La Saga de los Malditos (19 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Eric escuchaba la feroz diatriba de su amigo y, porque ya no tenía argumentos y en el fondo le daba la razón, desvió el tema.

—Te advierto que el material que hará falta es bastante voluminoso.

—Se te suministrará una camioneta con todo el equipo que hayas solicitado, no te preocupes por ello, entrarás por detrás. Sigfrid te esperará en la puerta posterior del jardín, la que da al garaje, y, entre los dos lo trasladaréis a la torre en varios viajes explotando las ausencias de los tíos, ya que aprovecharemos uno de los muchos fines de semana que se van al campo, a casa de la madre de Anelisse.

—Pero ¿sabes a lo que expones a los que viven en la casa en el caso de que os descubran?

—Lo sé pero no hay más remedio, las órdenes que tengo son precisas, además el beneficio supera en mucho al riesgo, lo que te pido que hagas puede salvar, en el futuro, un sinfín de vidas. Todo está calculado.

—Por mí no hay inconveniente. ¿Cuándo piensas que podré ponerme a trabajar?

—Sigfrid te lo comunicará, lo primero es que me proporciones la lista de los materiales que precises para llevar a cabo lo que te pido.

—¿Cuándo y dónde quieres que te la entregue?

—Dásela a mi hermano, él se ocupará de hacérmela llegar.

—Cuenta con ello. Imagino que tú y los tuyos sabéis lo que os lleváis entre manos.

—Descuida, nos jugamos mucho en este envite para obrar con ligereza.

—Bien, ¿qué es lo bueno que me tenías que explicar?

Manfred se acomodó en su silla, hizo una pausa y compuso un gesto solemne, queriendo indicar con todo ello que lo que iba a revelar era importante.

—Hanna va a regresar a Berlín.

La expresión de Eric cambió por completo y un leve parpadeo denunció el impacto que la noticia le había causado y casi se le derrama la bebida.

—Tengo tantas cosas que preguntarte que no acierto por dónde empezar, lo primero es ¿cuándo?

—Lo ignoro, únicamente te diré lo que yo sé. En primer lugar, tú eres el motivo de su regreso, eso no lo dudes. Mi hermana es ya una mujer y ha tomado en sus manos las riendas de su destino. Su carta ha llegado a un apartado de correos que únicamente conoce mi padre y desde el momento que ella escribe es que mi padre le ha facilitado la dirección, además hay que leerla entre líneas.

—¿Tienes aquí la carta?

Manfred no contestó, se limitó a rebuscar en el bolsillo superior de su cazadora, de él extrajo un sobre color crema que tendió a Eric a través de la mesa, éste lo tomó en sus manos sin dejar de mirar a Manfred. Luego, antes de abrirlo, extrajo de su pitillera de plata un cigarrillo inglés y tras encenderlo nerviosamente con su mechero Dunhill y expulsar el humo se excusó con su amigo y le ofreció la pitillera.

—No gracias Eric, lee.

El muchacho, tras observar con deleite la amada y pequeña escritura que únicamente señalaba la numeración y el código de un apartado de correos, extrajo la carta del sobre y se dispuso a leer.

Querido amigo:

Como ya te expliqué en mi última carta he finalizado los estudios y antes de integrarme al mundo laboral he decidido ampliarlos y hacerlo, claro está, en la Universidad de Berlín a fin de conocer más fondo la nueva Alemania de Adolf Hitler. De todas formas, tú me conoces desde los tiempos de la Olimpiada y no te puedo engañar, mucho ha influido en mi decisión el recuerdo de aquel estudiante de ingeniero de comunicaciones que conocí durante aquellos inolvidables días y del que hace tiempo no sé nada. Te ruego me busques una pensión modesta o mejor una familia en donde pueda alojarme hasta que decida mis planes de futuro, que reconozco dependen en gran manera de si se acuerda él de mí como yo de él. Todavía desconozco el día de mi llegada ni el medio de locomoción, en cuanto lo sepa te lo comunicaré para que hagas por recogerme, ya que no conozco bien Berlín y una ciudad tan cosmopolita asusta a una muchacha provinciana y de un país pequeño como el mío. Da recuerdos a todas las personas que me presentaste aquellos días y tú recibe el afecto de tu amiga.

Renata Shenke

Las preguntas que hizo un Eric transido de felicidad fueron infinitas, ya que aquella carta críptica necesitaba de aclaraciones que Manfred le dio en la medida de sus posibilidades. Avanzada la tarde, los amigos se separaron acordando verse para aclarar cualquier duda sobre el trabajo a realizar o cuando éste hubiera terminado. O antes, si el acontecimiento anunciado al respecto de Hanna llegaba a producirse.

