Al recorrer la ciudad en el vaporetto ven las fachadas recubiertas de andamios, los trabajos de restauración. Se bajan para recorrer el mercado y se quedan a mitad del puente para mirar el canal. Cerca pasan conversaciones ruidosas de españoles, Ariel lleva gafas de sol y una gorra de golf. Vas disfrazado de famoso de incógnito, todo el mundo te mirará, le dice Sylvia. Hasta que no se quita las gafas y la gorra no para de firmar autógrafos. Una familia argentina con un niño con la camiseta de San Lorenzo les entretiene casi veinte minutos bajo el puente del último suspiro, el padre es economista y le explica incansable a Ariel su teoría sobre la globalización y el déficit estatal. En un puesto de venta de camisetas de futbolistas Sylvia pide la de Ariel, el vendedor consulta con dos o tres empleados más jóvenes, sí, Ariel Burano, pero el vendedor niega con la cabeza, Sylvia se vuelve hacia Ariel para regodearse en la humillación.
Ariel ha contratado una lancha para llegar hasta la isla de Burano. Se supone que yo vengo de acá. Al menos eso inventó el club. Las casas están pintadas de colores pastel en torno a los canales, parece el decorado de un musical. El patrón les explica que es la forma de reconocer tu casa en los días de niebla y luego les hace un gesto de borracho, a ésos ayuda también. Sólo tenían pensando pasar un rato, pero le dedican casi el día completo. Acaban por comer en un restaurante con terraza que sirve pescado del día. Pasean bajo un portal con una virgen rodeada de flores. Me recuerda la Boca, dice él. Hay un colegio donde los niños juegan al balón y dos viejos saludan al verlos pasar.
Deben de ser tus parientes.
Quizá pueda venirme a un equipo italiano el año que viene, dice Ariel durante la comida. ¿Te apetecería vivir aquí? Sylvia se encoge de hombros. Demasiado bonito, ¿no? El camarero muestra a Sylvia cómo tomar el aceite, le sirve en el plato y luego deja caer sobre la gota verde oliva un puñadito de flor de sal.
En dos meses habrá terminado la temporada. Los dos temen el final. Sylvia tiene ganas de preguntarle, ¿qué seré yo para ti?, pero no lo hace. Piensa que costará dejar atrás todo lo que vive ahora. Sin embargo le dice Ronco es muy simpático, ¿por qué no me lo presentaste antes? Pensé que te asustaría, es un loco. Y esa voz, al principio creía que la fingía. Son nodulos, le explica Ariel, me dijo que de chiquito le sacaron un montón de nodulos de la garganta y pasaba semanas sin poder hablar, escribiendo en una libreta. Sylvia mira hacia el canal, hay barcos de pescadores amarrados todo a lo largo. Se le ha pasado el hambre. Quizá deberíamos separarnos poco a poco, para que no sea de golpe.
¿Qué quieres decir?, pregunta Ariel.
No quiero despedirte el último día en el aeropuerto, darme la vuelta y que hayas desaparecido para siempre. Ariel la mira y tiene ganas de abrazarla. Sería mejor que lo fuéramos dejando a plazos. Como una cuenta atrás.
¿Por qué dices eso?
Sylvia tiene un nudo en la garganta. Los ojos de pronto se le llenan de lágrimas y baja la cabeza turbada. Se pasa la mano por la mejilla. Ariel le toca la rodilla. Se avergüenza de su incapacidad para abrazarla en un lugar público. ¿Por qué piensas eso ahora? Vamos a disfrutar, ¿no? Mira esto. No pienses en más.
Sylvia asiente con la cabeza. Tiene dieciséis años, parece pensar Ariel, tiene sólo dieciséis años. Le dice eres lo mejor que me ha pasado. Uff, responde ella, mientras se muerde el labio para no llorar, con ese acento argentino tienes que tener cuidado con las cosas que dices. Y se aparta una lágrima. Perdona, estoy jodiendo el viaje, soy una gilipollas.
