La Saga de los Malditos (85 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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En aquellos momentos, en su casa ocultaba a cuatro personas. Al matrimonio Schneider, a Leontina Cohn y a su hija Rita
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, de modo que ante la falta de espacio físico y la emergencia de la circunstancia, se puso en contacto con la hermana Charlotte, superiora del convento de las Adoratrices, en cuya capilla de Saint Joseph Kirche, en Menzelstrasse, celebraba la misa y por el momento solventó la situación alojándolos en la sacristía.

La detención de Bukoski precipitó los acontecimientos e hizo que tuvieran que tomarse decisiones apresuradas. Era urgente desmontar la ampliación que había realizado Eric. Si al regreso de los Hempel se descubriera que en su ausencia se había usado la abandonada residencia para montar una emisora clandestina, ellos quedarían totalmente al margen del tema y exonerados de toda culpa. Si por el contrario tal cosa sucediera habiendo regresado, nada podría salvarlos. La decisión era inaplazable. Al día siguiente de la partida de August para Grunwald, aprovechando que Glassen se había puesto en contacto con Karl Knut, decidieron, tras comprobar que la mansión que había sido de los Pardenvolk continuaba abandonada, proceder a desmontar la emisora luego de salir al aire por última vez, para notificar al mundo que en el campo de Belzec se había experimentado un nuevo gas, el Ziklon B, para acelerar la muerte en los crematorios y que de esta manera habían gaseado a seiscientos mil judíos y que así mismo se estaban llevando a cabo esterilizaciones masivas en Birkenau.

Glassen acudió al convento de las Adoratrices y la hermana Charlotte le introdujo sin demora en la sacristía donde se habían refugiado sus compañeros.

Arrimados a la pared se veían dos catres que eran los que ocupaban Sigfrid y Karl. Vortinguer, que había acudido al igual que Glassen, al no haber tenido contacto alguno con Bukoski, no corría peligro. El miedo fue durante los días posteriores a la detención de Hanna. Él y August vivieron en la angustia de saber que cualquier noche los podrían detener, pero al pasar los días, y tras el juicio y el posterior envío de la muchacha a Flossemburg, dedujeron que no habían podido doblegar su ánimo y no había hablado. Hanna había soportado los interrogatorios demostrando que en el interior de su esbelto cuerpo se alojaba un espíritu de acero templado. La hermana les había habilitado un pequeño refugio y su higiene personal la solventaban en un cuarto al fondo del jardín que así mismo, durante los días que acudía a arreglar los arriates del pequeño huerto de las monjas, era usado por el jardinero pues, como hombre que era, no podía entrar en la clausura de las hermanas.

Lo primero que dijo Glassen al verlos y tras los correspondientes saludos fue:

—Es evidente que ese cerdo os ha vendido. Esta mañana, siguiendo las indicaciones que me ha trasmitido Karl, me he acercado al taller metalúrgico de Libenstrasse que nos servía de centro de reunión, la Gestapo estaba dentro. ¿Qué hacemos ahora?

—Sentémonos, será mejor ponernos cómodos, hay que tocar muchos temas y sopesar bien cuáles son las prioridades.

Los cuatro huéspedes de la sacristía se sentaron en los catres. En un tablero que se utilizaba para depositar los ornamentos de la liturgia, se veían restos de comida que la hermana había tenido a bien proporcionarles. El padre Harald Poelchau había acudido por la mañana y, tras la celebración de la misa, había departido con ellos demandando qué era lo que podía hacer. Le respondieron que bastante había hecho y quedaron de acuerdo para que él hiciera de enlace, en caso de que fuera necesario comunicar alguna cosa al exterior.

—He meditado toda la noche. No creo que a Bukoski le convenga nombrar a los Pardenvolk, sería para él muy comprometido que, como jefe de la célula, lo relacionaran con los que llevasteis a cabo el atentado del Berlin Zimmer. Si niega la mayor, y quiere eludir la responsabilidad que le cupo, ha de desentenderse de mi hermano y por tanto de mí y de rebote de ti y de Karl.

