Saber perder (43 page)

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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

BOOK: Saber perder
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Leandro aun no había logrado superar la sorpresa al escuchar a la encargada del chalet decirle, con aquella ironía casi ofensiva, Valentina ya no trabaja aquí. Tardó en reaccionar. La mujer le ofreció algo de beber, pero él no quiso tomar nada. Bueno, ya conoce a las demás chicas, ninguna le va a defraudar, ¿o es que sólo le gusta el chocolate? Leandro no estaba preparado para las bromas. Se rascó la cabeza un instante y se atrevió a preguntar ¿y a Valentina le pasó algo? ¿Qué ha ocurrido?

No era chica para este sitio, las negras no saben estar en locales así. No lo digo por racismo, pero es la pura verdad.

Después de varias preguntas que sólo obtuvieron respuestas a medias, Leandro consiguió enterarse de lo sucedido. Al parecer el día anterior uno de los últimos clientes de la noche, serían las cinco de la mañana, se había encamado con Osembe. Guando el tipo se fue no pudo encontrar su coche. Un Mercedes, para más inri, decía Mari Luz. No estaba aparcado donde lo dejó y al echar mano al bolsillo tampoco encontró las llaves, con lo cual no le fue difícil atar cabos. Volvió al chalet, y menuda nos montó, que si la negra le tenía que haber quitado las llaves, qué sé yo. Nos tuvimos que poner serios con él. A Leandro le pareció que aquélla era la manera de decir que habían tenido que avisar al tipo que vigilaba el lugar, el mismo que él había entrevisto una tarde en el portón del garaje.

Por supuesto Valentina ya había desaparecido. Seguro que aprovechó un descuido del tipo y le lanzó a alguien las llaves por la ventana, a la calle, nada más fácil. La encargada seguía explicando la rutina sin ningún dramatismo. El hombre se ponía farruco y ya le tuve que decir hala, si quiere vaya a la policía y déjese de cuentos, porque lo único bueno de este negocio es que a nadie le interesa meter a la policía por medio.

Todos tenemos demasiado que ocultar, ¿no? ¿Cómo era eso de la piedra? El que esté limpio de pecado que tire la primera, ¿no? Así que el hombre se fue, me dio pena, la verdad, porque yo sé que la negra le robó, con algún compinche, vete a saber. El caso es que ella por aquí no volverá, y mejor porque te quitas un problema de encima. Una ladrona aquí es justo lo peor que puedes tener.

Leandro trató de que aquella mujer le diera un teléfono de contacto, una dirección, algo para localizar a Osembe. Si tuviera algún teléfono tampoco se lo daría, le dijo la encargada, siga mi consejo, no se meta en líos, que bastante tiene ya. Si quiere divertirse, aquí tiene para elegir, hay chicas nuevas que ni conoce. Siéntese, tómese algo, ¿por qué obsesionarse con una si el mundo está lleno de chicas guapas?

Cuando Leandro se mostró testarudo, algo tendrá, un teléfono, un apellido, no creo que sea tan difícil, ella dio por terminada la visita. Mire, olvídese, esa chica no es trigo limpio, lo mejor que nos ha podido pasar es sacárnosla de encima. Y mientras le hablaba le empujaba hacia la puerta, como si Leandro fuera una visita plomiza de domingo. En la calle, una mujer pasó a su lado sin quitarle los ojos de encima. A Leandro le pareció que balanceaba la cabeza, como si le juzgara.

¿Por qué quería volver a ver a Osembe? ¿Qué encontraba en ella? ¿Algo que no hubiera saciado ya? Sabía bien poco, recordaba que ella le había comentado en una ocasión que vivía en Móstoles, cerca del parque Coimbra, pero aquello le sonaba a Leandro al extranjero, a la ciudad nueva.

En un largo paseo con su amigo Almendros se atrevió a preguntarle ¿tú no tenías un hijo en Móstoles? No, en Leganés, le dijo él, para el caso es lo mismo, ¿por qué? No, cosas de mi hijo, mintió Leandro, está pensando quizá en vender su piso y mudarse a otro sitio más barato. Que se lo piense, que se lo piense bien. Ya, ya le digo.

