Lorenzo espera a su padre junto a la puerta. Yo me quedo con ella, no hay prisa, como si no quieren volver hasta la tarde, les ha dicho Benita. Aurora duerme. Ha saludado a su hijo sin palabras, con una caricia de la mano. Está caliente, aunque sus mejillas carecen de color. Lorenzo le recoloca la almohada y le acaricia el pelo. Ha perdido mucho peso. Le propone a su padre, ¿podemos salir a dar un paseo? No quiere decirle más, pese al tono de grave preocupación.
La primera señal fue la herida en la cara de su padre. Me caí de la forma más tonta, le dijo a Lorenzo. Tenía un corte junto a la ceja. No quise decirte nada para no preocuparte, debí de resbalar en el hielo de la acera. ¿Te ha visto un médico? Sí, sí, no hay nada roto. ¿Cuándo fue, después de que se marchara Sylvia? No, esa noche, al volver de la cena. No le dije nada para que se fuera tranquila a la estación. Sylvia se había ido a pasar el fin de semana con Pilar. Tu madre se asustó al verme, pero no es nada, insistió Leandro.
El lunes Lorenzo trabajó con Wilson desde temprano. Un viaje al aeropuerto y el traslado de una nevera vieja y un sofá entre casas de ecuatorianos. Esa noche recibió una llamada de Jacqueline. Ella se presentó, soy la mujer de Joaquín, no sé si le recuerdas. Claro, dijo Lorenzo, pero no pudo disimular la sorpresa. Quedaron en verse a la mañana siguiente, es importante, referente a tu padre, le dijo ella con marcado acento francés.
Leandro se ha puesto el abrigo que cuelga del perchero y sale de la casa tras Lorenzo. Bajan las escaleras y no se dicen nada hasta la calle.
Vamos por aquí, hacia el parque, indica Lorenzo. No, está muy sucio, hay unos bancos en la plaza. Los chavales suelen juntarse en el parque los fines de semana y hasta el martes o el miércoles no recupera su aspecto habitual, sino que aparece sembrado de botellas y vasos de plástico, colillas de cigarrillo. Lorenzo no sabe muy bien por dónde comenzar. Esa misma mañana ha acudido a la cita con Jacqueline en un piso cerca de Recoletos. Ella le ha hecho pasar y sin apenas decirle una palabra le ha mostrado el salón del apartamento. El piano acuchillado, todo revuelto, los sofás destripados, las cortinas caídas en el suelo. Llegué ayer tarde de París, me llamó el portero, por supuesto hoy he dormido en un hotel. Lorenzo sólo pudo poner una enorme cara de extrañeza. No se atrevió a preguntar ¿por qué me enseña todo esto? Intuyó que nada bueno podía esperar del gesto de rencor marcado en los labios de la mujer. Joaquín ha preferido no venir, mejor, se ahorra esta visión, aunque es el culpable de todo.
Lorenzo recuerda a Joaquín. De niño le veía a menudo cuando volvía de París y era siempre un suceso mítico. Una visita intermitente, pero celebrada. Cuando hizo la primera comunión le envió de regalo una bicicleta belga con freno de contrapedal que fue única en el barrio. Ha sido Joaquín el que me ha pedido que hablara con usted, no con su padre. ¿Con mi padre? Jacqueline levantó la vista y clavó sus ojos claros en los ojos de Lorenzo. ¿A qué se debe todo esto? ¿Es un rapto de locura, Leandro se ha dejado llevar por la envidia? ¿Por qué hacer algo así?
Ella le contó lo que sabía por Joaquín. Le había pedido prestado el piso para llevar a una mujer el viernes por la noche. Luego, el lunes por la mañana, el portero, Casiano, un hombre de toda confianza, había recuperado las llaves del buzón, tal y como habían quedado, y había subido a echar un ojo al apartamento, por simple precaución. Tal y como lo ves, así lo encontró. Alguien tendrá que hacerse cargo de este desastre, claro está.
