Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Cuando ya la ciudad, en la amanecida, apareció en el horizonte, su plan ya estaba perfilado; entraría, ya que a aquella hora ya estaría abierta, por la puerta de Valmardón, que era la más transitada y la más difícil de controlar, pues los labriegos de los alrededores la usaban para acudir en masa, con sus carros cargados, al mercado de La Bisagra. Además, si no se entretenía, llegaría antes de que sus perseguidores tuvieran tiempo de adelantarle pues él, buen conocedor de aquellos andurriales, les llevaba una buena delantera. Una vez dentro de las murallas, acudiría a dar la novedad de los tristes sucesos a su tío para que éste a su vez transmitiera al gran rabino todo cuanto había acaecido aquella noche.
Su plan salió tal y como lo había pergeñado, la aglomeración de carros y caballerías era notable y de lo único que se preocupaban los soldados encargados del fielazgo
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era de cobrar las alcábalas que devengaban la cantidad y calidad de los diferentes productos que posteriormente se venderían en el mercado. Cuando ya estuvo cerca de la puerta, esperó que se aproximaran dos carretas muy cargadas y tras demandar y obtener permiso del carretero de la segunda, se colocó entre ellas alegando que no demoraría su entrada ya que no tenía nada que declarar. Se fue acercando a la puerta y tal como había supuesto casi ni lo miraron, pues un hombre solo a caballo y con aquel aspecto poco tendría que mercar en la plaza. En cambio la carreta que tras él venía era de las que acostumbraba a pagar bien el favor de dejarla pasar a cambio de una leve inspección. Cuando ya pasó la aduana, se dirigió, siguiendo el trayecto menos concurrido, hacia la casa de su tío y no se sintió seguro hasta hallarse en el patio interior. Descabalgó y, después de que un mozo se hiciera cargo de su agotada montura, oyó el ruido de una ventana al ser abiertos sus postigos, alzó la vista y en su marco pudo observar el barbado rostro de su tío Ismael que, ceñudo y preocupado, le hacía un gesto indicándole que subiera de inmediato.
—Lo siento, padre, pero me conoce y sabe que mi decisión es irrevocable.
La límpida mirada de Hanna estaba clavada en los ojos de su padre.
—Hija mía, ¿sabes lo que estás diciendo?
—He cumplido la palabra que le di, en todo este tiempo no he intentado ponerme en contacto con Eric ni con mis hermanos, únicamente he tenido noticias de ellos a través de usted, pero estoy en el mundo y voy a la universidad, sé que hay jóvenes en mi patria que están haciendo lo que pueden para impedir que el nazismo arrase todo el mundo civilizado y yo estoy aquí, mano sobre mano, sin hacer nada y esperando que los demás me saquen las castañas del fuego. ¡No, padre, no estoy dispuesta a sentir remordimientos durante el resto de mis días!
—Pero, Hanna, ¿qué crees que puedes hacer tú?
—Desde aquí, desde luego nada.
—Entonces, ¿qué pretendes?
—Regresar a Alemania, eso es lo que pretendo, y si usted no me quiere ayudar entonces tendré que arreglármelas como pueda.
—Pero, Hanna, ya sabes que no debemos comprometer a nuestros amigos.
—No haré ni diré, nunca jamás, nada que pueda perjudicar a quienes tanto nos han ayudado y tanto están haciendo por los de mi raza.
—Pero, hija, yo no puedo ocultarles tus planes, no sería justo. Además, tu madre se va a morir, cada día clama por tus hermanos y si ahora tú te vas...
—Lo siento en el alma, padre, pero soy ya mayor de edad y quiero vivir la vida que yo elija, no la que usted y mi madre elijan para mí. Mi vida es Eric y si él encuentra la manera de que, en algún rincón del mundo, podamos estar juntos, me iré con él. Y si no es capaz de arrostrar los peligros que implica estar con una superviviente de esta raza de apestados, que al parecer somos, prefiero saberlo.
—Pero su familia es adicta al Régimen y él...
—¡Él me ama sobre todas las cosas, y si no es así, pronto lo veré!
Leonard comenzó a ceder.
—Pero, Hanna, al llegar a Alemania, ¿qué identidad adquirirías?
—Como Hanna Pardenvolk no podría ni pisar la calle. ¿No dijo Herr Hupman que mis nuevos documentos eran perfectos? Ahora tendré ocasión de comprobarlo.
—Y ¿dónde vas a vivir? Llamándote Renata Shenke y siendo austríaca no puedes volver a casa, todos los criados te conocen, si es que aún están allí, y los tíos estarían en peligro.
—Soy consciente de ello, ya me las arreglaré.
Leonard se derrumbó ante la firme decisión de su hija.
—Déjame que prepare algo, dame unos días, si éste es tu deseo inquebrantable, me veo incapaz de retenerte aquí.
—Es inquebrantable, padre mío. Quiero regresar a mi país y hacer todo lo que esté en mi mano para que siga siendo la patria de todos los buenos alemanes. Y, por cierto, según me ha contado mi madre, cuando usted fue al frente en la guerra de 1914, se alistó a escondidas del abuelo.