La megafonía advierte del comienzo inmediato del concierto y Leandro posa los ojos sobre el programa de mano. Dos partes divididas en una primera sobre piezas de Granados, sus valses, y una segunda con la «Kreisleriana» de Schumann y los «Momentos musicales» de Schubert. Joaquín había estado más de un año sin tocar por tendinitis crónica en la muñeca izquierda. Hacía casi diez años que no se veían en persona. La última vez fue tras una actuación de la orquesta sinfónica donde Joaquín había tocado como solista el «concierto 25» de Mozart. Leandro había envidiado la naturalidad de su jugueteo, la rotundidad de su ejecución, aunque había pensado, prefiero a Brendel. Se había sentido entonces algo avergonzado de su juicio. Le habían invitado al cóctel posterior y Joaquín estuvo afable con él, como siempre. Volvió a pedirle su número de teléfono, como había hecho las cuatro últimas veces que se habían visto, pero nunca lo llamó. En dos ocasiones más tocó en Madrid, pero Leandro no acudió a los conciertos.

Joaquín sale al escenario y los aplausos acompañan un saludo sonriente y su caminar vigoroso hasta el instrumento. Retira la falda del frac y se sienta frente al teclado. Aguarda el silencio más profundo, lo deja sostenerse roto sólo por el crujido de la madera o la última tos femenina. Aurora mira a Leandro y sonríe al verlo concentrado. El toca el reposabrazos de la silla y con la punta de los dedos roza la mano de Aurora sobre el chal. Joaquín posa los dedos sobre las teclas y la música nace ascendente desde su mano izquierda, delicada. Les da la espalda, pero Leandro acierta a ver su perfil. Tiene el pelo blanco y poblado como siempre. La espalda recta, una presencia poderosa, que se prolonga en perfecta continuación del piano. Los pies recogidos, apoyados sobre las puntas de unos zapatos relucientes con tacones grises.

Cuando la música envuelve el auditorio de madera rubia, Aurora cierra los ojos. Leandro recuerda al adolescente amigo con el que compartía la vida de diario en la calle, en sus casas abiertas. No sabe muy bien por qué le regresa la tarde en que se encerraron frente a la radio de su padre para escuchar a Horowitz tocar los «Funerailles» de Listz y luego tratar de imitar las octavas con grandes impulsos del brazo. Y en ese mismo programa sonó la «Patética» de Chaikovski. Subieron el volumen como hacían siempre cuando se quedaban solos en la casa. La música resonaba con fuerza y se oía desde la calle. Para entonces ambos habían decidido ser profesionales de la música y con apenas quince años se entregaban a ella con entusiasmo y esnobismo. Los ojos de Joaquín aquella tarde estaban inundados en lágrimas. Toca Dios, dijo con grandilocuencia.

Puede que allí residiera la gran distancia entre ambos. Leandro era incapaz de un exhibicionismo emocional así. Su amigo hablaba sin miedo en una especie de cascada, se dejaba llevar por lo que oía, lo que interpretaba. No le importaba gritar no, no, cuando algún santón de la interpretación de la época tocaba de manera diferente a como él entendía que debía atacarse una pieza. Años antes, su maestro, don Alonso, les repetía una tarde tras otra la misma corrección, no, no, la emoción no basta, la intensidad no basta, tiene que venir acompañada de la precisión, la precisión. Olvídense de la poesía, esto es sudor y ciencia. En cambio cuando apreciaba una manera de tocar fría o técnica en exceso les repetía en alemán la frase ya tópica de Beethoven, nota previa a su «Missa Solemnis», Von Herzen, moge es wieder zu Herzen gehen, deja que esto que procede del corazón llegue a tu alma.

