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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (35 page)

BOOK: Saber perder
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Apagaba sus puritos bajo el grifo del fregadero de la cocina. Los policías recogieron algunas prendas de Lorenzo en unas bolsas precintadas de plástico y salieron del piso de forma desordenada. Baldasano se empeñó en invitarle a un café en un bar cercano. ¿Conoce el Rubio?, está aquí al lado.

Había un acuario con marisco en el escaparate y una langosta que parecía más bien un animal de compañía que algo dispuesto para servirse a la clientela. Pidió un café con leche. La cocina escupía humo de aceite recalentado. La barra escondía tapas de tortilla, boquerones, ensaladilla, albóndigas y blandas empanadillas sudadas de aceite bajo las urnas de cristal. Balda-sano saludó de lejos a otro hombre que estaba sentado al final de la barra y hojeaba el periódico deportivo. Quizá otro policía. Lorenzo trató de ubicarles las pistolas, junto a la axila. Ambos llevaban chaquetas gruesas, pero no abrigos.

Baldasano fumaba puritos cortos. Tenía la piel agrietada en la barbilla y su oculta cicatriz en el cuello. Lo primero que hizo fue tranquilizar a Lorenzo. Tan sólo quería charlar con usted, no quiero que piense que un registro le incrimina de una manera definitiva. Lorenzo se sentía inquieto, pero adoptó una actitud pasiva.

El inspector le explicó que cualquier investigación avanza acotando el terreno. Más que tirar de los hilos descartamos posibilidades. En el caso particular de Lorenzo le había citado para cerrar de una vez por todas la línea que conducía hasta él desde el cadáver de Paco. Claro, tiene que entender que nuestros indicios descartan las bandas de asaltantes o el móvil del robo. Estamos convencidos de que fue alguien de su entorno, alguien a quien conocía, que sabía por ejemplo que la noche de los jueves se ausentaba de casa, y eso complica más la investigación. Lo del robo organizado cae por su propio peso.

Lorenzo se dio cuenta de que la estrategia era bien sencilla. Consistía en presionarle para ver si se desmoronaba.

Cerrando el círculo, proseguía el inspector, uno llega a la conclusión de que estamos ante un asesinato por encargo. Alguien tenía algo contra el señor Garrido. Problemas económicos, sentimentales, vaya usted a saber. Puede que todo se precipitara con la vuelta a casa inesperada de la víctima. O que fuera un encargo, ahora se contrata a un grandullón rumano o búlgaro por cuatro duros. Y el que lo mató lo era, calzaba un cuarenta y seis de pie, no le digo más.

Ya, se vio obligado a decir Lorenzo.

De la época de íntima amistad estoy seguro de que usted puede recordar a gente, gente poderosa con la que el señor Garrido no quedara bien, a quienes debiera dinero, algo que podría conducimos a una pista.

Hace mucho tiempo... Lorenzo arrojó dos o tres nombres de grandes empresas al azar, deudas de los últimos meses del negocio que de pronto le vinieron a la cabeza. El inspector no tomaba notas. Se limitaba a rozar la ceniza de su purito sobre la base del cenicero. Poco a poco el interés por lo que decía Lorenzo languideció.

El señor Garrido mantenía otra relación con una mujer casada. La mujer de un conocido. Algo esporádico, pero feo. Ya sabe, esas cosas... Usted también se acaba de separar. ¿En su caso también hubo...?, Lorenzo negó con la cabeza el gesto vulgar de cuernos que Baldasano hizo con su mano. Estábamos mal, a mí las cosas no me iban bien, y mi mujer y yo nos distanciamos y luego ella encontró a otra persona. Ya, se apresuró a decir el inspector, a perro viejo todo son pulgas.

Hablaron del barrio, de la psicosis generalizada por las bandas de colombianos, los muertos en ajustes de cuentas que siempre quedaban sin resolver. Hasta que el inspector, como si declarara el final del alto el fuego, volvió a la vida personal de Lorenzo. Me ha sorprendido que tuviera la mañana libre. ¿Trabaja ahora? Alguna cosilla, pero no tengo empleo fijo. La mujer del señor Garrido me dijo que tenía usted una niña. Tanto como niña, ahora tiene quince años, dieciséis ya... A esa edad ya sólo son niñas en la cabeza, lo demás es de mujer.