Mire, todo esto me pilla un poco de sorpresa. Deje que hable con mi padre y no se preocupe, todo esto tendrá una explicación.
No quiero explicaciones, no me interesan, sólo quiero que alguien se haga cargo de los gastos de reparación, de que todo vuelva a quedar tal y como estaba. Aparte de lo que ve falta ropa, se han roto cosas.
El acento francés, con esas imposibles erres, invitaba a reír, pero Lorenzo no lo hizo. Quizá contenerse le provocara un mayor resentimiento hacia la señora a medida que hablaba. Se limitó a asentir, tomar nota de su teléfono y marcharse sin mostrarse siquiera impresionado. Aún le daba vueltas a la idea de su padre en el apartamento prestado en mitad de una cita amorosa. ¿Se había vuelto loco?
Cuando Lorenzo escucha a su padre tiene la sensación de que todo lo que cuenta es una gran mentira. No puede creerlo. Caminan por la calle y detienen el paso en alguna frase, pero sin mirarse a los ojos continúan un camino incierto. Leandro ha adoptado un tono neutro, habla de forma liberadora, sin dramatismo. Le habla de Osembe sin nombrarla, se refiere a ella como una prostituta cualquiera, llamada por un anuncio del periódico. Había pensado en utilizar el piso de Joaquín para el encuentro, entiéndelo, no sé, fue una idea estúpida, y entonces sucedió todo muy deprisa, de un modo inesperado. Supongo que se aprovecharon de mí y yo fui absolutamente inconsciente del riesgo que corría.
Vamos a ver, papá, te golpearon, te asaltaron, pudieron haberte matado, hay que poner una denuncia.
Leandro niega con la cabeza. Lo hace con insistencia, sin decir nada, como si quisiera rechazar la idea a base de cabezadas. No podemos hacer nada. Dime a cuánto ascienden los gastos y yo los pagaré.
Lorenzo entiende el silencio de su padre. Lo reconoce como una víctima. Lo imagina golpeado, vejado, ridiculizado en aquel piso. Esa imagen es más poderosa que la de su padre como mero cliente de los servicios de una prostituta, mientras su mujer se muere poco a poco en la cama.
Bueno, hablaré con la francesa y lo arreglaré todo.
¿Volvemos a casa?, pregunta Leandro. Lorenzo siente piedad por ese hombre al que de niño temía por su rigor, sus convicciones firmes, al que luego ignoró y más tarde aprendió a respetar. Su padre empequeñecido avanza por el pasillo y Lorenzo lo ve entrar en su cuarto. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Si pudiéramos exponer a la luz las miserias de las personas, los errores, las torpezas, los crímenes, nos encontraríamos con la penuria más absoluta, la verdadera indignidad. Por suerte, piensa Lorenzo, cada uno llevamos nuestra secreta derrota bien adentro, lo más lejos posible de la mirada de los demás. Por eso no ha querido escarbar demasiado en la herida de su padre, conocer los detalles, humillarle más de lo que ya le debía de humillar sincerarse con su hijo.
De la cocina llega el olor intenso a fritura de patatas y cebollas que serán quizá una tortilla. ¿Te quedas a comer?, pregunta el padre. Comprende lo duro que puede ser para un padre mostrar a su hijo la cara más lamentable, más vergonzosa. No se concibe que los hijos juzguen a los padres, les deben demasiado. Lorenzo querría consolarlo, mostrarle que él es peor aún, papá tendrías que verme, saber lo que he hecho.
Lorenzo dice no, tengo trabajo y luego roza el codo de su padre. No te preocupes por nada, le susurra, yo me ocupo de todo, tú encárgate de que mamá esté a gusto, ¿vale?
Ahora sólo tienes que ocuparte de eso.
