Ariel se interesó por las fotos a través de Arturo Caspe. No pensarás que yo tuve algo que ver, el representante hablaba engolado. Esas chicas son modelos y siempre hay prensa detrás de ellas. Ser famoso tiene estas cosas. Y a ti no te va a perjudicar, a los aficionados al fútbol les gusta que sus jugadores sean unos conquistadores, viriles. Ariel no tenía ganas de discutir ni prolongar demasiado la llamada. Quiero que me digas para qué agencia trabaja el fotógrafo, nada más, se limitó a decirle. A la media hora, Caspe llamó para darle un nombre. En el coche, antes de que Ronco subiera a la oficina de la agencia, Ariel le firmó un cheque en blanco. Estás loco, con esto podría fugarme a vivir al Brasil.
¿Por qué lo hacía? Las fotos no le comprometían en nada. No les iban a perjudicar ni a él ni a Reyes. Pero no quería que en esas fechas, con la negociación de su futuro abierto, el club utilizara sus salidas nocturnas contra él. Lo hacían contra los futbolistas siempre que las cosas iban mal. La misma fiesta de La Co-ruña, tras dos partidos del equipo local perdidos, fue usada por el presidente del club para dar a entender que los jugadores no se tomaban en serio el final de la competición y el propio directivo que organizó el desembarco de las chicas lo filtró a un locutor de radio al que debía un favor. Y luego, más profundo, esto no se lo confesaba a Ronco, estaba Sylvia. Ariel no quería que aquel asunto los envenenara. Primero la estúpida que salió en la tele para presumir de sus polvos con futbolistas. Hasta en el equipo le hicieron bromas. Ronco le dijo los guapos no os podéis permitir líos con esa morralla, tenéis que subir el listón, es una obligación moral y estética para con el mundo. También Sylvia se había enterado de la actuación de Marcelo en Madrid y le preguntó ¿fuiste? Sí, pero con amigos argentinos, le dijo Ariel, y ella se molestó porque no le hubiera invitado. Pensé que no te gustaba. Si me lo has metido con embudo, lo pones a todas horas. Una vez más él ensuciaba lo que en ella era limpio, sin dobleces.
Ronco tardaba en bajar de la agencia. Le había explicado cómo funcionaban. Aparte de fotos profesionales gestionaban las de novios y novias enfrentados, aprovechados. Era rara la semana en la que no aparecía un tipo para negociar sobre unas fotos de una modelo, una actriz, una presentadora desnuda en una playa o en la terraza de casa, o metiéndose el cepillo de dientes por el coño, ese ejemplo le había puesto Ronco, fotos tomadas en la intimidad de una relación que semanas, meses o años después sólo sirven para trampear algo de dinero y ensuciar la reputación de quien te abandonó o dejó de ser tu pareja. Ronco le contó, cuando se casó el Príncipe, las agencias echaban fuego para hacerse con las fotos que les llegaban de antiguos compañeros de clase, ex novios de la chica, te vendían sus historiales médicos, la ficha del ginecólogo, los trabajos escolares y hasta apareció un pintor que vendía cuadros para los que ella había posado desnuda. Luego con eso se negocia, se intercambian favores. Este país engulle cientos de cotilleos a diario. Como todos, le corrigió Ariel, ¿pensás que el mío es mejor?
Cuando aparece después de una larga negociación y sale del portal y se sube al coche de Ariel, Ronco tiene ganas de broma. Yo me esperaba algo erótico, caliente, un escándalo en toda regla. Sexo salvaje, orgías, animales por medio. Hasta el tipo de la agencia estaba sorprendido. ¿Quieres sacar de la circulación unas fotos de mierda con dos chicos guapos dentro de un taxi? ¿Qué pasa? ¿Que ella ha cazado a un millonario y no quiere que las fotos se lo jodan? ¿O que él ha dado el braguetazo con la hija del presidente y esto le puede costar la carrera?, eso me ha preguntado el tipo de la agencia y, la verdad, no sabía qué contestarle. Ariel no dice nada, se limita a escucharle con una sonrisa en ciernes. ¿Me lo vas a contar, me vas a decir qué cojones pasa y por qué hemos tenido que soltarle dos mil euros a estos hijos de perra?
