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Authors: Brian Lumley
Un terrible demonio se encuentra en los Balcanes, en Rumania. Enterrado desde hace siglos en suelo consagrado, aprisionado por cadenas de plata y por la tierra, el vampiro urde siniestras conspiraciones. Boris Dragosani es utilizado por los servicios secretos rusos como el humano intermediario del vampiro. Dragosani está deseoso de explorar la insondable maldad del vampiro, y éste le enseñará las horribles artes de la nigromancia, otorgándole la capacidad de arrancar todos los secretos de la mente y el cuerpo de los muertos.
En su afán por conseguir el dominio del mundo, el nigromante encontrará un único obstáculo: Harry Keogh, el que habla con los muertos, que trabaja para los servicios secretos ingleses y cuyo poder reside en hacer que los difuntos se cominiquen con los vivos. El enfrentamiento entre ambos necromantes será violento y sobrecogedor, pero, para proteger a Harry, los muertos harán cualquier cosa…, incluso se levantarán de sus tumbas.
Brian Lumley
El que habla con los muertos
Crónicas Necrománticas - 1
ePUB v1.0
elchamaco01.09.12
Título original:
Necroscope
Brian Lumley, 1986.
Traducción: Ana Calderón
Diseño/retoque portada: elchamaco
Editor original: elchamaco (v1.0)
ePub base v2.0
El hotel, a pocos minutos de Whitehall, era grande y bastante conocido; también ostentoso, por no decir de un lujo extravagante, y… no era exactamente lo que parecía ser. La última planta estaba ocupada en su totalidad por una sociedad internacional de empresarios, y esto era todo lo que la dirección del hotel sabía de dicha sociedad. Los ocupantes de esa área desconocida tenían su propio ascensor y su escalera privada en la parte posterior del edificio, aislada del hotel propiamente dicho; incluso tenían su propia escalera de incendios. En efecto, ellos —«ellos» es la única identidad que, dadas las circunstancias, podemos otorgarles— eran los
propietarios
del piso superior, y, por consiguiente, estaban excluidos del área de influencia y de operaciones del establecimiento. Claro que si se miraba el edificio desde el exterior, muy pocos sospecharían que no fuera en su
totalidad
lo que pretendía ser. Y ésta era precisamente la impresión que ellos querían transmitir.
En cuanto a los «empresarios internacionales» —fueran lo que fuesen esas criaturas—, ellos no pertenecían a esa especie. De hecho, eran funcionarios del Estado. O, para decirlo con más propiedad, eran una dependencia gubernamental. El gobierno los mantenía de la misma manera que un árbol alimenta una planta parásita, pero sus raíces eran independientes. Y puesto que eran un parásito muy pequeño, su presencia pasaba inadvertida para el gran árbol. Como sucede con muchos proyectos experimentales, de incierto porvenir, su financiación no era prioritaria, se solventaba con el «dinero de bolsillo». El mantenimiento de sus oficinas, por tanto, estaba muy lejos de ocupar un lugar prioritario en las partidas de gastos de los presupuestos del Estado, aunque, de cualquier modo, era inevitable.
A diferencia de lo que sucede con otros proyectos, la naturaleza de éste exigía que pasara inadvertido. Su descubrimiento no traería más que problemas; sería considerado con desconfianza y provocaría burlas, y hasta es probable que fuera recibido con una total incredulidad, incluso hostilidad. Se diría que había sido un gasto del todo innecesario, que se habían malgastado las contribuciones de los ciudadanos, que aquello era derrochar el dinero público. Y no se podría exhibir nada que lo justificara, puesto que los beneficios o frutos del proyecto eran aún hipotéticos, y la menor «helada» podía acabar con ellos para siempre. Los mismos principios se aplican a todas las organizaciones o servicios de este tipo: tienen que ser consideradas eficaces sin perder, aunque resulte paradójico, su anonimato, su manto de invisibilidad. Por lo tanto, poner al descubierto una organización de esta clase significa acabar con ella…
Otra manera de matar un híbrido semejante sería arrancarlo de raíz y negar que haya existido. O esperar a que alguna agencia exterior lo desarraigara, y entonces no volver a plantarlo.