A Lorenzo le incomodó el comentario. Viene a cazarme, a provocarme. Si no, no tenía sentido desperdiciar el rato así.

Voy a serle sincero, ya que le veo preocupado. Sólo hay una cosa que me sorprende de usted. Está pasando una temporada mala, económicamente, digo, no sé si en lo demás también. Mi experiencia me dice que en esas situaciones es cuando uno de pronto, acorralado por los problemas, tiene reacciones inesperadas. De alguna manera usted podría culpar al señor Garrido, a Paco para usted, de su estado actual. Usted no tiene una familia que pueda ayudarle, no está en una situación fácil... ¿Usted tiene? Cuarenta y cinco años, respondió Lorenzo. Es bien joven aún.

Mire, inspector, yo sé que usted piensa que yo a lo mejor he podido hacer una cosa así. Lorenzo se lanzó a hablar con confianza. Usted no me conoce. A mí la violencia me aterroriza, me paraliza. Yo veo una pelea en la calle y paso enfermo dos días. Le voy a contar una cosa. Hace años, hace tiempo ya, desde el coche vi a unos jóvenes, una de esas bandas de jóvenes, que corrían y dieron caza a otro chaval. Y lo tiraban al suelo y lo pateaban con una furia, no se puede imaginar, era una cosa terrible. Patadas en la cabeza, en las costillas. No pude hacer nada por impedirlo, lo dejaron allí en el suelo, como un trapo viejo. Me puse enfermo. Es algo que no he podido olvidar aún. Esa violencia.

Lorenzo le contaba un episodio real. Había sucedido años atrás, Sylvia era entonces un bebé y quizá la corta edad de la niña le había hecho sentir aquella agresión como algo personal y aterrador. El inspector le observó con atención y se irguió en la silla metálica. Sin embargo la mujer del señor Garrido nos dijo que usted, un día, estuvo a punto de agredir a su marido. Eso no es cierto. Fue una discusión. Ni lo toqué. Pero estuvo a punto de hacerlo. Ella le vio. Veo que sabe a qué me refiero.

Lorenzo se encogió de hombros. Le sorprendía la insistencia de la mujer de Paco en señalarle a él como sospechoso. Era una intuición tan acertada que hería.

Mire, le dijo el inspector, si yo le creyera culpable o sospechoso le habría metido en chirona unos días, le habría acosado con unas cuantas pistas que podrían incriminarlo y no estaría tomándome un café aquí con usted. Lo único que le digo es que me intriga esa coincidencia del crimen con su mal momento.

De nuevo las insinuaciones veladas del policía. Me cree culpable pero no tiene nada contra mí. Escarba como un perro, pero no encuentra lo que busca. Espera que me delate, que algo me hunda, que baje las defensas. El inspector volvió a hablar. He visto de todo, maridos que denuncian la desaparición de sus mujeres y un cuarto de hora después se desmoronan jurando que la han matado por accidente, amistades inquebrantables que se rompen en una décima de segundo, un hijo yonqui que mata a hachazos a sus padres. No soy un desconfiado, pero la vida me ha enseñado a no dar ningún camino por perdido. No le quiero hacer perder más tiempo, pero le voy a decir la verdad. Me gustaría borrarle de mi lista de sospechosos, pero no consigo eliminar su nombre. Siempre hay algo que me dice que podría ser usted. ¿Sabe quizá lo que le perjudica más? Que en el fondo usted cree que el señor Garrido se merecía morir. Se le nota mucho. La amistad en eso es como el amor, un arma de dos filos, por un lado maravillosa y por el otro mortal. Son sentimientos con un reverso temible.

