Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿Sabéis lo que ha pasado?
—Todos los periódicos hablan de ello —respondió Sigfrid.
—Vengo ahora de la calle, me he encontrado a tía Anelisse, pero ya te contaré, a mí me preocupa lo que se está cociendo. —La que así habló fue Hanna.
—¡Te dije que no la vieras hasta que yo te avisara! Esto no es un juego, Hanna. ¿Cómo ha sido?
—No importa ahora, Manfred, ha sido una casualidad que no he podido evitar, ella ha venido a mí, ¡no podía salir corriendo! Hablemos de lo que nos preocupa, ¿qué hacemos ahora?
Manfred pareció calmarse.
—Helga ha ido a la universidad y tú, Hanna, debes hacer lo mismo. Procurad enteraros entre las dos de la postura que adoptan al respecto las diversas facultades. Tú, Sigfrid, vete al bar del hotel Adlon, habla con tus conocidos, a ver si logramos anticiparnos a alguno de los movimientos de esta gente, que sin duda los hará, y salvamos los muebles, porque se avecina algo gordo.
Pero fue inútil, y los sucesos de aquella noche rebasaron las fuerzas de los hermanos. Las turbas nazis se lanzaron a las calles ante la inoperancia de la policía, arrasando los comercios de los judíos, quemando sinagogas y acabando con la vida de noventa y un buenos alemanes, dejando malheridos a otros tantos. Amaneció la ciudad, tras aquella noche de locura colectiva, sembrada de cristales como consecuencia de las lunas rotas de los escaparates de las tiendas, el paisaje era dantesco. Berlín parecía una ciudad que amaneciera luego de una batalla. La historia bautizó aquella jornada como
Kristallnacht,
la Noche de los Cristales Rotos.
La tácita autorización del gobierno que dio luz verde a los desmanes que se cometieron en la noche del 9 de noviembre de 1938 contra el estamento judío culminó con la detención de más de treinta mil personas que fueron deportadas a los campos, la destrucción de unos seis mil negocios y una multa de un millón trescientos setenta y cinco mil marcos que éstos tuvieron que pagar como compensación por lo que dijeron era una provocación por la muerte del diplomático destacado en París a manos de un muchacho de diecisiete años que quiso de esta manera vengar la infamia que se había cometido con su padre. Todos los que participaron en semejante ignominia fueron absueltos por el Tribunal Supremo del Partido «siempre que durante la acción no hubieran cometido algún acto de indisciplina ni tenido ningún contacto vergonzoso para la raza aria»
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. El encargado de negocios británicos de la embajada de Berlín comunicaba en un escrito fechado el 16 de noviembre que no había encontrado entre todos los estamentos del pueblo alemán un solo individuo que no desaprobara el hecho, ni entre los políticos del partido socialista ni entre altos mandos del ejército, y concluía: «Pero creo que todo ello no va a tener la menor influencia en la horda de enajenados mentales que actualmente ejerce el poder en la Alemania nazi
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.»
Dos nuevas leyes acabaron de ensombrecer el panorama para el resto de judíos que no habían podido o no habían querido huir de Alemania. La primera datada el 3 de diciembre prohibiéndoles acudir a gran número de teatros, piscinas y conciertos e inclusive pasar por ciertas calles, entre ellas la Voss y la Wihelmstrasse desde la puerta de Brandemburgo hasta el cruce con Blucher; y la segunda, la prohibición, por parte del jefe de policía de Berlín y fechada el último día del año, de conducir cualquier clase de vehículo. Como contrapartida a estos vergonzosos hechos se pudo registrar algún gesto que mantenía la fe en la dignidad de algunas personas, el general Beck, jefe del Estado Mayor, dimitía de su cargo por desacuerdos con la política represiva y belicista de Hitler, siendo sustituido por el general Franz Halder. Y el que fuera campeón del mundo de boxeo del peso pesado Max Schmeling, que se había negado a pertenecer al Partido, salvó, aquella noche, la vida de dos hermanos judíos, ocultándolos en sus habitaciones del hotel
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. Su popularidad entre la juventud alemana le salvó, por el momento, de la venganza de Hitler
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.
En cuanto a la política exterior, las potencias occidentales, y en nombre de ellas sus primeros ministros Chamberlain y Daladier, aceptaron, el 29 de septiembre, en lo que se conoció como el Pacto de Múnich, la proposición del «intermediario» de Hitler, Benito Musolini, acordando que del 1 al 10 de octubre Alemania ocuparía el territorio de los Sudetes. Este cambio del
premier
inglés que contravenía su primitiva postura adoptada el 22 del mismo mes en la reunión que mantuvo con el Führer en el hotel Dreesen de Bad Godesberg, se debió a que Hitler declaró que ésta era la última exigencia territorial de Alemania con respecto a Europa. El acuerdo de Múnich hizo fracasar el golpe antinazi de los generales Oster, Halder y Von Witzleben preparado para el caso de una declaración de guerra por parte del Führer que hubiera metido a su patria en una conflagración mundial
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.