Algo así había ocurrido hacía tres días. Habían roto uno de los zarcillos más importantes, cuya función principal había sido unir la planta trepadora al árbol que la alojaba, procurándole así estabilidad. Para decirlo de un modo breve: el director de la división había sufrido un ataque cardíaco y había muerto cuando se dirigía a su casa. Hacía años que sufría del corazón, de modo que esto no era nada extraño, pero luego sucedió algo que arrojó una luz diferente sobre el hecho, algo en lo que Alec Kyle no deseaba pensar en este momento.
Porque ahora, en esta mañana de domingo de un mes de enero especialmente frío, Kyle, el segundo de a bordo, tiene que estimar los daños y la posibilidad de repararlos. En el caso de que estas reparaciones sean factibles, debe hacer su primer —y vacilante— intento para que todo vuelva a funcionar como antes. Las bases del proyecto nunca fueron muy firmes, pero ahora, sin una dirección enérgica, sin una jefatura, todo el asunto puede venirse abajo en muy poco tiempo. Como un castillo de arena cuando sube la marea.
Éstos eran los pensamientos que daban vueltas en la cabeza de Kyle cuando abandonó la fangosa acera y entró por las puertas giratorias de cristal a un pequeño vestíbulo, se sacudió la nieve y se bajó el cuello del abrigo. Él, personalmente, no tenía dudas sobre la validez del proyecto —Kyle pensaba, por el contrario, que la sección era
muy
importante—, pero ¿cómo defender su posición frente al escepticismo de los de arriba? Sí, escepticismo. El viejo Gormley había conseguido llevar el proyecto adelante gracias a sus amigos que ocupaban altos cargos, a su imagen de aristócrata, a su autoridad, su entusiasmo y su energía indomable, pero no había muchos hombres como Gormley. Y en la actualidad eran aún más escasos.
Y esa tarde a las cuatro, Kyle sería invitado a defender su posición, la vigencia de su sección, su misma existencia. Oh, ellos habían actuado muy rápido, y Kyle creía saber por qué. Era la crisis. No había nada que mostrar tras cinco años de trabajo, e iban a acabar con el proyecto. Lo iban a hacer callar, fueran cuales fuesen sus argumentos. El viejo Gormley había sido capaz de gritar más que todos ellos juntos: él tenía los enchufes, el respaldo necesario. Pero ¿quién era Alec Kyle? Alec podía imaginar en este mismo instante la inquisición de la tarde.
—Sí, señor ministro. Soy Alec Kyle. ¿Mi cargo en la sección? Bueno, además de ser el segundo de a bordo, después de sir Keenan, yo era… quiero decir decir soy… yo… yo pronostico… ¿Cómo dice? Ah, significa que puedo prever el futuro, señor. ¿Eh?… Oh, tengo que reconocer que es probable que no pueda decirle qué caballo ganará mañana en Goodwood. Mis predicciones no son tan específicas. Pero…
¡Pero todo iba a ser inútil! Cien años atrás ellos no hubieran creído en el hipnotismo. Hace apenas quince años todavía se reían de la acupuntura. ¿Cómo podía esperar Kyle convencerlos con respecto a la sección y a su trabajo? Y sin embargo, junto a su abatimiento y a su sensación de pérdida, había otra cosa. Kyle sabía lo que era: era su «don», que le decía que no todo estaba perdido, que de alguna manera conseguiría convencerlos, que la sección iba a continuar. Ésta era la razón de que estuviera aquí: inspeccionar las cosas de Gormley, preparar la defensa de la sección, seguir luchando por su causa. Una vez más, Kyle reflexionó sobre su extraño talento, esa habilidad para entrever el futuro.