Sigfrid

Se había consagrado en cuerpo y alma a la lucha contra el partido nazi y si bien las ideas comunistas no habían calado en su ánimo reconocía que únicamente, perteneciendo a él, podía hacer algo por los suyos, ya que tras la charla con su hermano, la noche que éste le explicó lo que venía haciendo hacía ya años, se sintió profundamente egoísta y aquella nueva tarea le ayudó a despertar su aletargado espíritu de luchador y a recuperar su autoestima. Karl Knut aceptó, de mil amores, al nuevo recluta, tras consulta previa con Bukoski, el comisario político encargado de su grupo. Además de ir avalado por su hermano, ofrecía unas ventajas que intuyó rápidamente, su porte atlético, su decisión, su amor al riesgo y su estatus social, que convenía mantener, podrían rendir pingües beneficios al partido siempre que se le supiera fabricar una imagen de vividor y persona generosa y amiga de divertirse con sus amigos.

Una cosa quedó clara desde el primer momento: su afiliación debía ser absolutamente secreta y por tanto su íntimo amigo Eric, por el momento, nada debía saber de su nueva actividad. Así que de esta manera quedó el tema: Manfred, que era el raro y el bohemio de su casa, abandonaría la residencia de los Pardenvolk y él quedaría en ella como el hijo amargado por su desgracia y al que nada importaba la política. Esto creyeron Stefan y Anelisse y en el fondo de sus corazones se alegraron de que la situación quedara así resuelta ya que, pese a la protección de Reinhard Heydrich, temían que un día u otro compareciera la Gestapo, indagando sobre el paradero de los Pardenvolk. Y pese a que la compra de la mansión se había llevado a cabo dentro de los estrictos límites de la legalidad, en aquellos tiempos era fácil retorcer los argumentos y buscar las vueltas a las personas, sobre todo cuando dicha compra había sido llevada a cabo pocos meses antes de que tres de los miembros de la familia abandonaran Alemania.

Eric

El año anterior había cambiado la vida de Eric. Poco quedaba de aquel joven soñador y optimista que creía a pie juntillas que el destino de Alemania había dado un giro de ciento ochenta grados gracias al nuevo régimen. Los hechos eran tan apabullantes que era imposible aplicar paños calientes a la situación, y su repertorio de justificaciones ante la batería de argumentos de Manfred resultaba vano e intrascendente. Pero pese a todo, su amor a Alemania, fomentado desde su niñez por su madre, y la esperanza de que el gobierno depusiera aquella actitud antisemita prevalecían en su ánimo. Luego, y sobre todo ello, estaba lo de Hanna. Fue al mes y medio de su partida cuando se dio cuenta de que el hecho judío tenía que ver, y mucho, en su vida. Lo que debía haber sido un tiempo corto de separación se había convertido en un algo que escapaba a su control y que intuía largo y nebuloso. Al principio fueron alegres noticias de lo maravilloso que estaba resultando el viaje y lo mucho que le echaba de menos, luego el tono fue cambiando y algo en su interior le dijo que tras todo aquello se ocultaba una situación que no alcanzaba a descifrar, pero que sin duda era grave y preocupante. Hanna en sus cartas le daba a entender que lo amaba apasionadamente pero que su separación sería larga y que era una incógnita lo que la vida les deparara en un futuro; luego le insinuó que por el momento iba a residir un tiempo en Viena pero que iba a cambiar de domicilio y que le iba a resultar imposible escribirle y que tampoco él lo intentara. Finalmente un silencio hosco se instaló sobre todo el tema y aunque intentó sonsacar la nueva dirección a Sigfrid, éste le respondió que aunque le pareciera imposible, tampoco él la sabía. La familia Pardenvolk había desaparecido, el antiguo teléfono sonaba y sonaba en el vacío más absoluto y una impersonal voz de telefonista le informaba de que el número que marcaba había sido dado de baja. El hecho era que Leonard había conseguido, con dinero e influencias, tal como había dicho a Stefan antes de partir, un indefinido permiso de residencia para toda la familia y de trabajo para que él pudiera ejercer el comercio. El poderoso Gremio del Diamante cuya central se ubicaba en Amsterdam era casi omnipotente y jamás abandonaba a los suyos; sin embargo la única condición que se le exigió, cuando su representante en Viena le entregó los nuevos documentos, fue que, por el momento, no diera ni a sus más íntimos sus nuevas señas de identidad ni su nueva dirección. Éste fue el motivo por el que ni los más allegados tuvieran noticia de lo que había ocurrido con los Pardenvolk.

