Ariel salió al campo por las escaleras de terrazo. Los tacos de los futbolistas resonaban como herraduras. Algunos se persignaban, otros arrancaban una brizna de hierba al saltar al césped, otros cumplían con ritos supersticiosos elaboradísimos, en Argentina llegó a jugar con un medio centro de Bahía Blanca que saltaba al campo con el pie derecho, debía posar la mano izquierda sobre el césped y luego besarse cinco veces el crucifijo que colgaba junto a su pecho y decir tres veces madre, madre, madre. Ninguna estrategia era despreciable en ese oficio para sentirse protegido, para hacerte sobrevivir en el cambiante vacío.
Menos de una hora después un coche lo lleva con el doctor hacia una clínica en la parte alta de la ciudad. Allí se somete a una radiografía que los tranquiliza. Se trata tan sólo de un esguince. Dos semanas de recuperación, le dice el doctor, y Ariel siente por primera vez ganas de relajar el gesto crispado de sus labios. Una lesión más importante hubiera significado dejarle sin jugar el final del campeonato. Él sabe, como todos, que los últimos diez partidos son tan importantes como los últimos diez minutos de cada partido. Nadie recuerda la primera parte insulsa tras un final electrizante, ni los silbidos de media temporada cuando suenan las ovaciones de final de campeonato. Un viejo mediocampista argentino que había vuelto a San Lorenzo tras casi una década de fútbol europeo les decía siempre, una temporada de mierda la salvás con un gol decisivo en el último minuto del último partido. Era así de absurdo este negocio amnésico.
El médico le habla tranquilo del proceso de recuperación. Van en un taxi directos de la clínica hasta el aeropuerto. Le han dado una muleta para que no apoye el tobillo y le han vendado con presión la parte dolorida. El doctor pregunta al conductor por el resultado del partido y Ariel se siente culpable por no haberse preocupado en todo ese tiempo del marcador. Han perdido. En el embarque se le unen los compañeros, cabizbajos, cansados, sin ganas de hablar. Todos se interesan por su estado, el entrenador se acerca hasta su asiento. Ariel lo encuentra frío, lo achaca al resultado del partido, que complica las opciones de luchar por el título. Amílcar se sienta junto a él en la sala de espera. Te echamos de menos en el campo, no había dónde mandar la pelota.
Sylvia no ha llegado al vuelo. Le manda un mensaje tardío. No encontraba un puto taxi en la zona. Luego le vuelve a escribir para decirle que tomará un avión casi a las doce de la noche. En Madrid, Ariel no acompaña al equipo al autobús. Me cojo un taxi, le dice al delegado. No debe conducir, así que dejará su coche en el aparcamiento. Cuando pasa un tiempo prudencial, le dice al taxista que ha olvidado algo en el aeropuerto y que tiene que volver. El hombre, amable, se empeña en esperarle, pero Ariel le dice que tardará, le da una generosa propina.
Va a sentarse lejos de la puerta de salida donde está anunciada la llegada de Sylvia. Ronco le llama al móvil. Supongo que estás en casa ya, ¿cómo está el tobillo? Ariel charla un rato con él. Está de copas por la ciudad. Le cuenta el partido. No había viajado porque el periódico está recortando gastos. Pronto volveré a escribir la crónica mientras oigo el partido por la radio como cuando empezaba. Luego le dice ojalá hubieras salido a jugar, tú cojo habrías hecho más que algunos con las dos piernas. Creo que tirasteis tres veces a puerta en noventa minutos. En una de ellas, el portero, eso sí, casi se empeñó en meterse el gol a sí mismo, debía de aburrirse.
Ariel aguarda aún media hora hasta que recibe la llamada de Sylvia. ¿Dónde estás? El le explica. Ella lo encuentra triste, apoyado el antebrazo en la muleta. ¿Es grave? Tendremos que coger un taxi. Sylvia recoge la bolsa de él del suelo y se la carga al hombro, caminan despacio hacia la parada de taxis. Estuve a punto de salir y revender mi entrada. Qué aburrimiento. ¿Mi sustituto no lo hizo bien? No, y eso que es bastante guapo. ¿Ese? Le llaman espejito porque se pasa casi dos horas peinándose el flequillo, es un moñas.