Los comienzos de 1939 trajeron, si cabe, peores augurios para el pueblo judío. En enero, Hitler se quitó la careta y declaró abiertamente su intención de aniquilarlos; para ello ordenó a Góering y a Rheinard Heydrich que establecieran la obligación de la emigración total. En febrero se publicó la ley que obligaba, bajo pena de muerte, a todos los judíos a entregar cualquier cantidad u objeto de oro o de plata que tuvieran en su poder. En marzo las tropas nazis entraron en Checoslovaquia y en el mismo mes los judíos perdieron todos los derechos que como inquilinos tenían y fueron expulsados de sus casas y reubicados, en míseras condiciones, en barrios marginales.
Finalmente el talante y la hipocresía del resto del mundo se hicieron patentes cuando en mayo se obligó al
San Luis,
barco de pasajeros con más de novecientos treinta judíos a bordo, a regresar a Europa luego de negársele la entrada en Cuba y en Estados Unidos.
Todas estas circunstancias habían influido de forma definitiva en las vidas de los hermanos Pardenvolk, así como en las de Eric y de Helga.
Ésta y Hanna habían dirigido todos sus esfuerzos a desprestigiar, dentro de la universidad, al partido en el poder y para ello les vino como anillo al dedo el descubrimiento de la Rosa Blanca
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. Por otra parte, a Helga la habían decepcionado y no poco las noticias que llegaban de la Unión Soviética. Rusia, secundando a Alemania a la que estaba unida por el tratado de no agresión firmado por Molotov y Von Ribbentrop en presencia de Stalin el 23 de agosto de 1939, había comenzado a someter así mismo a sus judíos
a progroms
degradantes.
La cosa fue que un amigo de confianza les avisó que a las ocho de la tarde alguien que venía de Munich iba a hablar en el Schiller Kabaret de un tema muy importante que les podía interesar. El local se había visto forzado a cambiar de actividad dada a la represión que sufrían todos los lugares dedicados a las variedades y en los que un cómico pudiera coger un micrófono y desde el escenario burlarse o imitar a los jerarcas del Partido con chistes de doble intención. Ante este panorama su propietario Werner Fink
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que también lo era del Katacombe, lo alquilaba para eventos puntuales en los que no se llevara a cabo actuación artística alguna, de tal manera que la Gestapo, al conocer que la actividad prohibida había cesado, raramente acudía al local. Ése era el motivo que en aquella ocasión lo hubiera alquilado al grupo que organizaba la reunión creyendo que era cosa de estudiantes e ignorando lo que allí se iba a cocer.
A las preguntas que hicieron las chicas al respecto de quién iba a asistir, contestó que gentes como ellas, cuidadosamente seleccionadas, que amaban la libertad y que no estaban conformes con lo que estaba pasando en Alemania. Entonces les suministró unas contraseñas que extrajo de su cartera. Las chicas comentaron el hecho a Manfred, que ejercía su autoridad sobre el grupo, y tras recomendarles prudencia aceptó que fueran con los ojos abiertos y el oído atento. Al llegar al pequeño local de la calle Livland observaron que el tipo de público que concurría aquella noche no era el de cada día. La clientela habitual de artistas aficionados, rostros barbudos y gentes que estarían sobre los treinta y cinco años había sido sustituida por un tipo de público mucho más joven, de aspecto universitario, que se acercaba al local cargando con mochilas de hule y libros sujetos con gomas elásticas. Al acercarse a la puerta, ambas pudieron observar que la entrada estaba al cuidado de cuatro fornidos muchachos que, sin que fuera evidente, cautelaban de manera sutil el paso al interior. La cola no llegaba a formarse, pero en la puerta se arremolinaba el personal. Cuando llegaron a la altura de uno de los seudoporteros, observaron que éste interrogaba al grupo que las precedía y que la gente comenzaba a rebuscar en sus bolsillos y carteras entregando los cartones que les había suministrado su compañero y que tras hacerlo, pasaban al interior. Helga y Hanna prepararon los suyos y, al ser requeridas, los entregaron, dejándose a continuación llevar hacia el interior por la marea de estudiantes en la que estaban inmersas y que de no haber tenido la precaución de darse la mano hubieran sido separadas, ya que Helga, que era menudita, apenas tocaba con los pies al suelo. Al entrar se dieron cuenta, tras comprobar la selección de la entrada y el tipo de público que había acudido, que lo que ellas imaginaban iba a ser una reunión como tantas otras de las que se hacían en las aulas de la universidad y a las que acudía la gente con la sana intención de armar alboroto para acabar pegándose en el patio central con los partidarios del partido nazi, era en verdad una auténtica reunión clandestina, cuyos organizadores eran conscientes de que lo que allí se iba a dilucidar podía tener, caso de ser descubiertos, unas dramáticas consecuencias. El humo del tabaco hacía que el ambiente, en verdad, estuviera caldeado y caso de levantar un brazo para intentar coger la consumición que uno de los atareados camareros pretendía largar desde la barra, el problema era unirlo de nuevo al cuerpo. Todas las mesas estaban ya ocupadas y así mismo los taburetes adosados a las paredes. Al final, y junto al pasillo que iba a los servicios, alguien levantó una mano intentando hacerles una señal.