Porque lo cierto era que, la noche anterior, había soñado que la respuesta estaba precisamente aquí, en este edificio, entre los papeles de Gormley. Aunque puede que «soñado» no sea la palabra correcta: las revelaciones de Kyle —aquello apenas entrevisto que aún no había sucedido; acontecimientos futuros— le sobrevenían siempre en esos nebulosos instantes entre el sueño profundo y el despertar, inmediatamente antes de la total recuperación de la conciencia. La alarma del despertador podía poner en marcha el proceso, o también el primer rayo de sol que entraba por la ventana de su dormitorio. Así había sucedido esa mañana: la luz opaca de otro día gris que invadió su habitación, se filtró por entre sus párpados e imprimió, en su mente a la deriva, el hecho de que un nuevo día estaba por nacer.
Y con el nuevo día había nacido una visión; aunque «vislumbre» era quizás una palabra más apropiada, porque eso era todo lo que el talento de Kyle le había permitido. El sabía que siempre era así, y también que sólo sucedía durante un instante y luego desaparecía para siempre. Por eso se había concentrado en aquella imagen fugaz y la había absorbido. No podía arriesgarse a perder nada. Todo lo que había «visto» de esta manera, más tarde había resultado ser de vital importancia.
En esta ocasión se había visto sentado a la mesa de Keenan Gormley, inspeccionando sus papeles uno por uno. El cajón superior de la derecha estaba abierto; los papeles y las carpetas que había sobre la mesa provenían de allí. El gran archivo de Gormley continuaba cerrado; sus tres llaves estaban en la mesa, donde las había dejado Kyle. Cada una de las llaves abría un pequeño cajón en el archivo, y cada uno de los cajones tenía su propia cerradura de combinación. Kyle conocía las combinaciones, pero no se había molestado en abrir el archivo. No, lo que él buscaba estaba allí mismo, en los documentos que habían estado guardados en el cajón de la mesa. Kyle había visto entonces a su imagen, como galvanizada al darse cuenta de ello, que se detenía bruscamente cuando llegaba a determinada carpeta. Era una carpeta amarilla, y esto significaba que pertenecía a un miembro futuro de la organización. Alguien que ya estaba «en los libros». Alguien en quien Gormley había puesto sus ojos avizores. Un individuo que tal vez poseyera verdadero talento.
En el instante en que se le había ocurrido esto, Kyle se adelantó hacia sí mismo, hacia su imagen sentada. Y entonces, como siempre de una manera inesperada, su alter-ego en el escritorio había levantado la cabeza, lo había mirado, y había alzado la carpeta para que él pudiera ver el nombre escrito en la cubierta: Harry Keogh.
Eso era todo. En ese instante, Kyle se había despertado. En cuanto al significado de aquello, quién sabe cuál era. Kyle había renunciado hacía tiempo a intentar predecir el significado de aquellas visiones; sólo sabía que lo tenían. En todo caso, si se podía decir que algo lo había traído hoy a este lugar, ese algo era el breve y aún inexplicable «sueño» que había tenido antes de despertar.
Todavía era muy temprano, y Kyle había conseguido adelantarse por unos minutos al intenso tráfico de las horas punta en Londres. Durante la próxima hora —o tal vez durante más tiempo— las calles serían un caos, pero aquí reinaba la proverbial calma de las tumbas. Los demás empleados administrativos (tres, incluida la mecanógrafa) tenían dos días de asueto, en honor al muerto, de modo que las oficinas de arriba estarían desiertas.
Kyle había apretado el botón para llamar al ascensor, que ahora abría sus puertas. Entró, y, cuando las puertas se cerraron, sacó su pase y lo introdujo en la ranura del sensor. El ascensor dio un salto, pero no subió. Las puertas se abrieron y se cerraron nuevamente tras un largo momento de espera. Kyle frunció el entrecejo, miró el carnet y maldijo para sus adentros. ¡Había caducado el día anterior! Normalmente, Gormley la habría renovado en el ordenador de la sección; ahora tendría que hacerlo él mismo. Por fortuna llevaba consigo la tarjeta de Gormley, junto con los demás efectos que utilizaba en la oficina. Consiguió que el ascensor subiera hasta el último piso con el pase del fallecido director de la sección, y, mediante el mismo procedimiento, pudo entrar en la oficina principal.