El taxista lo mira por el retrovisor cuando ya salen de la zona del aeropuerto. ¿Qué, te has roto por mucho tiempo? No, no, no hay nada roto, por suerte, sólo dos semanas. Pero a partir de ahí Ariel se ve forzado a mantener una larga conversación con él, centrada sobre todo en los males endémicos, así los define el hombre, del equipo. Sylvia le hace gestos de burla, le muestra sus dedos como tijera para que corte la charla, pero él se encoge de hombros. En mi época, dice el hombre, los jugadores eran de un equipo para toda la vida, eso era como un matrimonio, pero, ahora, es un poco como putas bien pagadas, con perdón, te dan para una noche y si se pierde, pues el que sufre es el aficionado, porque a los jugadores os la trae floja.
No diga esas cosas delante de aquí mi hermana, se lo ruego, le dice Ariel.
Un rato después, el taxi callejea para dar con la dirección de Sylvia. Ella tiene posada su mano en el muslo de Ariel, que parece ir a reventar el vaquero gastado. Vente a casa, le dice él, quédate esta noche conmigo. No puedo. El taxista sigue hablando. El fútbol moderno es puro comercio, dinero, dinero y dinero, eso es lo único que interesa. Ariel decide bajarse con ella.
Caminan hasta un portal con escalón alto. La calle está oscura. Se sientan. Ariel extiende la pierna. Prefiero pasar un rato de frío antes de seguir soportando la cháchara de ese tío. Te invitaría a subir a casa, pero estará mi padre. No son horas de presentármelo. ¿Te imaginas? Podríamos entrar en su cuarto y despertarlo. Sylvia se ríe. Mira, papá, a quién te traigo. ¿Te duele? Ariel se encoge de hombros. No recuerdo un solo día de los últimos tres años en que no me duelan las piernas.
Ahora en serio, nada me gustaría más que conocer tu cuarto.
A Sylvia le sorprende escuchar voces susurrantes en la habitación de su padre. Al principio piensa que habla por teléfono, lo que a esa hora de la noche no deja de ser inhabitual. Pero desde su cuarto, mientras se desviste, escucha una voz femenina contenida e intermitente. Aunque la conversación llegaba como un rumor incomprensible, el movimiento, el roce de las sábanas, algún chirrido del somier y un embridado jadeo la convence de que hacen el amor. En la cama, experimenta dos sensaciones. Por un lado se alegra de que su padre esté con alguien. Por otro la aterroriza quién y cómo será ese alguien. Dónde lo habrá encontrado y, aunque trata de reprimir esta idea, si será alguien con quien ella, como hija, tenga también que desarrollar una relación nueva y por definir. Su convivencia independiente está amenazada. Hoy la casa es un lugar de paso, un refugio, un descanso, no cree que pueda aceptar que de nuevo se convierta en el hogar de una pareja y ella se vea obligada a participar de ello.
El cansancio, las horas de sueño perdido, hacen que Sylvia se duerma pese a las voces atenuadas que llegan de la habitación vecina. Ha dejado a Ariel en casa con el tobillo apoyado sobre la mesita del salón. Sylvia lo había encontrado esa tarde más preocupado que otras veces. Algo encerrado en sí mismo. Son líos del equipo, se justificó él. Las dos semanas de baja habían sido, al principio, una buena noticia para Sylvia. Romperían la rutina de separaciones y viajes. Pero pronto se dio cuenta de que no jugar era trágico para Ariel. Vienen partidos decisivos, se quejó.
Esa tarde no hicieron el amor. Sylvia paró a comprar pasta en la deli Buenos Aires-Madrid. En la pared de ladrillo del local habían colocado un cuadro alargado con una frase impresa: «A Madrid sólo le falta una cosa para ser Buenos Aires; ¡ser Buenos Aires!». ¿Cómo está el jefe?, preguntó una de las dueñas. Bien, recuperándose del esguince. Ah, ¿tiene un esguince? Sí, le explicó Sylvia, no puede jugar. La chica se empeñó en regalarle una caja de dulces de leche. A él le encantan, se los das de mi parte.
