Al terminar las clases, Sylvia busca con cierta pereza el seminario de matemáticas. La puerta está cerrada y aguarda un instante mientras el río de alumnos desfila hacia la salida. El profesor aparece con un manojo de fotocopias. Hola, pasa, pasa, abre el despacho y deja los papeles sobre la mesa. Siéntate, le muestra una silla mientras cierra la puerta. Ordena de manera superficial el caos más cercano y ocupa su asiento. Sylvia posa la mochila en su regazo. Bueno, Sylvia, quería hablar contigo si no te molesta, ¿qué te pasa? Sylvia se queda en silencio, no acaba de comprender el alcance de la pregunta. Don Octavio se pasa los dedos por el bigote en un gesto mecánico y prosigue. Estamos a final de curso y entre los profesores hemos comentado tu rendimiento, ha bajado mucho. Se te pueden complicar las cosas. A ver, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero siempre puede haber algo... No termina la frase, tiene posados sus ojos sobre los de Sylvia. Ella recorre con la mirada las estanterías. No, no me pasa nada. ¿Es falta de motivación, de concentración? No sé, seguro que hay algo en lo que yo te pueda echar una mano. Tu nivel es bueno, no tienes por qué terminar en un suspenso. Eso lo entiendes, ¿no?
Sylvia se muerde un mechón de pelo. Al profesor el bigote le tapa el labio superior y eso le otorga cierto aire de seriedad, que los ojos, mirados de cerca, desmienten. Los ojos le centellean y Sylvia se siente intrigada por esa mirada. No consigue responder nada coherente. Duda si decir mis padres se han separado, pero le suena penoso. Prefiere guardar silencio. Vamos a hacer una cosa para compensar, ¿vale? Para ver si podemos echarte una mano. El profesor se pone en pie y busca en su cajón hasta dar con algunas fotocopias. Por ahí hay cuatro o cinco problemas, son más juegos de lógica que otra cosa. Quiero que me prepares dos o tres folios donde desarrolles las soluciones. Prepáratelo en casa, algo razonado, como si fueras tú quien tuvieras que explicarlo en clase.
Puedes sacarlo del libro, claro, pero que se note que lo entiendes. Es muy sencillo y te lo puntuaré como un extra. ¿De acuerdo?
Sylvia levanta los ojos, no acaba de creerse lo que le sucede. ¿Habrá hecho lo mismo con otros alumnos? Sylvia no pregunta. Vuelve a mirar los ojos de don Octavio Tienes tres días. Me lo traes aquí, al despacho, ésta es una cosa entre tú y yo, fuera de la clase. El profesor da por zanjada la conversación. Sylvia se pone de pie y recupera la mochila. Gracias. No dejes caer el curso, no te dejes ir, eh, Sylvia, todos pasamos por épocas buenas y malas, pero ahora es cuestión de que aprietes el acelerador estas dos últimas semanas, no merece la pena dejarlo.
En la calle, un instante después, Sylvia tiene ganas de llorar. ¿Tan expuesta está su intimidad como para que un profesor, desde la distancia, sea capaz de intuirla? Con una especie de rayos X. Lo que conmovía a Sylvia era el interés casi accidental de él. Había cruzado el pasillo y de pronto al verla sola en la clase había caído en la cuenta de su bajada de nivel, seguro que recordaba el último y penoso examen, y en lugar de alejarse de allí se había detenido un instante para interesarse por ella. Algo debía de haber cruzado en su cabeza durante una milésima de segundo para decidir asomarse a la clase y hablar con ella. Sylvia, como la mayoría de compañeros, estaba convencida de que era alguien inescrutable para los profesores. Una cara que se sumaba a un grupo que ocupaba un año de su vida y luego se perdía para siempre. Mundos que nunca se cruzaban, más allá de la hora de clase forzosa.