Los tiempos en los que Eric se molestaba en negar o por lo menos en justificar cualquier actuación del régimen, habían pasado a la historia. Los hechos eran evidentes y el negarlos era estúpido, y aunque la gente evitara hablar de ello y corriera sobre el tema un espeso muro de silencio, nadie dudaba que era mal asunto en aquellos tiempos ser amigo de judíos y más aún de comunistas. Sin embargo, Eric hacía caso omiso de estas recomendaciones y su amistad con Sigfrid permanecía inalterable, se sentía solidario de sus fobias y sentía en carne propia las variaciones de sus estados de ánimo que iban de una extraña melancolía a una euforia injustificada, al punto que alguna vez sospechó que Sigfrid tomaba estimulantes: su amigo, desde la partida de sus padres y la marcha de su hermano pequeño, se sentía muy solo, y en su opinión su afición al buen coñac le estaba matando. A Eric le costaba arrancarlo de su hedonista forma de entender la vida aunque lo intentara frecuentemente, y se acercaba a él ya fuera para hacerle compañía o fuera para intentar sonsacarle algo de la situación de Hanna. La respuesta era invariable, «nada sé pero aunque lo supiera nada te diría, ellos lo quieren así, pues que así sea, pero además, no me interesa la política. A mí me han jodido la vida y lo único que quiero es divertirme. Yo no soy como Manfred, él es un idealista y yo soy un epicúreo, el tiempo que me quede lo pienso pasar lo mejor posible y mientras no se metan conmigo o con los míos para mí son iguales los nazis que los comunistas, mismos perros con distintos collares».

Hanna

Un año y medio había transcurrido desde que los Pardenvolk habían abandonado Alemania al finalizar los fastos de la Olimpiada.

Los primeros días en Viena pasaron rápidamente, madre e hija se dedicaron a visitar la bellísima ciudad acompañadas por Adelina, la mujer del tío Frederick y entre visitas a la residencia imperial de Hofburg, la catedral de San Esteban, Shonbrun, museos, conciertos de violín, funciones de ópera, exhibición de los caballos lipizanos de la escuela vienesa y tiendas del Ring, pasaron los días sin casi darse cuenta, en tanto Leonard se excusaba un día sí y otro también y acompañado por su cuñado realizaba infinidad de visitas y celebraba pequeñas reuniones de las que daba pocas o casi ninguna explicación a las mujeres.

Un día, cuando tuvo todos los cabos anudados, las reunió en el salón de la casa de Frederick que se ubicaba junto al Mozart Amadeus Café en la calle del mismo nombre, una lluvia pertinaz repiqueteaba en los cristales de la tribuna del principal, que era el piso de los tíos. Hanna, por la forma de comportarse de su padre, supo que lo que allí se iba a decir, aquella tarde, iba a ser determinante. Asistían a la reunión, además de las dos mujeres, y de Leonard, los tíos y un representante del Gremio del Diamante cuya sede central radicaba en Amsterdam. Un silencio espeso aguardó a que la criada terminara de servir el té con pastas y se retirara con el carrito. Ante la sorpresa de Hanna, el que tomó la voz cantante fue el invitado al que únicamente conocía por el nombre al serle presentado por su padre.

—Bien, señoras mías, me ha sido encomendada, por Herr Pardenvolk, la delicada misión de ponerlas al corriente de las extraordinarias circunstancias que concurren en estos momentos y que requieren la mayor de las discreciones.

Un suave carraspeo partió del fondo del salón donde se ubicaba Gertrud, denunciando el estado de nervios en el que se hallaba sumida. Hanna miró a su madre totalmente concentrada y, demandando silencio, el hombre prosiguió.

—Los días que vive Alemania son muy preocupantes y gentes que están en el meollo de estas cuestiones anuncian que las circunstancias, sin duda, empeorarán. El Gremio del Diamante, institución mundial a la que en estos momentos represento y que está por encima de nacionalidades, países, credos políticos o cualquier otra forma en la que los hombres se agrupen o distingan, jamás ha dejado en la estacada a ninguno de sus miembros cuando alguien solicita ayuda, ya sea por circunstancias generales o particulares o, como es el caso que nos ocupa, de ambas condiciones. —Llegado a este punto, Herr Hupman sorbió un poco de té y se secó los labios con una servilleta de hilo en tanto todas las miradas convergían sobre él—. La persecución y la inmediata deportación de hermanos que no tenían una posición social relevante, como bien saben ustedes, comenzó hace tiempo. Tenemos noticias de que se están haciendo a marchas forzadas nuevas instalaciones para acoger judíos. A Dachau han seguido otras granjas reformadoras como son Buchenvald, Sachsenhausen, Bergen-Belsen y Ravensbrük, todo lo cual se ha llevado en el más absoluto secreto, pero nuestras fuentes son fidedignas y ahora ha llegado el momento que estos bárbaros se dediquen a apoderarse de cualquier negocio que huela a semita.

La dificultad que hayan podido tener ustedes para llegar a Viena es nada comparado con lo que ha de venir. Tengo a su disposición la serie de conclusiones a las que ha llegado el Congreso Mundial del Sionismo que se ha celebrado en Cincinnati. Hitler no admite que institución alguna rebase los límites del Partido Nacionalsocialista y mucho menos que una religión aglutine a hombres de diferentes credos políticos y distintas nacionalidades y que tengan firmemente arraigados sus negocios en el entramado social de muchos países.

En este instante se dejó oír la voz de Hanna, inquieta, que desde la mesa camilla en la que estaba ubicada interrumpió al orador diciendo:

—Herr Hupman, por favor, deje a un lado el preámbulo de su discurso político y vaya al grano, explíquenos hasta qué punto nos atañe todo esto.

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