Leonard emitió un profundo suspiro y abrazó a Hanna.
—Estoy muy orgulloso de ti, hija mía, pero me partes el corazón y no sé qué es lo que le voy a explicar a tu madre.
El edificio en el que estaban instalados Manfred y Helga era el perfecto escondite para alguien que quisiera pasar desapercibido. Una colmena de atareadas abejas en la que cada una iba a su avío sin tiempo ni ganas de meter las narices en las vidas de los demás. Su bloque, junto con otros tres, estaba ubicado en una travesía que unía Egiphtiannenstrasse con Knobelsdorff junto al cementerio de Mirissén Church, de confesión católica, y la estación del elevado de Spandauer. Se había construido para la Olimpiada y fue destinado a alojar a acompañantes de menor rango de las diferentes legaciones que acompañaban a los equipos; al acabar los Juegos se alquilaron a parejas de clase baja con pocas posibilidades económicas. Delimitaba los bloques un gran patio interior cuyas galerías estaban cubiertas, de arriba a abajo, por unas construcciones de ladrillos verticales e intermitentes que, al colarse el aire por sus intersticios, generaban una corriente que servía para que la ropa tendida en los alambres se secara lo antes posible. Cada rellano tenía ocho apartamentos y el ascensor lo partía justamente por el centro, el suyo era el 5o B izquierda. A la entrada se abría un pequeño recibidor al que daban dos puertas, la de la derecha correspondía a un despacho en el que se ubicaba, además de la mesa y las correspondientes sillas, una librería y un sofá que en caso de convenir se transformaba en una cama; la otra puerta daba a un pasillo estrecho y a su comienzo estaba la pieza principal, una pequeñísima salita comedor con la correspondiente mesa arrimadero que al plegarse dejaba espacio suficiente para que el rincón donde se ubicaba el tresillo junto al aparato de radio pudiera ser ocupado por cuatro personas, y cuya ventana daba a la calle de detrás del edificio. Estaba decorado como cualquier apartamento de unos jóvenes alemanes recién casados de clase media baja y nada hacía sospechar el color de su afiliación política. El corredor describía en su mitad un ángulo recto en el que se ubicaba un perchero de brazos; al final del mismo estaba la cocina y a la izquierda de la misma un pequeño distribuidor al que se asomaban tres puertas: la de un baño mínimo y dos dormitorios. En el más pequeño y alejado de la cocina dormía Manfred y en el principal, Helga. El mobiliario era sencillo y modernista y cada uno había colocado sus pertenencias de forma que cada pieza reflejaba el gusto y carácter de ambos.
Helga había constituido una sorpresa para Manfred. Jamás hubiera pensado que aquella muchacha, hija del que fuera principal contable de su padre y con la que una vez al mes pasaba la tarde en el patio del almacén de la joyería los días en los que su madre iba a recoger a su padre, fuera otra cosa que una sencilla chica alemana con las aficiones y gustos de la clase a la que pertenecía. Las veladas en la que ambos jóvenes, al regresar de sus deberes cotidianos, se sentaban en el sofá del pequeño comedor y comenzaban a hablar de música clásica para seguir haciéndolo de filosofía y terminar discutiendo apasionadamente de política, eran una auténtica delicia para Manfred, que sin darse cuenta esperaba con verdadera fruición que llegara el momento de volver a casa cual si realmente fueran un pareja de recién casados a los que las obligaciones de cada día separaran durante unas horas. Helga, que al principio de su relación guardaba una respetuosa e instintiva distancia con el hijo del jefe de su padre y al que durante toda su vida había observado desde un plano inferior, se había transformado poco a poco en una magnífica compañera y sus dotes de polemista apasionada habían salido a flote admirando a Manfred al que, cuando estaba con ella, le pasaban las horas sin sentir y cuando quería darse cuenta eran ya las dos o tres de la madrugada. Y un día sí y otro también, el toque de las campanas de la iglesia católica de San Pablo, muy próxima a su domicilio, sorprendía a ambos jóvenes en una acalorada y profunda discusión sobre si las teorías de Engels estaban en el origen de las ideas de Carlos Marx o si el
Tanhauser
de Wagner superaba en majestuosidad e ímpetu a la
Patética
de Bethoven, o en otras de color más mundano y menos trascendentes, tales como la superioridad de Schmeling
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sobre Louis o si el suicidio de Kurt Tucholski
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había sido motivado por un ataque de melancolía o por presiones del partido.
Por otra parte, y para evitar muchos peligros, cada uno de ellos tenía encomendada una misión distinta dentro del partido y así mismo pertenecían a células diferentes. Lo único que debían conocer uno del otro era el tipo de tapadera que ocultaba sus actividades en la vida civil y todo lo concerniente a su vida en común así como los antecedentes familiares de ambos al respecto de las circunstancias y de las personas que figuraba que eran, según las documentaciones que les habían sido entregadas.
