Ariel sonrió. No fue piscina. El tipo me tocó.
Pensó que sería bueno salir. Los compañeros hacían bromas a las azafatas que sonreían, algo violentas, pero coquetas. Una de ellas, el pelo teñido de un tono rojizo, servía a Ariel. ¿Un té sería posible? Ella le sonrió. Mil gracias, dijo él. Al regresar hacia cabina un jugador anónimo gritó no corras, hay polla para todas. Al rato la azafata trajo el té de Ariel. Ya lo siento, no tenemos mate, le dijo. Ariel sonrió con los ojos verdes. Algo más tarde, desde lejos, coincidieron sus miradas y ella le dedicó un gesto. El compañero de asiento de Ariel le golpeó con el codo. ¿Te estás timando con la azafata? ¿Timando?
¿Sabes lo que dice el refrán? Azafatas y enfermeras, a follar las primeras. Ariel rió. El jugador era un suplente que apenas jugaba, ya llevaba tres años en el club. Soy de Murcia. ¿Conoces Murcia? Ariel negó. Tierra de furcias. Y el tipo volvió a carcajearse. Ariel prefería escuchar música. Amagó con colocarse los cascos.
Macho, tienes que venirte un día, tengo un casoplón allí, cerca de la Manga, que te cagas. ¿Qué haces en navidades? ¿Te vas para Buenos Aires? Ariel dudaba, tenía esa intención, pero aún no había resuelto. ¿Y te compensa tanto viaje? Para cuatro días de vacaciones que nos dan los hijos de puta. Tengo a los papás allá. Aquello está feo, dicen, de delincuencia. Leí lo del futbolista que le secuestraron al padre. Y jugaba con un argentino, Lavalle, ¿lo conoces?, que cuando se iba a Buenos Aires llevaba dos tipos de seguridad. Nos lo pintaba bien jodido.
El vicepresidente, un joven abogado con corbata azul pálido, se levantó y les dijo el presi me ha llamado y me pide que os transmita su felicitación. ¿Y la prima?, gritó uno, que la doble. La gente rió la ocurrencia. Ya sabéis que en la comida de Navidad os hará un obsequio a cada uno. El equipo aplaudió con chirigota. A buen seguro les esperaba una estilográfica o un reloj. Ariel tenía ganas de colocarse los cascos de música pero no quería ofender a su compañero de asiento, que no mostraba intención de volver a enfrascarse en la revista de automóviles. Tengo a la mujer embarazada, le contaba entonces, el quinto. Ya sabes que dicen que no hay quinto malo. El mediano es el que se me ha torcido. No quiere ni oír hablar de fútbol. Desde pequeñito juega con las muñecas de la hermana y la hijaputa de mi mujer que va diciendo por ahí que el niño es gay, tú te crees que se puede decir eso, con nueve años que tiene el chaval, pues ella dice que sí, que gay se nace y que le parece muy bien.
Y varias veces he intentado que hablemos con el psicólogo del colegio, pero ella nada, no te rías, que es serio, joder, menuda vergüenza paso a veces. Un día me dice ¿y siempre tenéis que llevar esa camiseta, no podéis ir cambiando de colores? Tú fíjate qué empanada mental tiene el crío.
Un rato después la conversación degeneró hacia la política. Yo no voto, le dijo su compañero, pero si votara tendría que presentarse un tipo como Pinochet o Franco, a mí, para que me roben, prefiero que me robe alguien con autoridad, que ponga firmes a toda esa gentuza que pulula por ahí.