Puede que Venecia no fuera una buena idea. Venecia es un lugar en el que los enamorados de todo el mundo juegan a jurarse amor eterno. Hay otros sitios, muchos, para traicionarlo luego. Pero Venecia no. Sylvia mira alrededor, ha rechazado la grappa que Ariel bebe despacio. En dos días saltará de este lugar al aula mal ventilada donde sus compañeros se golpean la espalda y hablan a voces. No te olvides de que todo esto es sólo un atropello, se trata de salir con vida, nada más.
Cada noche desde el hotel ha llamado a casa. Su padre le informa de las novedades del hospital. La abuela sigue allí. Sin perspectivas de salir. Lorenzo se queda por las noches, así el abuelo descansa un poco. Sylvia le preguntó por él, lo ha encontrado muy hundido en los últimos días. Le pregunta a su padre por Daniela, ¿todo bien?
Sí, sí, todo bien.
Cuando Lorenzo regresó a casa el día de la frustrada presentación entre ambas, Sylvia veía una película donde una mujer especialista en artes marciales apalizaba a su ex marido.
Le explicó a Sylvia, antes de que ella le preguntara, la causa de las lágrimas de Daniela. Le habían echado del trabajo al enterarse de que salía con Lorenzo, algún vecino lo había visto subir a la casa. ¿Has entrado en la casa? Un par de veces para hablar con ella, Lorenzo no le contó la masturbación que tuvo lugar en el aseo de invitados. Voy a subir, es todo un malentendido. Sylvia le retuvo. Papá, espera, no te metas en líos. Por más que Daniela hubiera empleado toda la tarde en repetir que se merecía que la echaran, que había traicionado la confianza de la pareja, que tendría que habérselo contado antes de que lo descubrieran por algún vecino fisgón, él insistía en que merecía la pena aclararlo. Papá, le decía Sylvia, no te metas en eso. Ella les cuida el niño, tú eres un vecino, la cosa les incomoda y punto. No le des más vueltas. Lorenzo se quedó pensativo, se sentó en el brazo del sofá. Un monstruo viscoso atacaba ahora a la chica de la película. Es injusto.
Papá, son más de las once, no subas ahora. Pero Daniela hace bien su trabajo, vive de eso. ¿Qué pasa, que la que cuide a su bebé de los cojones no puede tener relaciones con nadie? ¿Que necesitan una chacha virgen para cambiarle la mierda a su niño? Sylvia se echó hacia atrás en el sofá. Cuando su padre hablaba así parecía una olla a presión a punto de estallar. No solía usar palabrotas delante de ella, cuando lo hacía era porque había perdido el control. Es muy guapa, le dijo Sylvia para desactivar su ira. ¿Te parece? Es ecuatoriana, ¿verdad? Sí. Te voy a decir una cosa, papá, para ti también es mejor que no trabaje arriba, encontrará otra cosa, seguro. Lorenzo parecía calmarse. Sylvia le sonreía. Tendría que haber subido a conocerlos antes, claro. Llamo a la puerta y les digo, venía a pedirles la mano de su criada. ¡Pero en qué país vivimos! Este país hace aguas por todas partes. ¿Te ha parecido guapa de verdad?
Desesperación.
¿Por qué Sylvia miró a su padre en ese instante y lo que vio fue un hombre desesperado? Podría ser el nerviosismo, la agitación, la culpa. También su incapacidad para calmar a Daniela, ella había querido volver a casa, mañana hablaremos, quiero tranquilizarme a solas. Frustración. Puede ser. Pero Sylvia no tenía la sensación de que fuera una desesperación momentánea. No. A Sylvia su padre le parecía un hombre desesperado. Había encontrado una mujer en su escalera. Tan reducido había quedado su campo de acción. Le parecía un náufrago aferrado a su madera, fatigado, superado, frágil.