Ariel sostiene las fotos ante los ojos con la impresión de no ser él. No es él el de las fotos ni es él el que se sienta en el despacho del club en otra conversación que nunca imaginó, que nunca creyó que llegaría. Sin embargo en las fotos reconoce a Sylvia y la encuentra bella, juvenil y exultante. Su mismo pelo rizado, su misma risa expansiva, su manera alegre de colgarse a su cuello. La ve en Múnich, bajo la nieve, cogidos de la mano, también en Madrid mientras se besan en la calle. Son fotos ajenas, sucias, sin ninguna belleza. Son fotos robadas de instantes que no contienen el valor del momento, sólo son pruebas de no se sabe qué delito.
Puede que a la gente le moleste saber que la chica es menor, ya sabes que a todo el mundo le sale el moralista cuando se trata de juzgar a los demás. Ariel levanta los ojos hacia el director deportivo. También está el gerente, un tipo al que apenas conoce, con el pelo cano, la corbata azul celeste y un gesto ausente, como si sólo los números le emocionaran, no las pasiones humanas. Está a punto de responder a Pujalte, de nombrar la palabra chantaje, pero no lo hace. Prefiere callar. A su lado está el joven representante que han elegido para negociar con el club. Pensaba que le liberaría de asistir a las incómodas reuniones, pero esa misma mañana le telefoneó alarmado, creo que será mejor que vengas conmigo. Ayer los periodistas buscaron a Ariel con sus micrófonos y sus cámaras a la salida del entrenamiento. Bajó la ventanilla del coche y contestó a sus preguntas un instante, había filtraciones sobre su posible cesión a otro equipo. Estoy comprometido con este club y su afición, así que lo voy a dar todo. El fútbol se decide en el campo, no en los despachos. Un poco de tiempo y demostraré que nadie se equivocó al traerme aquí.
Palabras que todos los días llenan la información deportiva, tan saturada de declaraciones sensacionales, emotivas, pasionales, que ya nadie les da importancia. Las frases contundentes son ceniza al día siguiente. Ingenuo, le dijo Ronco, por más que te empeñes en jugar el papel de chico bueno no eres más que un ingenuo. Ariel le dijo que en pocos días estaría listo para volver a la competición y que pensaba defenderse en el campo. Esa mañana, tras sus declaraciones, en una tertulia deportiva de la radio alguien defendió al jugador, pero si es el mejor del equipo, no debe irse, que se vayan todos los demás.
Pero en un periódico deportivo de Barcelona un articulista dejaba caer el rumor de que la nacionalidad italiana de Ariel estaba en entredicho, junto a algunas otras, y que la fiscalía de ese país estaba indagando en el asunto. De ser cierta la trampa, dejaría de ocupar plaza de jugador comunitario y su salida del equipo sería irremisible. Nadie está contento con el rendimiento de un jugador del que se esperaba mucho más. Uno tras otro, el club sabía lanzarle los machetazos directos para que obedeciera la consigna. Aceptar lo que ellos dispongan. En la página de internet de un diario argentino ya se hablaba del escándalo de los pasaportes truchos, como llamaban a las partidas de nacimiento falseadas para hacer pasar por originarios de Europa a jugadores argentinos. El nombre de Ariel aparecía en una lista con cuatro o cinco nombres destacados.
Ahora le habían obligado a sentarse en esa mesa para contemplar la última, quizá no última, escenificación del verdadero poder.
Como comprenderás, a nadie le interesa que esto siga esta deriva, decía Pujalte. Por tu lado hay muchas cosas que ocultar, más que por el nuestro. No hace falta que te recuerde la salida de tu hermano. Creo que en todo, y digo en todo, tuviste al equipo a tu lado. Estas son unas fotos inocentes, nos las ha traído una agencia que quiere que las tengamos nosotros, tienes suerte de que deseen conservar una buena relación con el club, que nos antepongan a sus intereses informativos. Esto pasa todos los días. El año pasado tuvimos aquí delante unas fotos pornográficas de uno de tus compañeros, una chica las quería vender. Qué hizo la revista, las compró para nosotros. Bueno, saben que nos necesitamos mutuamente. Sin nuestro paraguas, los jugadores seríais piezas de caza, como perdices en el campo, y a quién le importa una perdiz más o menos en el zurrón. Nosotros somos los únicos que os protegemos.