Lo que la dejaba al borde de las lágrimas era la percepción de que todo había sido abandonado, los estudios, su familia, los amigos de la clase, para involucrarse en una historia que al terminar dejaba un páramo seco, frustrante, estéril. Ha estado en otro lado y, de pronto, el profesor, con una manera profesional, nada intimidatoria, casi azarosa, la devolvía a su realidad. Estamos aquí, ¿dónde estás tú?, parecía haberle preguntado. Contaba mucho la mano tendida. Ella también, como el guineano tomado por un experto en la televisión, había sido invitada a un mundo al que no pertenecía. Ella también había fingido con corrección, había pasado la prueba de la impostura general, pero era urgente dejar de alimentar la farsa.
Camino de casa siente que la pasión por Ariel se extingue o debe extinguirse para salvarse ella. Asume la ruptura como si hubiera sucedido en aquel despacho unos minutos atrás. Esa tarde, antes de que los estudiantes tomen las mesas corridas de la biblioteca pública, irá a sentarse con las hojas de matemáticas y tratará de cumplir el encargo simbólico del profesor. Leerá los problemas de lógica que tiene que comentar, no entenderá demasiado bien qué quiere don Octavio de ella. Hasta que el tercer problema venga a aclarárselo.
«Supongamos que entre dos personas, A y B, hay dos metros de distancia. Y A quiere acercarse a B, pero en cada paso ha de cubrir exactamente la mitad de la distancia total que le resta para alcanzar a B.» Sylvia tragará saliva, pero continuará leyendo. «El primer paso es de un metro, el segundo de medio metro, el tercero de un cuarto de metro. Cada paso de A hacia B será más pequeño, y la distancia se irá reduciendo en una progresión eterna, pero lo sorprendente del caso es que, mantenida la premisa de que cada paso sea equivalente a la mitad de la distancia total que los separa, por más que avance, A nunca llegará a B.»
Los ojos de Sylvia estarán enrojecidos. Puede que ese sencillo ejercicio ayudara a explicar la teoría de los límites que cambió la historia de la ciencia a comienzos del siglo XVIII. Puede ser que fuera cierto, según explicaba el texto de las fotocopias entre citas de Leibniz y Newton. Pero Sylvia comenzará a escribir su exposición personal del problema y pronto se transformará en una carta de despedida. La misma carta que no sabrá ni podrá escribirle a Ariel para decirle, del modo más lógico y sencillo, nuestra historia se ha acabado. A nunca alcanzará a B.
Algunas noches, cuando Leandro regresa del hospital para dormir en casa, suena el timbre del portero automático y se ve forzado a abrir a la empleada de la inmobiliaria que acompaña a unos posibles compradores. Es una mujer nerviosa, con una carpeta desbordada y un teléfono móvil que parece un animal vivo. Se disculpa siempre con Leandro por llegar a esas horas. Leandro no les acompaña en el recorrido de la casa, pero atisba el gesto de los clientes cuando se marchan. De lejos oye cosas como el piso hay que rehacerlo entero, pero cuando lo pongan a su gusto quedará estupendo; por el día tiene una luz magnífica, el barrio es una joya, cerca de todo.
Fue él quien proporcionó a Lorenzo las escrituras y los recibos necesarios para poner en marcha la venta. La inmobiliaria es de un amigo de su hijo al que conocen desde niño. Lalo, un avispado risueño que cuando alguien le preguntaba qué quería ser de mayor respondía explorador en la China. Cincuenta millones de las antiguas pesetas es lo que piden. No se aclara con los euros en cantidades grandes. Es buen momento para vender, dijo alguien en la inmobiliaria por quedar bien. La hipoteca del banco subrogada al piso fue, según las cuentas de Lorenzo, un error mayúsculo. Otro. Además sus gastos habían significado una dentellada importante, desmesurada. Sin embargo, el día de la firma, Lorenzo sólo dijo hemos tenido que hacer frente a muchos gastos en estos meses.
