haber sido un antiguo taller. Una planta amplia elevada apenas treinta centímetros por encima de la acera, plagada hoy de sillas dispuestas con un pasillo central. Sillas de tijera, viejas y no demasiado elegantes. El acceso es una puerta de cristal y aluminio, cubierta casi por completo con cartulinas adheridas, anuncios, fotocopias. Sobre la puerta un feo cartel compuesto de letras naranjas adhesivas que dice: Iglesia de la Segunda Resurrección. Hay un monitor de televisión sin sonido que muestra imágenes de actos religiosos. En la cartulina más grande de la puerta se lee: «Dios te llama, ¿no vas a contestar?» y el dibujo algo ingenuo de un teléfono móvil.
Lorenzo observa a la gente que entra. En su mayoría hispanos, mujeres vestidas de domingo, hombres que han domesticado sus cabelleras recias con gomina brillante. Algunos con tatuajes que asoman por el cuello entre sus camisas limpias de colores vivos. En la puerta se agolpan niños que juegan en la acera, la tez oscura y el acento madrileño golpeado de jotas.
Para entonces Lorenzo empieza a temer que Daniela no aparezca. Un hombre se acerca a la puerta para hacer entrar a los niños y al ver a Lorenzo se dirige a él con cordialidad. El acto va a comenzar, si quiere unirse. Lorenzo se coloca en la última fila, de pie.
Días atrás había presenciado el registro de su casa junto al inspector Baldasano con un estado de ánimo mucho más inquieto. Le sorprendió lo poco científico que era ver a cuatro hombres desperdigados por los cuartos, empeñados en especial en revolver la ropa de Lorenzo, los fondos de su armario. La labor duró apenas veinte minutos que Baldasano dedicó a mirar por la ventana del salón hacia la calle.