Antes del aterrizaje la azafata recolectó las bandejas y obligó a plegar las mesitas. Sobre la de Ariel dejó un posavasos en el que había escrito su teléfono móvil. Ariel lo guardó antes de que lo viera su compañero, que entonces hablaba de las razones del habitual fracaso de la selección española de fútbol. Puede que sea por la falta de carácter competitivo del español, pero, joder, si aquí hemos tenido a Ballesteros y a Fernando Alonso, que son de aquí, españoles, que no son marcianos. ¿Allí en Argentina qué se dice de lo de nuestra selección? Ariel se encogió de hombros, bueno, allá lo sabe todo el mundo, es por el tipo ese, el del bombo, el del bombo es mufa. ¿Mufa?, preguntó su compañero con un interés desmesurado. Sí, mufa, que da mala suerte. ¿Gafe? Sí, eso, el del bombo es gafe. No jodas, no jodas. Pero eso lo sabe todo el mundo allá, insistió Ariel ante el asombro de su compañero. O sea que M... No, no, no lo nombres, Ariel se tocó la cabeza como si fuera madera. Nosotros tuvimos un presidente de la nación mufa, y hubo que rogarle que no asistiera a los partidos de la selección.
Cuando las ruedas del avión se posaron sobre el asfalto de la pista comenzó una agitación inmediata. Gente que se desprendía de los cinturones, que alcanzaba sus maletas, conectaba los móviles. Ariel observó que su compañero prendía dos móviles diferentes. ¿Dos?, preguntó. Joder, uno para mi mujer y el otro para las demás, no querrás que se te cruce una llamada. Al portero que teníamos hace dos años se le escapó un mensaje porno y se lo mandó a su mujer. No veas qué número. El tío tenía mucha gracia, y eso que era catalán, y cuando le preguntábamos cómo lo había arreglado nos decía que le había hecho creer que era intencionado para ella, para calentar un poco la relación, para rebifar la pareja, decía el cabrón. Y tienes que conocer a mi parienta, menuda es, me revisa los mensajes, la agenda. Cuando me tiro a alguna por ahí, antes de volver a casa me paro en una gasolinera y me froto con la gasolina, menudo olfato tiene la tía para las colonias.
Ariel buscó con la mirada a la azafata entre la maraña de cabezas, como si quisiera estudiarla por última vez. Ahora me estoy tirando a una de las vendedoras de la tienda del club, una de las morenas, la más llenita, ya te la presentaré. Bueno, la enchufé yo, y es un trabajo cojonudo. ¿Sabes lo que la pone muy cachonda, que me la folie vestido de futbolista? No sé, le da morbo... Pero con espinilleras y todo, menudo número. Las mujeres cuando rascas un poco descubres que son muy guarras.
Bajaron del avión y Ariel se sintió liberado de la conversación. La azafata le despidió en la manga con un gesto de cabeza y se mordió el labio que había retocado con un color rosa intenso.
Recogieron las maletas en la cinta transportadora mientras el jefe de utilleros organizaba a sus ayudantes para no tener que cargar con un solo bulto. Ronco le estaba esperando junto al control de la Guardia Civil. Vamos a un local aquí cerca, yo te guío. ¿No tenías un coche más cantoso?, Ronco le hablaba deprisa. Ariel le resumió la conversación con el compañero. Antes era un jugador correcto, de los que se entregan y sudan la camiseta, no te esperes otra cosa, el Premio Nobel de Física este año no se lo dan, pero ahora está mayor, le dijo Ronco. Mira allí es, el Malevo. El sitio es espantoso pero aquí es donde está la marcha. Aparcaron en un paso de cebra por empeño de Ronco. ¿Quién te va a multar ahora? En la calle Ariel sacó del bolsillo el posavasos del avión y se lo mostró a Ronco. ¿El número de la azafata? ¿Y me lo dices ahora? Que se traiga a una amiga, pero ¿a qué esperas para llamarla? Ronco marcó el número en el teléfono de Ariel, pero nadie contestó. ¿Cómo se te ocurre? Se habrá ido a follar con el piloto, como siempre.
Se instalaron al fondo de la barra. La música atronaba. Ronco bebía las cervezas como si fueran a agotarse. Tomaba el pelo a Ariel con indignación por haber dejado escapar a la azafata. Poco después se abrió la puerta del local y para su sorpresa vieron entrar a Matuoko acompañado por una mujer de pelo rojizo. Es ella, dijo Ariel. Es la azafata. Se saludaron desde lejos y los vieron instalarse en el otro lado de la barra. Bueno, me parece que la tipa ha repartido su teléfono por toda la plantilla, dijo Ronco. Ariel se justificaba, yo no puedo competir con ese tipo, tú no lo has visto desnudo, tiene un cuerpo perfecto. Ducharse a su lado es deprimente, admitió Ariel. Ronco puso cara de asco, no sigas, pienso en un grupo de hombres desnudos y me dan ganas de vomitar.