Encendió otro purito después de ofrecerle a Lorenzo, que rehusó. Se ha comprado una furgoneta. Planea empezar de nuevo, ¿no? Lorenzo se encogió de hombros. Espero que tenga suerte. Aún no hemos conseguido localizar al tipo que recompró su coche, porque usted cambió de coche justo por esas fechas, ¿verdad? Sí, creo que sí. Quizá tenga que molestarle más adelante de nuevo, hay pendientes unas pruebas de ADN, ya sabe, esas cosas modernas. No vea cómo nos joden con esas series de televisión, la gente ahora se te presenta en las comisarías y poco menos que te consideran un inútil si no sales del laboratorio con el nombre del culpable. Ya me gustaría a mí darles un paseo por el laboratorio y que vieran la puta mierda con la que tenemos que trabajar. En este país se ha modernizado todo mucho, pero nosotros... Bueno, no le entretengo más. No se preocupe, ya pago yo. Lorenzo se dio cuenta de que aquélla era su forma de despedirle. Se levantó sin prisas, se estrecharon la mano y Lorenzo dejó el bar.

Sintió un miedo constante durante los días siguientes. Apenas durmió. Le acosaban los recuerdos del asesinato y la presencia del inspector a cada paso. Escuchaba un eco lejano cuando hablaba por teléfono, estaba convencido de que alguien le seguía permanentemente y que acompasaba sus pasos a los suyos para no ser descubierto.

Oía por las noches a Sylvia regresar a casa de madrugada y distinguía el motor del coche que se alejaba cuando el portal se cerraba con un golpe metálico. Quizá alguien que vigilaba la puerta.

Le costaba contestar los mensajes de sus amigos. No se acercó a Daniela porque pensaba que el inspector observaba sin pudor sus avances, se divertía con su acoso. La oía desplazarse en el piso de arriba, sacar a pasear al niño, pero no provocaba el encuentro. Llegó a pensar que diez o doce años en la cárcel no serían peores que lo que vivía esos días.

Wilson le consiguió dos o tres traslados y trabajaron juntos con la furgoneta. En la parte de atrás, seguía arrinconada la maleta de cartón del hombre cuya casa habían vaciado. Un mediodía condujo por la carretera del aeropuerto hasta la residencia de ancianos. En la recepción, que era un escritorio repleto de papeles, explicó que venía a entregar parte de sus pertenencias a un interno. Dijo su nombre, don Jaime, y la mujer pareció mostrar más interés. Era evidente que no recibía muchas visitas. Yo me encargué de vaciar su piso, y quería devolverle algunas cosas. La mujer anotó el nombre de Lorenzo y su número de DNI en una hoja de archivadora y le dio un número de habitación en el tercer piso.

El lugar era más feo que sórdido. Llamó a la puerta. Aunque nadie le contestó abrió. Encontró al hombre sentado sobre el colchón, mirando el televisor. No lo había imaginado así. Grueso, impoluto, con gesto perdido en una cara amable, nada peligrosa. Afeitado a tramos desiguales. A simple vista ningún rasgo de locura o excentricidad. Lorenzo le explicó el motivo de su visita y dejó la maleta cerca de él. El hombre le miraba y parecía comprender, pero no hacía gestos de asentimiento ni abría la boca para decir nada.

Dentro de la maleta estaban los relojes, los recortes, algunos discos, pero Lorenzo no la abrió para mostrarle el contenido.

Puede quedárselo todo, dijo el hombre de pronto. No necesito nada, gracias. Lorenzo quiso explicarse, prefiero que lo tenga usted. También encontré esto. Lorenzo aún guardaba en su cartera el papel con el número de teléfono anotado. Estaba en la puerta de su frigorífico, quizá fuera importante para usted, le dijo al hombre.

Es el teléfono de Gloria. Sólo dijo eso. Como si eso lo explicara todo. Lorenzo asintió. La llamé, pero me dijo que no le conocía a usted. Es cierto, asintió el hombre. Lorenzo dejó el papel sobre la mesita, concediéndole una importancia que quizá no tuviera. El hombre habló de nuevo. Alguien telefoneó a casa un día. Era una joven, con prisa. Apenas pude hablarle. Me dijo, soy Gloria, anota mi teléfono por si necesitas algo. Yo lo anoté en ese papel. ¿Pero usted no la conocía? En absoluto. Debió ser un error. Ella se equivocó de número y creyó que hablaba con alguien conocido. ¿Y por qué guardó el papel con el número?