Ariel y Sylvia suben pronto a la habitación. El hotel está lleno de americanos de piel blanquísima que ríen a voces. No tienen ganas de cenar. En la cama inmensa, bajo la lámpara modernista, ven la televisión. Hay concursos y una biografía de Cristo con barbas y mirada lánguida. Ariel le dice cosas al oído y ella sonríe. Luego le hace cosquillas y ella trata de huir entre carcajadas por encima de la cama, hasta que cae al suelo de manera aparatosa, sin lograr agarrarse a la colcha. Ariel ve el cuerpo blanco caído sobre la alfombra roja de hilos dorados y salta a recogerla, la toma en brazos y la posa sobre las sábanas. ¿Dónde te duele? Por todas partes, dice ella. Ariel comienza a besarla en cada zona de su cuerpo. Sylvia queda con su nuca y su espalda contra el colchón y el desorden de ropa. Eres una chica muy peligrosa, ¿lo sabías?, muy pero que muy peligrosa.
Los días en el hospital son agotadores. A Aurora le separa de otra enferma un biombo verde de tres piezas. Hay dos sillas con el asiento hundido por el uso junto a la cama. En una suele sentarse Leandro, que cruza y descruza sus piernas de alambre. Vela la inconsciencia de su mujer y también los ratos en que despierta y se aviva un poco para mirar a las visitas, para fingir que escucha la diminuta radio posada sobre la mesilla o para agradecer a las enfermeras sus ruidosas incursiones desde el país de los sanos y vitales. Entran como un vendaval, ejecutan sus tareas, cambian el suero, inyectan el calmante, toman la temperatura y la tensión, mudan la ropa de cama, como si su oficio fuera una actividad gimnástica.
Leandro conoce cada centímetro del terrazo del pasillo, el ruido de las puertas del ascensor al abrirse al fondo, los lamentos de algún paciente que muere en las habitaciones cercanas. Morir es un rito que en aquella planta del hospital se interpreta con la cadencia de una partitura. El médico le pone al corriente de los avances de la enfermedad sobre el cuerpo de Aurora. Hay una palabra que suena horrible y que Leandro identifica con la forma de la muerte. Metástasis. No está sufriendo, tenemos controlado el umbral del dolor para que no sufra y pueda guardar la conciencia el mayor tiempo posible. Pero Leandro se queda con ganas de preguntarle por ese dolor no localizado, que no aparece en gráficos ni en quejas concretas, pero que puede atravesarte como una cuchillada.
A veces estudia el rostro de Aurora para saber si ese mal profundo se ha apoderado de ella. Siempre ha sido una mujer valiente, que ha mirado hacia delante. Cuando estuvo a punto de morir tras el parto de su hijo, cuando hubo que trasladarla de urgencia porque amenazaba con desangrarse, aún tuvo tiempo de advertirle a Leandro acuérdate de bajar las persianas antes de que entre mucho sol, la casa se mantiene más fresca, porque era verano en la ciudad. La hermana de Aurora vino a ayudarle con el cuidado del niño en esos días de incertidumbre. Aquella tarde Leandro fue a verla al hospital y ella le tranquilizó, no pensarías que iba a morirme ahora que tenemos un niño tan guapo.
¿Ahora sí?, se pregunta Leandro. ¿Ahora sí te toca morir? ¿Ya no hay nada que te retenga? Por las noches su hijo Lorenzo, que ahora es un hombre de mediana edad, vencido y calvo, viene a relevarlo y se tumba a dormir en el sofá, que se abre como una cama incómoda. Leandro cena algo en la cafetería de al lado de casa, la prefiere a la del hospital, llena de comentarios mortuorios y miradas de pesadumbre. En casa ha comenzado a guardar sus pertenencias en cajas. Prepara la mudanza al piso de Lorenzo, aún no sabe cómo se organizarán. Trae sólo lo imprescindible, le dijo. Ha ordenado los discos que volverá a escuchar y los libros que aún necesita para sus clases. No son muchos. Ha almacenado sus notas, las partituras de estudio, los boletines, las fichas de alumnos en cajas que irán al fuego. Regalará o destruirá la esencia de lo que ha sido su vida. Aún no ha entrado en el cuarto de Aurora, no se atreve a revisar los álbumes de fotos, la vieja correspondencia, los objetos de valor íntimo, su ropa. Viajará, cuando todo termine, con el menor número de cosas posible. ¿Lo imprescindible? ¿Hay algo que lo sea? Será una pesada carga para su hijo y su nieta, un estorbo. La vida sin Aurora pinta plomiza y vacía.