Mejor te presento a Sylvia, le dice Ariel. Y arranca el coche.
No le digas nada a ella de todo esto, le advierte Ariel más tarde. Van camino de su casa para recogerla. Pero en ese instante Ariel recibe un mensaje de Sylvia. «Mi abuela está en el hospital, me reúno contigo en dos horas.» Cambio de planes, anuncia Ariel, tenemos dos horas libres. Bueno, después de tratar con esas mofetas de la agencia el cuerpo me pide alcohol y comisaría. ¿Qué te apetece? Ronco guía a Ariel hacia un lugar donde sostiene que se sirven los mejores gin tonics de la ciudad. Todo un arte. ¿Ginebra a las cinco de la tarde? ¿Se te ocurre una hora mejor?, le dice Ronco.
Le conduce hasta un lugar cerca de la Castellana. Es un local decadente, las paredes vestidas de entelado granate y una barra semivacía. Alguna mujer en las mesas del fondo. Es un sitio para citas, un clásico. Ronco saluda al camarero con familiaridad y van a sentarse a una mesa. Esto es lo que se conoce como un piano bar. Aquí me citó un centrocampista asturiano que jugaba en tu equipo al que hice una de mis primeras entrevistas mientras se morreaba con una señora que no era su señora. Eran otros tiempos, yo estaba empezando, él terminando. Salió una entrevista estupenda que nunca me publicaron.
Ariel y Ronco hablan frente a la copa. La rodaja de limón flota entre los hielos y las diminutas burbujas de la tónica. Ariel ha vuelto a los entrenamientos esa mañana. Con Requero, el entrenador, apenas intercambia monosílabos. No pensé que esto fuera tan complicado, le confiesa a su amigo. Aquí ganarte a la grada es cuestión de un detalle, a veces de un azar, le explica Ronco. Hay mediocres a los que han querido a morir y genios a los que no entendieron jamás. Luego gusta mucho el populista, el que corre con el alma hacia un balón inalcanzable, el que pide al público que anime, el que abronca a sus compañeros cuando van perdiendo. Habría que sancionar a los que más suden en los partidos. El sudor está sobrevalorado. Aparte te diré una cosa, en Madrid nunca han triunfado los jugadores extranjeros de ojos claros. No, éste es un deporte de desconfiados y la gente siempre sospecha de unos ojos claros. Aquí partir piernas está mejor mirado que gambetear. Y en el periodismo pasa igual, quieren rompepiernas. La gente cree que el periodista que insulta es más libre, más independiente, pero no ven que siempre insultan al que no tiene poder. Escupen hacia abajo. Te juro que tardarías veinte temporadas en empezar a comprender lo demente que es todo por aquí. Allá es igual, haceme caso. En todas partes es igual.
Sí, puede que tengas razón. ¿Sabes cuál es tu problema, Ariel? Que piensas. Piensas demasiado. Y un futbolista no puede pensar. Un futbolista no puede tener mundo interior, cojones. Eso le destroza. Te machaca, te paraliza. Ya pensarás cuando te retires, coño. No le des vueltas, juega. Limítate a jugar y a ver dónde cojones te lleva la riada. ¿Pedimos otro gin tonic?