El director deportivo hablaba cruzando y descruzando los dedos. Ariel abrió con lentitud la botella de agua. Bebió un trago. Pujalte prosiguió sin permitir en ningún momento que los ojos de Ariel se encontraran con los suyos.
El asunto es el siguiente, tú estás intentando ponerte a los aficionados de tu parte. Los directivos somos los malos, los jugadores sois los buenos.
Yo sólo he dicho que quiero quedarme aquí, lo mismo que les dije a ustedes.
Mira, si tu pase italiano finalmente queda anulado, todo se complica más.
Y te voy a decir una cosa, con mover un dedo, pasarías a perder tu condición de comunitario, entonces olvídate de encontrar equipo con facilidad. Eso también va contra nosotros, pero si crees que nos importa una mierda. Si es lo que quieres, ya te dije que la prensa sólo sirve para enfangarlo todo.
Ariel tiene ganas de levantarse y abandonar ese cuarto donde las paredes están adornadas con gestas deportivas de jugadores míticos en el club. El gerente apenas ha dicho nada, ha recogido las fotos de la mesa y las ha guardado en su carpeta. El joven agente de Ariel trata de rebajar el tono de la reunión. Nosotros somos partidarios de una venta, no una cesión. Perfecto, le corta Pujalte, ponnos delante a algún gilipollas que pague la cláusula de rescisión, no vamos a regalar un jugador. Podemos negociar. Es lo que queríamos desde el primer día, ayudar a una salida elegante.
Ariel recuerda a Pujalte el día que le tendió la camiseta del club para posar en la rueda de prensa con el anuncio de su fichaje. En pocos meses la relación ha variado. Pero Ariel hace mal en juzgarlo y lo sabe. Cada uno juega su papel, a buen seguro Pujalte sólo está intentando salvar su culo y su salario tras un mal año. Lo mismo que hoy resulta odioso, podría ser encantador si las cosas hubieran salido bien.
Deja que hablemos nosotros con tu agente, desentiéndete del asunto. Aún tienes algunos partidos por delante, nos jugamos mucho y es en lo que deberías estar concentrado. Te voy a decir algo, es en lo que tendrías que haber estado concentrado desde el primer día.
Ariel no responde. El director deportivo le habla de la posibilidad de marchar a las ligas italiana, francesa, inglesa. Ariel le pregunta, ¿por qué no a otro equipo español?, y él le responde, a nadie le gusta reforzar a los rivales con jugadores que son tuyos, no sé por qué siempre se motivan de manera especial el día que se enfrentan contra ti. La gente no entiende una cesión así.
Ariel se queda con ganas de preguntarle si la posibilidad de volver a Buenos Aires entra en sus planes, pero prefiere dejarlo todo en manos de su agente y de Charlie. Sabe que en Argentina nadie podrá pagar el precio de su ficha. Se ve en Rusia, en el equipo de algún millonario turbio, como tantos otros.
Lleva algunos días sin ver a Sylvia. El fin de semana ella se marchó a ver a su madre. El día anterior él viajó a La Coruña para el cumpleaños de un amigo argentino. Allá se juntaron jugadores de todo el país. En esos días había tenido tiempo para pensar en su relación, de nuevo distanciarse.
En el hall del hotel en las afueras de la ciudad se encontraron algunos de ellos, muchos argentinos esparcidos por equipos del país, tres incluso viajaron desde Italia. Los recogió un autobús allí mismo para llevarlos a una casa en el campo. Algunos no se conocían, pero todos compartían amigos comunes. A muchos los había conocido en el campo, había charlado con ellos camino de los vestuarios en el descanso o al final del partido, con otros había compartido una charla breve a la puerta de los vestuarios después de la ducha. Rápido se creó una camaradería algo escolar.