Creo que lo mejor será que me ocupe yo de todo, le había dicho su hijo. Habían traspasado el dinero a su nombre. Si su padre se hubiera negado podría haber conseguido que lo incapacitaran, pero nunca llegaron a discutir. ¿Cómo está la casa?, preguntaba Aurora en el hospital, ¿sigue yendo Benita a limpiar y a cocinarte? Leandro asentía, aunque lo cierto es que había pedido a la señora que dejara de venir ahora que pasaba más tiempo en el hospital. Benita se había echado a llorar y Leandro recordaba una frase que había dicho al irse, tras darle un cariñoso abrazo puesta de puntillas, nos trajeron aquí para domarnos y bien que nos han domado, bien.
En casa de Lorenzo había un pequeño cuarto donde Leandro podría instalarse. En él guardaban los papeles, un viejo ordenador y una mesa de despacho que utilizaba Pilar cuando tenía trabajo que llevarse a casa. Allí podrían colocar el canapé de Leandro y sus pocas cajas de pertenencias. Para el piano habían abierto un hueco junto al televisor. Sylvia se negaba a que se deshicieran de él.
Un vecino le había dicho a Leandro en la cafetería, a nuestra edad ya no estamos para mudanzas. Pasaba los días sentado junto a la cama de Aurora, intentaba ser amable con las visitas que se empeñaban en acudir a modo de despedida, todos aquellos que se enteraban por unos o por otros, y venían a intentar una conversación que ya Aurora no podía sostener. Manolo Almendros se echó a llorar después de besar a Aurora en la mejilla en su última visita. En el pasillo le dijo a Leandro yo siempre he amado a tu mujer, me dabas tanta envidia.
Muy pocas veces había vuelto a pensar en Osembe. Una tarde estuvo tentado de tomar el autobús a Móstoles y plantarse frente al portal. Si se cruzaba por la calle con alguna chica que le recordaba a ella, se recreaba en mirarla, estudiaba sus gestos, su forma de comportarse, como si quisiera comprender algo que se le había escapado. En el periódico leyó la noticia del cierre del chalet donde la había conocido. Mostraba una foto de la fachada, tomada en el mismo ángulo distante desde donde tantas veces él había observado la casa antes de decidirse a entrar. La enredadera había crecido con la primavera y ocultaba la pared y parte de las puertas metálicas. Según el periódico, la mafia búlgara asociada con un español se dedicaba a la explotación de las mujeres y poseía un sistema de grabación de imágenes en las habitaciones. Por ese sistema habían comenzado a extorsionar a abogados, empresarios y otros clientes adinerados a los que chantajeaban. Una de las víctimas era quien había puesto sobre aviso a la policía, y habían sido detenidos dos de los cabecillas junto a una mujer que ejercía de encargada, y liberadas siete mujeres al parecer forzadas a prostituirse bajo amenazas.
Leandro se imaginó las cintas en poder de la policía. Quizá se habían reunido los agentes o los funcionarios judiciales para mirar a ese viejo tan asiduo del local. Se habrían reído a gusto. Eh, venid a ver a este viejo, ahí vuelve otra vez.
Aurora está tumbada en la cama, la boca semiabierta, el rostro relajado excepto por alguna leve agitación momentánea. Entran las enfermeras. Leandro las observa trabajar. Recuerda la desnudez intuida en una de ellas como el comienzo de su espiral. Ahora reconoce que la vida exige un grado alto de sumisión. Todo lo demás es suicida.
Cuando se quedan solos, Aurora le habla. ¿Saliste a pasear? El asiente con la cabeza. Ella menciona de pronto el canario que le regalaron muchos años atrás, ¿te acuerdas?, cuando la vecina, Petra, se marchó al pueblo definitivamente. Leandro piensa que es un recuerdo caprichoso fruto del desorden mental que a veces la empuja a delirar o a ver imágenes sobreimpresionadas en la pared. Lorenzo acababa de empezar a ir al colegio y la vecina le regaló a Aurora el canario, porque cada mañana por la ventana ella celebraba lo bien que cantaba, es la alegría del edificio, decía Aurora a la vecina. A Leandro lo volvía loco con su trinar, bastaba que escuchara la radio o una conversación para que desencadenara una locura insoportable. Pobre animal. Esas mismas palabras había dicho Aurora cuando amaneció muerto en su jaula bajo el paño de cocina algún tiempo después. ¿Por qué ese recuerdo? Aurora repite la frase, para ella, en voz baja, pobre animal.