Ariel le habla de Sylvia. He estado tratando de no enamorarme de esa chica desde que la conocí. Quizá el alcohol o la mirada apasionada de Ariel cuando habla de ella estimulan a Ronco a confesar. ¿Tú sabes que yo sólo estuve un año en la universidad? Luego me coloqué de prácticas y lo mandé todo a tomar por culo para disgusto de mi madre. Allí conocí a una chica. La tía era bien especial, escribía poesía. Te haces idea, ¿no? Pero era guapa, no sabes cómo. Habíamos nacido el uno para no cruzarse jamás con el otro. En aquella época a mí me gustaban los Who, me había visto Quadrophenia ciento tres veces y llevaba unas patillas como las patas de esta mesa, pero me enamoré de ella como un cretino. Ronco hace una pausa, una pausa tan larga que Ariel llega a dudar si ha terminado de contar, por eso pregunta ¿y? Salimos juntos, un mes o así. Luego lo dejamos. Puede que fuéramos demasiado jóvenes, no sé, o fue culpa de esa sensación absurda de que si encuentras a la mujer de tu vida con veinte años lo mejor es huir. A alguien así hay que encontrarlo a los cuarenta, y aun así me parece pronto. A los sesenta. Hace dos años me la encontré por la calle. Tiene un crío, está casada, lleva la prensa en no sé qué ministerio de esas cosas gilipollas a las que se dedican los políticos, no sé si Justicia o Exteriores. Fue curioso porque le pregunté ¿aún escribes poesía? Y se puso roja como un tomate. Me quedé supercortado, porque no quería hablar de ello, ¿te lo puedes creer?
Bueno, eran unas poesías horrorosas, claro, como todas las poesías.
No seas atorrante, ¿cómo podés decir eso?
Si es la verdad, cuando te has currado la Tercera Regional y los putos campos de fútbol de toda España, después de conocer a la gente de verdad que hay ahí fuera, te juro que me ponen a Lorca o a Bécquer delante o a Machado, yo qué sé qué les diría. Imagínate que salieran a recitar sus obras maestras en mitad de un campo de fútbol, ¿cuánto tardaría la gente en saltar a pisotearles las visceras? No, hombre, no, la poesía es una mentira que nos hemos inventado para hacernos creer que a ratos podemos ser tiernos y civilizados. Bueno, pues en el momento en que la tipa se ruborizó, me di cuenta de que yo conocía su secreto, más que eso, que estuvo de verdad tan enamorada de mí como yo de ella, cosa que siempre dudé, aunque una vez me escribió una poesía.
¿A ti? ¿Te dedicó una poesía?
¿Tan raro te parece? Hay gente que le ha dedicado poesías a una vaca ciega o a Stalin. Pues sí, a mí. Y me la sé de memoria todavía. ¿Quieres escucharla? Ariel afirmó con la cabeza, entusiasta. Ronco comenzó a recitar con pausas sentidas: «No eres guapo, no eres perfecto, y esos pelos rojos, qué hacer con ellos, te asusta pensar, te asusta acariciar, prefieres que te llamen imbécil a que te digan te quiero, por eso ahora te escribo: eres imbécil, eres imbécil, amor mío, eres imbécil.» ¿No te parece la declaración de amor más bonita que has oído en tu vida?
Ariel rompió a reír a carcajadas, sobre todo por la trascendencia con que Ronco le había recitado los versos. La tipa te conocía bien, sos un imbécil. No lo has entendido, «prefieres que te llamen imbécil a que te digan te quiero», y ella me dice te quiero llamándome imbécil, qué incultura.
Ariel no podía parar de reír. Hace un rato no hubiera pensado que alguien fuera capaz de hacerle olvidar el momento que vivía. Ahora se limpiaba las lágrimas con una servilleta de papel mientras Ronco insistía, pedazo de animal, imbécil quiere decir amor mío en el poema, no es literal, es una metáfora o lo que sea... ¿Tú sabes lo que es una metáfora? Claro, ¿cómo va a saber un puto futbolista lo que es una metáfora?
Recogen a Sylvia en la puerta lateral del hospital. Se saluda con Ronco, que la obliga a instalarse en el asiento de atrás. Perdona, pero yo en ese agujero no me meto, no me caben las piernas, se excusa Ronco. Además los coches deportivos siempre me han dado asco. A mí también, dice ella. Lo voy a cambiar, os lo juro, lo voy a cambiar, dice Ariel.
Ronco ha elegido un restaurante. Para llegar a él hay que salir de Madrid. Atravesar un páramo repleto de oficinas, centros comerciales y nudos de autopista. Está lejos, pero es cojonudo, y allí no nos encontraremos con nadie.