—Tal vez —opinó Knut.

—No dudes que no es lo mismo ser un viejo jefe comunista, al que recluirán en un campo reformatorio de antisociales, que haber liderado un atentado. Los grados de tortura de esta gente no son los mismos. Sabemos de camaradas que aún sobreviven en los campos de trabajo.

—Tal vez tengas razón, Bukoski es un viejo zorro del asfalto y tiene el instinto de conservación muy arraigado.

—Lo único que me preocupa es que tal vez pueda más su odio a los judíos que ese sentido de supervivencia al que aludes —argumentó Vortinguer.

—Si puede alegar que fue ajeno a lo del Berlin Zimmer y que el atentado se hizo sin su conocimiento y por elementos judíos que querían vengar la Noche de los Cristales Rotos, entonces da por seguro que echará toda la mierda que pueda sobre Manfred, del que afortunadamente ignora tanto la operación de estética como el paradero, y por consiguiente te salpicará a ti.

—De cualquier manera, ignora dónde está instalada la emisora y pase lo que pase no puedo cargar a los tíos el muerto. De manera que si alguien tiene miedo lo doy por excusado y lo digo en serio, pero yo voy.

—Yo contigo —dijo Karl.

—Yo se lo debo a tu hermana —fue Vortinguer el que habló.

—Yo estoy cagado de miedo y lo reconozco, pero creo que soy el único realmente imprescindible. Nada sucede la víspera. Si ha llegado mi hora iré al encuentro de mi destino y si aún no ha llegado juro, porque yo soy un comunista que cuando está en apuros cree en Dios como todos, que es la última vez que me meto en algo así —añadió Fritz.

—Dijiste lo mismo el día del Berlin Zimmer.

—Lo sé. Soy un imbécil que jamás escarmienta, pero esta vez será la última.

Entre el amor y el deber

Y llegó
tammuz
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, las dudas de Esther persistían y luchaban dentro de su corazón dos fuerzas antagónicas e igualmente poderosas. De una parte el amor hacia Simón y el descubrimiento de lo que era la pasión de la carne alumbraba sus noches, y de la otra un sentimiento de lealtad y la profunda bondad que emanaban de Rubén presidía sus días, haciendo que, una vez salvada la seguridad de sus hijos, sintiera que su obligación era permanecer en Sevilla, junto a él y hacer frente a lo que viniera.

A los dos días del regreso de Córdoba, ya con todos los temas fiduciarios diligenciados, Rubén requirió su presencia de nuevo, a fin de informarla de todas aquellas cosas que hasta la fecha habían sido de su exclusiva competencia y que a partir de aquel momento pasarían a ser responsabilidad de Esther. Sobre la mesa del pequeño escritorio estaban esparcidos una serie de documentos. Dom Sólomon, haciendo honor a su amistad y al revés de otros muchos banqueros —sobre todo genoveses, que habían especulado con la desgracia de los que, sospechando lo que se avecinaba, habían intentado pignorar sus bienes y vender sus propiedades—, se había limitado a cargar en los pagarés y letras que había entregado a Rubén a cambio de dinero, metales preciosos y joyas, el justo y correspondiente montante que figuraba en los documentos —que cualquier banca de cualquier país cambiaría sin poner dificultad alguna, y que era la manera de no malbaratar las propiedades que, aparte de la quinta del Arenal, habían comprado en Sevilla (dos almacenes, una cuadra y tres casas que tenían alquiladas a sendas familias)—. Rubén dejó las escrituras correspondientes en custodia del banquero cordobés, que a su vez consignó en la ceca de un mudéjar
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amigo, por si el incendio que estaba aventando el arcediano llegaba hasta Córdoba, y a la libre disposición de Esther.