—Sígueme, Helga, allá está Klaus Vortinguer y me parece que guarda dos sitios.
—¿Quién es Klaus Vortinguer? Yo no lo conozco.
—Ahora te lo presento, antes estudiaba farmacia, a veces lo encontraba en el bar, era amigo de mi hermano.
—Entonces sabe que no te llamas Renata Shenke.
—No te preocupes, es judío como yo y hoy en día nadie habla de nada hasta que sabe que el interlocutor es de confianza. ¡Sígueme!
Las dos muchachas consiguieron lenta y heroicamente acercarse al lugar donde, ¡milagro!, se veían dos sillas desocupadas que Klaus defendía a brazo partido. Vortinguer había sido el capitán del equipo de atletismo de farmacia y había tenido que abandonar la facultad por su condición de judío. Hacía por lo menos medio año que no se habían vuelto a ver y el hecho de encontrarlo en aquel lugar indicó a Hanna que lo de aquella noche iba en serio.
—¡Hola! ¡Cómo me alegro de verte, no sabía que eras de mi cuerda política! —le largó nada más verla.
—Y yo a ti, desapareciste de repente y no supe más nada, te podías haber despedido de los amigos, vamos digo yo —argumentó Hanna.
—Hablemos en serio, no me fui, me echaron como a todos y tengo que andar con mucho cuidado ya que, a causa del atletismo, era demasiado conocido. ¿Qué es de Sigfrid?
Klaus era amigo de su hermano, aunque tres años más joven, y antes del percance compartía el gimnasio con él.
—Ya sabes que tuvo que dejar el deporte, para moverse en la vida. La pierna le funciona, pero le ha quedado una cojera crónica que le impide cualquier actividad deportiva como no sea el tiro con arco o el billar.
—Fue una pena, era un gimnasta impresionante y tres años antes de la Olimpiada estaba inmenso, pero tal vez sea mejor así porque imagino que no le hubieran dejado competir. Dale muchos recuerdos míos y dile que si quiere algo que me llame.
—¿Dónde?
—Te voy a dar una dirección y un teléfono.
En tanto el muchacho intentaba extraer su billetero del bolsillo trasero de su pantalón para poder sacar una tarjeta, Hanna le preguntó:
—¿Para quién eran estos sitios?
—Iban a venir August Newman y su amigo, gente que piensa igual que nosotros, pero no han podido venir.
—Newman... Newman, me suena mucho.
—Claro, lo habrás visto alguna vez, es profesor auxiliar de filología inglesa, un tipo estupendo.
—Y tú, ¿cómo es que tienes este sitio tan bueno?, ¿has llegado el primero?
Klaus había conseguido al fin sacar su cartera y ya tenía en la mano una tarjeta en el que anotaba unas señas y un teléfono. En tanto se lo entregaba a Hanna comentó jocoso:
—Eres muy fisgona, chica, ¿no te han dicho que es mejor no preguntar?
—Curiosidad femenina únicamente, las mujeres somos así.
El muchacho se puso serio.
—Estos angelitos que has visto en la puerta son gente mía, y los que han organizado el acto me han encargado la seguridad, ahora me dedico a esto, y por cierto cada día hay más trabajo, es por lo que quiero que me llame tu hermano; preséntame a tu amiga.
—Mira, Rosa, compañera de niñez y ahora de facultad.
Los jóvenes se saludaron dándose la mano y sin casi oírse, tal era el tumulto de voces. Todos se fueron acomodando. Súbitamente detrás de Klaus apareció, como por ensalmo, un individuo ancho como un armario ropero que venciendo el barullo con la voz, le preguntó:
—¿Te parece que empecemos ya?
Klaus miró la esfera de su reloj y respondió:
—Avisa a la puerta, di que no entre nadie más y vamos para adelante.
El «armario» desapareció por una puertecilla lateral que daba a una escalera de servicio y al cabo de unos minutos las luces se fueron apagando y, por un efecto mimético, las voces, a la vez, disminuyeron de volumen.
Una rueda de luz iluminó el fondo del escenario por donde los artistas acostumbraban a salir, en los días en los que el Schiller desarrollaba su normal actividad, y súbitamente, rompiendo el círculo blanco que iluminaba la cámara negra, apareció un estudiante que, tirando del cable del micro que se había enganchado en el cortinaje, se presentó ante el público.