Es un restaurante gallego, la mujer del dueño sale de la cocina a besar a Ronco y decirle mi niño, mi niño, qué delgado estás. Que este restaurante siga abierto, les explica cuando acaban de sentarse, es la clave de que este país no se haya vuelto una mierda completa. Ahora veréis qué sabor tienen las cosas, acojonante.
Ronco se retira al baño. Por el camino les muestra un pedazo de pan de hogaza colocado en su cesta de mimbre en una mesa vacía, mirad, mirad qué pan, por favor, aún nos queda algo auténtico en este mundo. Ariel ha rozado la mano de Sylvia. ¿Cómo está tu abuela? Fatal. Sylvia se queda en silencio. Si quieres dejamos lo del viaje, propone él. ¿Has pensado algo?, pregunta ella. Ariel asiente con una sonrisa, los hombres enamorados somos así. Sylvia le mira a los ojos. Estáis borrachos los dos.
Ronco sale del baño y vuelve hasta la mesa. Sylvia, cuando este fracasado de mierda juegue en la Tercera División de Siberia, por favor, no dejes de llamarme para salir, eh, no dejes de llamarme.
Quizá lo haga.
Venecia está teñida del color siena de sus casas. Hay poco que hacer más que mirarla, dice Sylvia. Fascinarse porque alguien pueda vivir allí.
Se han sentado en una plaza empedrada. Han entrado en una tienda de pulseras y collares hechos a mano. Hay dos gatos tumbados bajo un magnolio. Durante el paseo en góndola, de noche, él la ha abrazado. Sylvia ha escondido su cabeza en el hombro de él. Sonaba la música de una casa cercana. Desde los canales ven los techos de los apartamentos habitados, se cruzan con turistas de postal, escuchan el silbido de los gondoleros antes de tomar las curvas. Sylvia siente la mano de Ariel todo el paseo posada en su hombro. Le costará olvidarlo. Al pasar bajo un puente un grupo de españoles ha reconocido a Ariel y han empezado a tirarle fotos y gritar. Somos los mejores, oé, oé. El gondolero los ha liberado del asalto tras virar en el canal.
Han visitado un museo de pintura y han mirado los escaparates con ropa de marcas de lujo. Han comido un helado en la plaza San Marcos, han mirado a los niños que abren los brazos y dejan que las palomas los cubran al posarse. La noche pasada tomaron la última copa en el Harry’s Bar y Ariel no le permitió mirar la cuenta. Te deprimirías. Sobre la mesa, Ariel le entregó un regalo, ella lo desenvolvió. Dentro de un pequeño estuche hay dos collares. ¿Es oro? Él asintió. Estás loco. Son dos pequeñas cadenitas que sujetan cada una la mitad desgajada de un balón de fútbol. Al unirlas se forma el balón completo. Es sólo un niño, pensó Sylvia. Es precioso, dijo. Me lo hizo un joyero de Rosario, ha tardado un huevo. Sylvia sonrió, le divertía cuando usaba expresiones españolas, sonaban raras en su boca. Sylvia le colgó su collar a Ariel y él la ayudó con el cierre del suyo. Duermen en un hotel en la isla del Lido, pero dan un paseo hasta encontrar un taxista viejo que les ofrece de beber de una botella de vodka mientras conduce la lancha. Al despertar, tras descorrer las cortinas ven el mar, con las casetas de alquiler sobre la playa.
Ariel recogió a Sylvia en la esquina de casa, fueron hasta el aeropuerto.
En el mostrador de embarque ella leyó Venecia y ése fue el final del secreto. No me lo puedo creer. Me convencieron en la agencia de viajes, a mí me parecía un poco cursi. ¿Cursi? Tú no tienes ni idea. Embarcaron juntos. ¿En este vuelo soy tu hermana o nos acabamos de conocer?
A la salida del aeropuerto les esperaba un conductor con un letrero con el nombre de Sylvia. Los llevó hasta el embarcadero, de allí en lancha hasta la isla. ¿Cómo puede sostenerse todo esto? Es mágico. Qué olor, ¿no?