Hablaron un rato de fútbol, sin quitar ojo a los avances de Matuoko con la azafata. Ella, de vez en cuando, miraba hacia Ariel y sonreía, casi esbozando una disculpa. Los jóvenes se acercaban de tanto en tanto para contarle sus historias, darle la mano. Cada uno tenía su frase, ahora se está aficionando mi chica, yo llegué a jugar en juveniles, os falta alguien en medio campo que sea el pulmón del equipo, yo ficharía otro portero. Alguno decía, desde un poco más lejos, menos salir por la noche y más sudar la camiseta. Eso de sudar la camiseta es una de las cosas más sobrevaloradas del fútbol, ¿no te parece?, le preguntó Ronco. Ariel recordó al Dragón cuando les decía habéis jugado muy mal, corristeis demasiado, si este juego consistiera en correr ficharía al campeón de los cien metros lisos. Luego otro gritó desde el final de la barra, menos discotecas y más goles y Ronco se encaró con él, qué tendrá eso que ver. Los mejores jugadores del mundo han sido unos crápulas. A ti, Ariel, lo que te falta es golfería. A veces ni pareces argentino. En el área lo que se transparenta son las horas de noche y barra americana, en cada regate, en cada pelea con un defensa, sale el canalla. Hace dos años se presentaron en el entrenamiento un grupo de aficionados con un pancartón que decía menos putas y más sentir los colores, ésa es la fantasía de la gente, que os estáis pegando una vidorra de tres pares de cojones y vosotros no les podéis fallar, es como si sale un actor de Hollywood diciendo que su vida es muy triste, anda y que le den por el culo, la gente no quiere oír eso, para eso ya tiene su puta vida de mierda. El alcohol terminó de excitar a Ariel. Una chica se separó de su grupo de amigas para venir a saludarlo. Ronco la animaba. Venga, dale dos besos, no seas tímida. Ariel se concentró en la chica que le hablaba incansable. Ella posó sobre el muslo de Ariel su mano bronceada y le habló al oído para decirle cosas como que el fútbol no le iba mucho. Ronco seguía con sus bromas, ¿de verdad no tienes una amiga a la que le gusten los tíos feos? Te aseguro que desnudo mejoro mucho. Cuando Ariel se inclinó sobre la chica y le dijo ¿no estaríamos mejor tú y yo solos en otro sitio?, ella sonrió con orgullo. Me fumo el cigarrito y nos vamos, ¿vale?
La chica vivía en un edificio de ladrillos blancos en la zona norte, cerca de la estación de Chamartín. Lo compartía con tres amigas. Estudiaba Gestión de Empresas en una escuela de negocios. Su familia era de Burgos. No la chupo, eh, eso te lo advierto desde ya, le dijo a Ariel en el ascensor, cuando él la agarró del pelo con fuerza. A Ariel le costó trabajo desnudarla, la chica había puesto música y bailaba en bragas y sujetador como si se exhibiera. Estoy loca, esto no lo hago nunca, estoy loca, repetía. Ariel daba sorbos lentos a una cerveza en lata que ella le había traído de la nevera. Hicieron el amor con dos rítmicas diferentes. Ella subió la música como si no quisiera oírse a sí misma sino tan sólo los gorgoritos de Celine Dion. Ariel no entendía muy bien lo que hacía con aquella mujer que no deseaba, que no era especialmente bella y que no le causaba más atracción que la que el alcohol le dictaba. La chica decía dime cosas sucias al oído, ay cómo me gusta el acento argentino, y luego le pedía que la azotara en el trasero, no tan fuerte, así, así. Ariel se sintió ridículo. Detestó los besos en la boca que ella le dio y cuando había terminado y se había arrancado el preservativo sólo pensó en escapar hacia su coche aparcado en la calle. Para entonces la chica, que se había corrido con lo que más bien parecía un ataque de hipo, no dejaba de lamentarse medio llorosa en la cama. Yo no hago esto nunca, joder, si tengo un novio en Burgos, ¿qué le digo yo ahora a José Carlos?, ¿eh?, ¿qué le digo yo ahora a José Carlos?