Los días de aprendizaje y las pruebas a las que fueron sometidos con el fin de unificar sus declaraciones ante cualquier imprevisto fueron exhaustivas y tanto Manfred como Helga conocían a la perfección los antecedentes de sus familias ficticias, el cómo, dónde y cuándo se habían conocido y los detalles de sus personas; circunstancia que les produjo, sobre todo a Helga, una violenta situación y que ésta recordaba con precisión, alguna que otra noche de insomnio.
Una tarde les fue comunicado por sus respectivos jefes que, al día siguiente, debían acudir a una clínica de planificación familiar que estaba situada en el 197 de Wertherstrasse, a un par de manzanas del Instituto Anatomicoforense de la capital y que era prioritario que nadie supiera nada de la cita.
Llegaron a la dirección señalada y se encontraron ante la verja de un pequeño hotelito que desentonaba entre dos modernos edificios y que, sin duda, en breve estaba destinado a desaparecer. Manfred empujó la puerta de la verja y, seguido de Helga, atravesó el diminuto espacio que transcurría entre dos descuidados arriates gemelos, subiendo una breve escalera de tres peldaños que desembocaba en una pequeña superficie recubierta de viejas y desiguales losas de rústico material y que llegaba hasta la puerta del chalé. Llegados allí se demoraron un instante buscando el pulsador del timbre, oculto por las hojas de la enredadera que cubría la fachada de la pequeña villa. Al fin Helga dio con él y apretó el botón. La espera fue breve y al cabo de poco tiempo ambos cambiaron una mirada cómplice cuando, en lontananza, se oyeron unos pasos mesurados de alguien que se aproximaba. La mirilla de latón dorado se abrió y el ojo de un oculto Polifemo
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los observó desde el interior, a la vez que la voz de la persona que, sin ser vista los observaba, preguntaba por sus nombres dentro del partido.
—Yo soy Gunter y ella es Rosa.
La voz ya no se dejó oír de nuevo y sí oyeron en cambio el ruido mecánico del pasador al descorrer la doble vuelta que aseguraba la cerradura. Entraron ambos y se encontraron ante un hombre canoso de mediana edad que, tras mirar al exterior por ver si alguien los había seguido, cerró la puerta y, clavando en ellos sus miopes ojillos semiocultos por los gruesos cristales de sus gafas, les sonrió y, al hacerlo, una miríada de finísimas arrugas, aumentadas por las dioptrías de sus gafas, aparecieron silueteando sus ojos grises. El hombre les indicó con un gesto que le siguieran y avanzó por un deteriorado pasillo hasta una salita cuyo desvencijado aspecto no dejó de causarles un extraño efecto. Las paredes se veían desconchadas y con alguna que otra mancha de humedad; los cuadros eran simples litografías enmarcadas y al parecer recortadas de un calendario de temas de botánica; las revistas que yacían en las mesa central correspondían a fechas muy anteriores y habían pasado por mil manos; el suelo era de linóleo de color gris y la cubierta se levantaba por una de las esquinas que se ajustaba junto a una pequeña rinconera; el mobiliario lo constituían seis sillas de hule y metal y dos pequeños sofás de modesta y desgastada tapicería, pegados a las paredes; la iluminación provenía de una semiesfera traslúcida colocada en medio del techo de la habitación y su luz era pobre y desangelada.
—Dentro de un momento, el doctor Wemberg los recibirá.
Tras decir esto último, el celador desapareció dejando a ambos jóvenes inquietos y desorientados.
Recordaba que Manfred le preguntó:
—¿Qué te parece todo esto, Helga?
—Nada, no me parece nada. Ya sabes que el partido no acostumbra a dar explicaciones y toda prevención es poca en los tiempos que corremos.
—Pero es la primera vez que nos hacen acudir juntos a una reunión, pertenecemos a células distintas y tu trabajo y el mío nada tienen que ver.
—Imagino que lo que nos tengan que decir nos atañerá a los dos.
Algo iba a responder Manfred cuando la puerta de la sala de espera se abrió y el celador de las gruesas gafas compareció anunciando que el doctor Wemberg los recibiría de inmediato. Los muchachos se pusieron en pie dispuestos a seguirle; el hombre los acompañó hasta la puerta del despacho del médico y, golpeando la hoja con los nudillos, pidió permiso para entrar. Una voz interior autorizó la entrada y ambos fueron introducidos en una pieza de regulares dimensiones y que contrastaba con la espartana decoración de la sala de espera. El despacho era amplio y estaba perfectamente instalado, una mesa central lo presidía y tanto el sillón giratorio que se veía tras ella como los dos asientos que se ubicaban a su frente eran de buena madera de cedro. A su derecha una librería atestada de títulos de medicina y a su izquierda un armario de instrumental con todas sus piezas perfectamente alineadas e impecables. A la derecha de la estancia un biombo separaba la pieza de otro ambiente y tras él, que estaba a medio desplegar, se adivinaba una mesa de curas, de acero y cristal, para el reconocimiento de pacientes, y a su lado un aparato de rayos X, todo ello de un blanco impoluto.