El hombre suspiró hondo, como si no tuviera una fácil respuesta a la pregunta. Me hacía compañía, el número ahí escrito, dijo por fin. Alguna vez llamé, pero nunca me atreví a hablar. Escuché a la mujer, a Gloria, contestar, esperar y luego colgarme.

Lorenzo, sin saber muy bien por qué, utilizó el largo silencio para dejarse caer con delicadeza y sentarse en la cama, al lado del hombre. Sin rozarlo. Se mantuvo allí un buen rato. El hombre veía la televisión y cuando acabó un programa de actualidades amorosas y sentimentales dijo ahora empiezan las noticias, y apagó el televisor con el mando a distancia que tenía en el bolsillo de la chaqueta del pijama.

Pasaron algunos minutos más en silencio. Lorenzo le preguntó si necesitaba algo, si se encontraba bien. El hombre asintió. Estoy bien. Lorenzo se puso de pie. Se oía la autopista cercana como si atravesara por mitad del minúsculo jardín de la residencia. Y cada dos minutos un avión hacía retumbar las paredes. Estaban muy cerca del aeropuerto, junto a la vieja Ciudad Pegaso.

Quizá vuelva otro día.

En la mesa de la entrada no vio a nadie. Era la hora de comer. Una anciana estaba sentada en una silla de ruedas en la vereda del jardín. Por detrás, su pelo blanco mal peinado parecía un perro tumbado.

En casa Sylvia estaba encerrada en su cuarto. La música inundaba la casa. Lorenzo tocó la puerta y ella le invitó a pasar.

¿Has comido?, le preguntó Sylvia. No, pero ya me preparo yo algo.

Lorenzo aguardó un instante antes de darse la vuelta. Prestó atención a la música. Guitarras saturadas. La voz de una mujer, poderosa, estridente. Imita a la cantante de los Pretenders. ¿Cómo se llama?

Sylvia le enseñó la cubierta del cede. Una mujer morena, con camiseta blanca sin hombreras. Lorenzo salió un instante del cuarto y volvió con un cedé del salón. Pon la seis, le dijo a Sylvia. Ella, con algo de pereza, se incorporó y cumplió el encargo de su padre. ¿Ves como se parecen?

¿Los conocías?

Sylvia negó con la cabeza. Los dos juntos permanecieron escuchando la canción.

Toda la música que se hace ahora no se entiende sin la de antes, explicó Lorenzo. Ahora es un poco más blanda, un poco más convencional y toda cortada por el mismo patrón. Ya no hay grupos como los de antes.

Sylvia conocía la música que le gustaba a su padre. Grupos con nombres míticos, los Rolling, Beatles, Pink Floyd, Led Zeppelin. Cuando Pilar le dejó, como un adolescente, escuchaba la misma canción de los Queen una vez tras otra, con la voz desmesurada del cantante. Sylvia a veces se detenía en la escalera, antes de abrir la puerta de casa, para no interrumpirle el exorcismo. Le oía cantar a voces por encima de la grabación. Too much love can kill you. Luego se le pasó, como si venciera la etapa. Igual que uno tiene canción de amor, puede tenerla de ruptura.

Me acuerdo cuando el abuelo me dijo un día que le pusiera esa música que yo escuchaba, le contaba Lorenzo. Elegí algo de los Rolling. Creo que «Honky Tonk Women» o algo así. Se sentó, lo escuchó en el tocadiscos con total atención. Y luego me dijo está bien. En mi opinión la armonía es muy previsible, pero ya sabes que el gusto es una forma de memoria, así que sólo aprecia lo que conoce. Tendría que oírlo más. Y se quedó triste, como se queda a veces el abuelo. Los padres y los hijos nunca se han entendido con la música.

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