Su hijo llegó la primera noche al hospital y en el pasillo le dijo no sabía que habías hipotecado la casa. He estado en el banco. Leandro se quedó callado. Escuchó a Lorenzo pedirle explicaciones por las cantidades de dinero dilapidadas como una sangría constante. No había rabia en las palabras de su hijo, ni indignación, ni escándalo. Supongo que me ha perdido el respeto hasta para eso.
No voy a preguntarte en qué te has gastado esos miles de euros, papá.
No te lo voy a preguntar.
Leandro se sintió desfallecer. Caminó hasta la salita, donde había algunos asientos a esa hora vacíos. Una enfermera al fondo les hizo el gesto de guardar silencio. Leandro se dejó caer, vencido. La cabeza entre las manos, la mirada en sus pies. Lorenzo se acercó, pero no se sentó, prefería mirarle en la distancia.
No digas nada a tu madre, por favor, no cuentes nada. Ni a Sylvia.
Pero cómo voy a contarles nada, papá. ¿Qué quieres que les cuente? ¿Eh? Dímelo tú, ¿qué les cuento? Leandro respiró profundamente. Nada, admitió Leandro. Joder...
El silencio se alargó tanto rato que fue más doloroso que cualquier recriminación. Leandro quiso decir no sé qué me pasó, perdí la cabeza, pero no dijo nada. Lorenzo se mordía la lengua, daba pequeños paseos por la salita que le servían para descargar la rabia. Al final, el asunto económico vino en su rescate. Lorenzo le habló. ¿Y dejas que el banco te firme una hipoteca que es un timo?, ¿no lo entiendes? Ellos te pagan hasta que te mueras, pero te estafan. Si sacas a la venta tu piso te darán el doble de lo que ellos te pagan, y encima parece que te ayudan.
No me dijeron eso.
¿Y qué quieres que te digan? ¿Que son unos hijos de puta? ¿Tú has visto alguna vez alguna publicidad de un banco que diga venga a vernos que le sacaremos la sangre?
Lorenzo pareció darse por satisfecho. Se calmó. Ya lo organizaremos, pero tendrás que venirte a casa. Eso hay que pararlo, ya me enteraré de cómo. Leandro asintió con la cabeza. No quiso decir una estupidez clásica como no querría ser una molestia. Más sincero sería: acepto ser una molestia. Se puso de pie. Cuando echó a andar por el pasillo,
Lorenzo le dijo algo que le hirió profundo, algo dicho para herir profundo, ¿no deberías ir a un médico?
Así que era eso, pensó Leandro, estoy enfermo. Nada que unas pastillas y un diagnóstico malsonante no puedan curar. Quizá fuera un psiquiatra lo mejor, una cura de desintoxicación. Desintoxicarse de la vida, eliminar su adicción. Quedaba otra cosa, aprender a ser viejo, pasivo, sombra. Leandro le quiso tranquilizar, le quiso decir que todo había sido un rapto de locura, una imbecilidad transitoria y que aprendería a respetarse de nuevo. Pero sólo dijo no volverá a ocurrir.
En las conversaciones del pasillo del hospital había conocido a otro anciano que también acompañaba a su mujer. Estaba seguro de que yo me moriría antes que ella, le dijo el hombre, como suele ocurrir siempre. Leandro no había pensado nunca en el orden de partida. En los últimos meses había tenido tiempo para prepararse, para acostumbrarse a la idea de estar solo, de perderla. Alguna vez había escuchado a Aurora decirle a su nieta, cuando charlaban juntas, ¿cuidarás de tu abuelo?, ¿cuidarás de él?, y la chica prometía que lo haría, claro que sí.