Ariel vio todos los partidos con los que tropezó en la televisión, mientras Sylvia ojeaba unos apuntes acomodada en su regazo. ¿Me llamas un taxi?, le dijo cuando miró el reloj y comprobó sorprendida que faltaba poco para las once. Le dio dinero, él siempre tenía un sobre en algún lado repleto de billetes. La carrera hasta su casa salía por un dineral. Pero él le dio dinero de más. No me hace falta tanto, protestó ella. Compraste la pasta y el taxi de venida. Quedátelo, y así tienes para estos días. Pero aquí van tres mil euros, es mucha plata, y Sylvia levantó los dedos en un gesto expresivo. ¿Y? ¿Acaso no estás conmigo por mi dinero?, le dijo Ariel. Por la inteligencia seguro que no es.
Sylvia sale de casa cuando aún no hay movimiento en el cuarto de su padre y la puerta permanece cerrada. La mañana de clases tiene a ráfagas para Sylvia el encanto de la normalidad. Ve a sus compañeros y celebra sus bromas con más indulgencia porque sabe que durante la tarde estará lejos. Disfruta más del recreo con Mai, de la conversación con Dani si se les une. Una vida normal acotada a los muros grises del instituto.
Mai se ha apagado un poco desde la ruptura con su novio, Mateo. El se instaló en Barcelona, en una casa ocupada. Ella fue a verle en un viaje de reconciliación. Se había tatuado en el interior del brazo, en letras góticas, Ma+Ma. Mai más Mateo, explicó, pero la cosa acabó fatal. Allí me tienes a mí fregando los cacharros de todos. La casa apestaba, había un grupo de franceses que no habían oído hablar de la invención de la ducha, una cosa... Y encima con perros llenos de pulgas. ¿Es imprescindible ser tan guarro?, joder, una cosa es estar contra el sistema y otra muy diferente es estar contra el jabón. Le molestaban más los pequeños inconvenientes de la cafetería, el patio. Ya no ejerce su filo para la ironía, sino para el fastidio. La relación fallida la ha hecho perder bastante seguridad en sí misma aunque habla sin parar. Al volver le enseñé el tatuaje a mi madre. Lo hice por ti, le dije, la tía se me emocionó. Sylvia agradece las interrupciones de otros compañeros o la llegada de Dani, pese a que a ratos detecta su mirada melancólica.
La noche de la lesión de Ariel en Barcelona cuando regresaron a Madrid en aviones distintos, terminaron por subir a hurtadillas a su cuarto. Él se lo pidió con una sonrisa infantil y ella se lo concedió con un gesto retador. Sylvia abrió la puerta sin hacer ruido, pero apenas podía contener la risa cuando Ariel atravesaba en penumbra, a saltos de muleta, el salón. Del dormitorio de su padre llegaban unos ronquidos monocordes que se interrumpieron cuando Ariel chocó la muleta contra el borde de la mesita de café. ¿Eres tú? Sí, papá. ¿Qué hora es? Sylvia se acercó a la puerta. La una y media, hasta mañana.
Sylvia colocó una camiseta sobre el flexo de su mesa y obtuvo un resplandor anaranjado en la habitación. Ariel repasó con la vista el lugar.
El ordenador sobre la mesa, el desorden de cedés, la ropa que rebosaba del armario abierto posada en la puerta y el tirador, en la silla y los pies de la cama. Hay un oso de peluche sobre la cama y un póster envejecido del cantante vegetariano de un grupo inglés. ¿Quién es ése?, le preguntó Ariel. Aún no me has regalado una foto tuya. Ríen un rato sentados sobre la cama y hablan en un susurro. De tanto en tanto ella levantaba la mano y guardaban silencio para comprobar que su padre no se movía por la casa. Se besaron largo rato. Sylvia notó la erección de él bajo el pantalón. ¿Te hago una paja? Ariel echó la cabeza hacia atrás. ¿Cómo hacés esas preguntas? Dios, qué loca... Luego Sylvia lo guió de nuevo hacia la salida. Se despidieron en silencio en el rellano. Él esperó a llamar al ascensor a que ella hubiera vuelto a su cuarto.