—Rubén, si halláis el medio para poner a salvo a nuestros hijos, permaneceré a vuestro lado, aunque no como vuestra esposa, hasta que el peligro haya cesado. Me siento mal dejándoos aquí y huyendo como las ratas cuando el barco está en peligro de zozobrar.

—La suerte está echada, Esther; esta mañana en la sinagoga he recibido otro escrito amenazante, ved lo que pone este papel. —Al decir esto último le entregó un escrito y Esther pudo leer: «Recordad la pasión de nuestro Señor, éste es el último aviso.

Un amigo.»—. Ahora soy yo el que temo por mi familia, y, aunque no sé bien lo que quiere decir intuyo un gran peligro que me ha hecho tomar una decisión irrevocable.

Ella le devolvió el escrito temblorosa.

—¿Cuál es ésta?

—Como padre de los niños, y todavía como vuestro esposo, os exijo que partáis hacia Jerusalén, en compañía de Sara y de Gedeón. A través de dom Sólomon, he obtenido cinco boletos para
La Coimbra,
una galera portuguesa que debe zarpar de Sanlúcar hacia Túnez cuando la marea lo permita, que será el día 12 de este mes, fecha en la que la luna ya habrá alcanzado el plenilunio. Ocuparéis, junto con los niños y con Sara, el mejor camarote de la nao, que es el que está bajo el castillo de popa, en cuya parte superior se aloja el capitán. Gedeón viajará en la toldilla, ambos aman en demasía a nuestros hijos para obligarlos, en su vejez, a quedarse conmigo y perder así el único motivo que todavía les hace estar vivos, amén de que eran criados de vuestra casa y por grande que sea el afecto que sientan por mí jamás igualará el que os profesan a vos y a los niños. Cuando lleguéis a vuestro destino, partiréis hasta Jerusalén en una caravana que irá protegida hasta atravesar Egipto. Al llegar allí quedaréis instalada cerca de vuestra madre. Y ahora quiero deciros lo más importante, lo he meditado a fondo, no quiero conocer al hombre a quien entregasteis vuestro corazón y comprenderé que, guardado el tiempo que obliga el decoro, lo desposéis. Si decidís vivir en Jerusalén, bien está, y si fuera en otro lugar deberéis hacérmelo saber, tengo derecho, como padre y tal como os dije, a conocer el lugar donde vayan a parar mis hijos para poder acudir a verlos cuando mis obligaciones me lo permitan. Sé que mejor que con su madre no estarán con nadie e igualmente sé que la persona que ha elegido vuestro corazón cuidará de ellos, de otra manera sería impensable que lo aceptarais. No hace falta que lo penséis, creo que tengo derecho por lo menos a esto. Si os ama tanto como vos lo amáis a él, que vaya a reunirse con vos en Jerusalén.

Esther sintió que nada al respecto podía añadir, pues las decisiones que tomaba Rubén y que afectaban a sus hijos eran inamovibles y además pensó que su ruego era justo y que se lo debía. Pero pasado un instante preguntó:

—Y ¿por qué no venís con nosotros hasta ver cómo quedan las cosas y luego regresáis?

—Es inútil, esposa mía; precisamente si acontecieren las cosas que tanto os atemorizan es cuando más cerca debo estar de mis fieles, no quiero alejarme de Sevilla ni un día, porque no digan que he huido y que he abandonado a los míos. Si ocurriera algo, quiero estar con ellos, al frente de mi sinagoga, cumpliendo con mi obligación.

—Entonces, si ésta es vuestra decisión definitiva y no queréis considerar alternativa alguna, creo que es mejor que agilicemos los trámites de nuestro divorcio. Buscad a diez hombres justos y que dos de ellos sean testigos del rompimiento de nuestra Ketubá
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.

Al decir esto último, los bellos ojos de Esther sonreían tristes y una lágrima furtiva pugnaba por escapar de ellos.