Los errores de Joaquín eran errores enormes, pero esperanzadores. Así los definía el maestro cuando alguien le preguntaba. Leandro comenzó a sentir que entre ellos se abría un abismo, el mismo que hay entre quien toca como los ángeles y quien interpreta una partitura con corrección. Los profesores a los que acudieron en el conservatorio apenas corregían a Leandro, en cambio, dedicaban minutos de torrencial explicación a ganarse a Joaquín con sus críticas. Sabían que era un reto dirigir esas condiciones espectaculares, fuera de lo ordinario. Muchas veces Leandro se sorprendió al pensar qué injusto, soy yo el que ha peleado por tocar, el que viene de abajo, el que muchas tardes de la infancia insistió para no dejarlo y el triunfo será de él, como si eso rompiera una lógica de justicia poética. Para Joaquín la vida era fácil, llena de satisfacciones, acomodada. Pronto Leandro se colocó de copista y entregaba el sueldo mísero a su madre, Joaquín no tenía esa necesidad.

Él lo invitaba a escuchar discos de Bach, le pagaba la entrada a los conciertos, la copa en los bares, le incluía en planes y salidas que Leandro no podía costearse. Joaquín era el único que se permitía el descaro de levantarse en mitad de un concierto y cruzar la fila de público sentado mientras murmuraba yo puedo soportarlo, pero no Beethoven. Luego llegó París y la distancia. La aparición de Aurora para llenar la orfandad de sus horas libres. El lento goteo del amigo que se transformaba en alguien ajeno. Ya soy más francés que los franceses, le decía Joaquín cuando volvía a Madrid y se mofaba del provincianismo beato de su ciudad de origen. Yo he elegido París, los que nacen allí no tienen que esforzarse, pero yo sí, yo quiero dejar de' ser lo que era antes de llegar allí.

Cuando murieron sus padres las visitas de Joaquín se espaciaron. A espaldas de Leandro le preguntaba a Aurora si necesitaban algo cuando ya era evidente su éxito internacional. En Austria le dieron la medalla Hans von Bülow a mitad de los sesenta. Leandro nunca sintió celos, le satisfacía haber compartido la ascensión de alguien dotado, vivió con agrado su triunfo y jamás pensó que le usurpara algo. Leandro defendía a Joaquín si en la conversación entre músicos alguien cometía la habitual injusticia de desacreditarle, casi siempre por cercano, por ser de aquí.

Pero dejó de escribirle, de mantenerle al corriente de su vida, y aunque hasta muchos años después no se extinguirían del todo los lazos que les unían, en los años sesenta la brecha entre uno y otro era tal que hasta Leandro comenzó a ocultar en las conversaciones que lo conocía. Muchas veces, como ahora, su presencia en algún concierto de Joaquín se debía a la insistencia de Aurora. No ha tenido tiempo de llamarte, tienes que ser tú el que se acerque a él, no juzgues su falta de noticias como una falta de cariño.

Pero llegó el día en que Leandro se reconocía como un espectador más de aquel hombre subido al escenario.

Una vez sus manos se habían posado juntas sobre el viejo piano Pleyel. El mismo piano que Leandro compró al padre de Joaquín para llevar a su casa cuando ya nadie lo tocaba, me hace ilusión que lo heredes tú, le había dicho. Las manos de Joaquín aún eran capaces de recorrer una partitura para ofrecer el goce de un auditorio, poseían la complexión y la fuerza, reforzadas de seguro sus yemas con pegamento o tiritas. Las de Leandro se habían domesticado para ser el correcto instrumento de trabajo de un profesor de academia. Durante años Leandro pensó que su amigo le creía herido por el zarpazo del fracaso, por la injusticia del arte, y se esforzaba para mostrarle que no era así. Hasta que un día descubrió que su amigo no pensaba en él, no reparaba en él, no sufría por él. Es más, puede que hasta hubiera olvidado que Leandro también se dedicaba al piano. No caía en la cuenta, desde luego, de que compartieran oficio.