Por la tarde pasa a ver a la abuela antes de tomar un taxi hacia el chalet de Ariel. La encuentra débil, incapaz de sostener una conversación larga. Tu padre vino a presentarnos a la chica con la que sale, la frase de la abuela sorprende tanto a Sylvia que reacciona de una manera extraña. ¿Ah, sí? ¿Os la presentó? Finge conocerla y acepta con un asentimiento de cabeza cuando la abuela añade parece buena chica. Sylvia piensa que todo el interés de Lorenzo por conocer a su novio y enterarse de sus relaciones no era quizá sino abrir una puerta para que él mismo pudiera introducir a su nueva pareja.
La impresiona descubrir que su abuela lleva un pañal a la cintura. El abuelo entra a cambiarla y la hace salir del cuarto. Sylvia se asoma por la puerta entreabierta de la habitación del abuelo. La tapa del piano está abierta y hay partituras desperdigadas. El abuelo va a volver a dar clases a su alumno, le había dicho ilusionada Aurora.
El portal de los abuelos transmite una atmósfera de enfermedad y falta de vida. Las escaleras son tristes como lágrimas gastadas. Le había prometido a su madre que este fin de semana iría a pasarlo con ella. Fue antes de la lesión de Ariel. Y ahora no quiere dejarle solo. Cuando llama a su madre desde la calle y le propone dejar el viaje para el fin de semana siguiente ella responde con un silencio prolongado.
Ya sabía yo que pasaría esto, que estaríamos semanas sin vernos. Y suena más a autocastigo que a recriminación contra Sylvia. Vamos, mamá, que hablamos todos los días por teléfono. Si es que tengo que hacer un trabajo de clase, con otros compañeros. Te juro que el próximo fin de semana voy sin falta. No es tan grave, ¿no?
Ya, pero no te veo crecer, ¿te parece poco?
Sylvia se echa a reír por teléfono. Tranquila, mamá, te juro que no he crecido. Yo ya no crezco. Como mucho lo único que me crece es el culo.
Las galopadas del zurdo argentino eran eléctricas, sin duda el mejor atacante del equipo visitante.
Es la tercera vez en diez días que el autobús le deja en esa plaza, junto a las jardineras marcadas por el rebosar del riego. Desde allí ha de caminar tres manzanas, hasta la zona de bloques de viviendas con pequeños balcones de toldos verdes. Móstoles es un lugar lejano y desconocido para Leandro, hombre criado en el viejo Madrid, ignorante de esos márgenes, ciudades en torno a la ciudad. Osembe le dio el nombre de la calle, el número de portal y el piso. Él lo anotó y luego buscó el itinerario más asequible en el callejero, compuso la ruta como si fuera una aventura. Partía de la glorieta en obras frente a la vieja estación del Norte y el autobús seguía hacia la carretera de Extremadura.
Se trataba de un piso compartido, dividido en pequeñas estancias, diseñado en origen para albergar a una familia convencional y que treinta años después acogía a seis o siete personas. Osembe le había dicho que compartía el piso con seis amigas. Había un desorden considerable. La cocina era un rincón saturado de muebles y cacharros. A esa hora estaban solos. Cruzan el salón cuadrado, las persianas bajadas, apenas entra luz de la calle. Ella le conduce al cuarto sin demorarse. Le dice por aquí y luego qué bien volver a verte. Está vestida con pantalones vaqueros con un dibujo dorado en los bajos. Parece más joven y risueña que en el chalet. Pero al cerrar la puerta e invitar a Leandro a sentarse en la cama recupera el gesto serio y la mecánica de entonces. Le dice, el dinero primero, claro. Ella se enfunda los pies en unas chanclas rosas de suela gruesa.