Leandro se ha sentado en el colchón. La mujer de la cama de al lado está dormida y su hija ha aprovechado para bajar a comer algo. ¿Por qué recuerdas eso ahora? Aurora sonríe. Cantaba tan bonito. Leandro la ha tomado de la mano. Lo pasábamos bien, le dice él. Hemos sido muy felices. Aurora no dice nada, aunque sonríe. Al revolver los papeles encontré las cartas que te enviaba de París. Es increíble lo pedante y engreído que podía ser entonces. No sé cómo me esperaste. Yo habría echado a correr después de leer las tonterías que te escribía, con esos aires de grandeza. Leandro duda si ella es capaz de escucharle. Te he fallado tantas veces. He quedado muy por debajo de lo que esperabas, ¿no es cierto? Aurora sonríe y Leandro le acaricia la cara. Yo he sido un desastre, pero te he querido tanto. Aurora puede verle llorar, pero no puede alzar la mano para tocarle.
Esa misma tarde Leandro recibe a su alumno. Luis termina de subir las escaleras con media carrera ágil. Suba usted como un viejo cuando es joven y llegará a subir como un joven cuando sea viejo, eso me decían a mí, le explica Leandro mientras le guía hasta el cuarto.
Las cajas acogen ahora la mayoría de los papeles y libros que antes ocupaban las paredes. Estamos de mudanza. Su mujer..., dice el chico, pero no se atreve a terminar la frase. Leandro le aclara, me marcho a casa de mi hijo, ella sigue igual. No sé si allí podremos continuar con las clases, ya te diré algo. Luis oye ruidos en la cocina. Leandro balancea la cabeza, me están ayudando a empaquetar las cosas. Su hijo Lorenzo le ha mandado a dos muchachos ecuatorianos. Uno de ellos es divertido, se llama Wilson y con un ojo mira hacia el salón y con otro hacia la cocina, al verlo Leandro pensó en un joven amigo director de orquesta también estrábico que presumía de ser el único profesional que podía dirigir con la mirada al mismo tiempo a la sección de cuerda y a los vientos. Cuando se detuvieron un momento para descansar en la labor de empaquetado, Wilson le dijo a Leandro ¿sabe que se parece usted bastante a su hijo Lorenzo? Y, al ver la cara de sorpresa en Leandro, añadió ¿nunca se lo han dicho? No, la verdad, quizá cuando Lorenzo era más pequeño. Pues sí, se parecen mucho, los dos se muerden la lengua, no son de muchas palabras, eh, ¿a que no?
Leandro señala a su alumno, mira, en esas cajas puede que haya cosas que te interesen, si las quieres son tuyas. El chico se acerca para asomarse a un montón de partituras, algún libro de historia de la música. Ése es magistral, le dice Leandro cuando le ve coger uno. Los vinilos ni los mires, lo mejor será tirarlos, son una reliquia. Mi padre dice que los cedes no tienen la misma calidad de sonido, explica el joven. ¿A tu padre le gusta la música? El chico asiente con la cabeza, sin demasiada seguridad. Fue alumno suyo, en la academia. Allí nos dieron el teléfono cuando buscaba profesor particular para mí. ¿En serio?, ¿cómo se llamaba? El chico le dijo el nombre y el apellido. Leandro fingió recordarlo. Siempre dice que era usted un gran profesor, que les ponía a tocar delante de un espejo, así ellos mismos podían corregirse. Leandro asintió con media sonrisa. Y que les hablaba en latín y, no sé, que les contaba cosas de los compositores.