Ariel se perdió tratando de orientarse en las autopistas periféricas. Volvió hacia el centro de la ciudad como si le fuera imprescindible partir del kilómetro cero para encontrar el camino. En la plaza de Colón lo detuvo un control de alcoholemia. El agente se acercó a la ventanilla. Ariel bajó el cristal con su mejor sonrisa. Me perdí para salir hacia Las Rozas.
Seguro que has pimplao un poquillo, ¿no? Te dejo pasar porque hemos ganado, eh. Llamó a su compañero, ya verás, éste es muy aficionado.
Ariel les regaló un par de fotos firmadas de las que llevaba en la guantera. Luego recibió las confusas instrucciones para la salida más cercana hacia la autopista. El agente se le despidió con un hala, suerte, nosotros vamos a seguir cazando borrachos.
Se metió en la cama cuando amanecía. Tardó en dormirse. Estaba molido. Se despertó a las tres y media. Contestó los correos. Marcelo le citaba para verse en las vacaciones de Navidad, luego le decía que iba a componer una canción sobre una chica de dieciocho años que había matado a un chaval de veintiuno en una disco suburbana. Ella al parecer no quiso bailar con él, discutieron, el otro la insultó, ella se sacó una navaja de la zapatilla y lo mató. Quince años de cana. Pero lo que a Marcelo le gustaba era lo que la chica había escrito esa misma noche en su diario personal, «hoy me mandé una cagada. Apuñalé a un chabón y estoy muy asustada». Alguien tiene que escribir la gran canción de la Argentina, y tiene que nacer de cosas de ésas. Ariel le escribió, de acuerdo con ese asadito para Navidad.
Después de un rato, ya no encontró excusa para no escribir a Sylvia un mensaje.
«Hola, ¿te gustaría quedar mañana?»
La recoge a las cinco. La encuentra preciosa cuando se aproxima a la ventanilla. Es una niña, se dice. Está empezando a llover y dos chinos venden paraguas junto al semáforo. Sylvia tiene el rostro helado. Hace frío, parece justificarse al tiempo que se ruboriza. Los labios en cambio se destacan rosados en la palidez de la cara. Lleva un jersey de lana gruesa que al quitarse levanta algo la camiseta de abajo y deja ver la piel de su torso. Los vaqueros son negros. Van a un café del centro, un poco pijo, dice ella. Hay un piano que nadie toca. Nos sentamos aquí, señala ella, pero él prefiere más lejos del ventanal. Claro, dice Sylvia.
Los atiende un camarero engolado. Ella pide coca-cola, él una cerveza. Vi el partido, enhorabuena, le dice Sylvia. Él dice gracias. ¿Te estás aficionando? Culpa tuya, y ella sonríe por encima del vaso que le acaban de traer.
La otra noche me sentí pésimo, después de dejarte, comienza Ariel.
Sylvia se encoge de hombros. Él prosigue. Es un poco confuso, para mí... Un embolado, dice ella. Pero quería que hablásemos, continúa Ariel. ¿Te venía bien quedar? Cualquier cosa antes que estudiar para los exámenes, responde ella. Tengo tres esta semana. A lo mejor no te iba bien quedar hoy, insiste él, incómodo. Me iba perfecto quedar hoy.
Ariel mira alrededor. Vuelve a sentir de nuevo la extraña autoridad de ella. Logra hacerse siempre con el dominio de la conversación, él va detrás como un defensa lento. Sylvia se mete un hielo en la boca y luego lo deja de nuevo en el vaso. Se ha bebido rápido la coca-cola. Hay un momento de silencio que Sylvia se permite romper con una sonrisa.