El padre Leiber

Era por la tarde; la hora, las siete. Un cielo de nubes desflecadas anunciaba un crepúsculo lluvioso sobre la Ciudad Eterna. El claustro de la prestigiosa Pontificia Universidad Gregoriana estaba prácticamente vacío. Dos hombres daban lentas vueltas bajo sus abovedados arbotantes en tanto un surtidor de camarinas aguas añadía su nota armónica en aquel marco de paz incomparable. Uno de ellos era un clérigo de unos cincuenta y pico y sin duda, por su empaque y distinción, de alto rango. Su rostro tenía un perfil romano, cejas prominentes que sombreaban unos ojos inteligentes, una gran nariz sobre la que descansaba el puente de unas gafas sin montura, sin duda de alto precio, la boca generosa y una agradable sonrisa. Negra sotana impecable, ceñida en su cintura por la ancha faja negra característica de la compañía de Jesús, sobre su pecho una cruz cuyo vástago inferior se ocultaba entre la botonadura de su traje talar; un solideo morado completaba el atuendo.

El otro, más joven y algo más bajo, tendría unos treinta años, facciones correctas en las que desentonaba una nariz de púgil, ojos negros, pómulos marcados y un pelo rojo ensortijado. Vestía ropas comunes. Pantalón gris de canutillo y jersey verde oscuro abierto en pico, una camisa blanca y una trenca abierta que le llegaba por encima de las rodillas, calzaba botas tobilleras de cuero negro.

Al padre Leiber
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, hombre de vastísima experiencia, consejero papal y catedrático de Historia de la Iglesia, no le podía pasar inadvertida la mirada huidiza y la expresión atormentada de aquel joven que se presentaba ante él con la referencia explícita de su parentesco con Frederick Kausemberg, viejo amigo de los lejanos tiempos de Múnich y la de la no menos influyente Gertrud Luckner, valerosa mujer de ascendencia inglesa que empeñaba sus mejores esfuerzos para, a través de Cáritas Internacional, propiciar la salvación al mayor número posible de personas perseguidas por los nazis, sin distinción de credos ni razas.

Las voces eran quedas, como correspondía a las circunstancias, y por más abundamiento, el chorro del agua saliendo de las bocas de cuatro retorcidas carpas de piedra ubicadas en las esquinas del surtidor, apagaba sus ecos.

—Y ¿qué tal está mi buen amigo Frederick y su distinguida esposa?

—Hace mucho que nada sé de ellos, pero imagino que seguirán en Viena, en caso contrario mi padre me hubiera dicho algo.

—¿Y me dice usted que sus padres se refugiaron en Austria, en casa de sus tíos, antes de que estallara el conflicto y que ahora están en Budapest?

—Exactamente, padre. Mi miedo es que se enteren de alguna manera de la desgraciada suerte de mi hermana. Mi madre moriría. Es por eso que le ruego que haga algo por ella si le es posible; mi gratitud hacia usted sería eterna.

—Intentaremos hacer algo, pero nuestra esfera de influencia es relativa. Son infinitas las peticiones que recibe el Vaticano de escalofriantes casos particulares que afectan a familiares y amigos. Pero la política requiere distinguir objetivos y gastar energías en cuestiones que afecten a grandes grupos de personas por no emplear esfuerzos baldíos y comprometidos en causas terribles pero relativas, y perjudicar de esta manera a los católicos alemanes que, no olvidemos, están bajo la férula del nazismo. No podemos ignorar que desde 1933 se han cerrado más de quince mil colegios religiosos, no existe organización juvenil alguna de corte católico que no se haya anexionado a las juventudes hitlerianas, sus dirigentes apresados, amenazados o huidos. La reacción del gobierno alemán (cuando el anterior pontífice, ayudado por Michael Faulhaber, arzobispo de Múnich y Frisinga, publicó subrepticiamente en las iglesias la encíclica
Mit brennender Sorge
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fue terrible
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