En el descanso Aurora quiere beber agua y Leandro sale con ella hacia el bar. La acomodadora le pregunta si todo está bien y en el vestíbulo un muchacho sale a su encuentro. Es Luis, su antiguo alumno. Su último alumno. Hola. El chico saluda a los dos, sin insistir demasiado con la mirada en la silla de Aurora. A Leandro siempre le ha irritado la imagen de chico perfecto de Luis. Discreto en el vestir, sus maneras siempre correctas, la forma de hablar pausada. Alguna vez le advirtió que la música tenía que asumirse como algo superior, no como una acompañante, sino como una diosa a la que venerar. Pero el chico siempre se escudaba en su confesada falta de ambición. Yo ya sé que no voy a llegar muy lejos, pero quiero tocar lo mejor que pueda. Era un alumno aplicado que avanzaba a su ritmo. Leandro sabía que quería estudiar una carrera universitaria y no hacer de la música su profesión, así que no le sorprendió que zanjara las clases. ¿Les está gustando?, acierta a preguntar el chico. Sí, sí, claro, responde Leandro. Muchísimo, dice Aurora. Bueno, luego los veo, dice Luis antes de alejarse.

Leandro tiende el vaso de agua a Aurora y él bebe deprisa una copa de vino. El sabor áspero le sienta bien, le anima. El tono de las conversaciones se ha ido elevando poco a poco y ahora resuena en los pasillos. Leandro se pregunta si Joaquín aún conservará la manía de lavarse las manos en los descansos con agua tibia y tumbarse descalzo sobre el duro suelo con las piernas elevadas sobre el asiento de una silla en perfecto ángulo recto. Su mujer le preparará un té del que beberá apenas dos sorbos antes de volver a escena. Aurora le tiende el vaso casi vacío. ¿Quieres más? No, no. Leandro apura el vino.

Cuando la cabeza de ambos se coloca a la misma altura, de nuevo en sus asientos, Aurora le pregunta ¿a ti también te gusta Schumann? ¿A quién no le gusta? Lo que va a tocar es magistral, pero era un hombre que sufrió desde muy joven, un torturado, que se dice ahora. Ella asiente como si quisiera que la clase no terminara nunca. ¿Te acuerdas que vimos aquella película alemana sobre su vida, cuando éramos novios, Traümerei?

La segunda parte del concierto es veloz, pasa deprisa. Joaquín interpreta la «Kreisleriana» sin usar apenas el pedal, combina los movimientos pares más desbocados y violentos con los impares, que toca casi angustiosamente lentos. Si alguien tose durante alguno de ellos, no se ahorra un gesto reprobatorio. Pronto las gotas de sudor comienzan a resbalar por su frente. Usa por primera vez una toalla cercana. Al terminar, el público, puesto en pie, reclama otra pieza y él se sienta y toca con profundidad, se deja enredar en las armonías más desasosegantes de la «Fantasía y fuga para órgano en Sol menor» de Bach. La atmósfera sombría es muy del agrado del público, que se deja transportar. Lo serio es siempre más valorado, piensa Leandro, que encuentra previsible el acercamiento. Sin embargo, todos sonríen como si fuera un guiño superficial cuando Joaquín elige para cerrar su actuación una canción de Jerome Kern cuyo swing borda en una improvisación jazzística. El nuevo clima contribuye a una despedida bulliciosa en la que Joaquín ofrece varias versiones de la inclinación agradecida de cabeza. El aplauso tiene una resonancia metálica. Leandro mira a Aurora, que también sonríe mientras aplaude apenas sin fuerza.

Cuando el público comienza a salir, Leandro levanta el freno de la silla de Aurora. ¿Irás a saludarlo?, le pregunta ella. No, no, Lorenzo nos está esperando en casa. A él le da igual, vamos, no puedes irte sin entrar a saludar. Leandro cambia el gesto y algo inquieto, mira alrededor. Al cruzarse con la acomodadora le pregunta, ¿para entrar a saludar? No sé si se podrá, acérquense a aquella puerta. Le señala una puerta flanqueada por dos o tres empleados. Leandro no tiene ganas de atravesar el filtro, de dar explicaciones. Luis se acerca a ellos cuando el patio de butacas ha quedado casi vacío. Quería preguntarle una cosa, parece que el curso no me va a dar demasiados problemas y estoy pensando en volver a dar clases y no sé si usted...

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