Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—No esperaba menos de vos. Si se os dice el cuándo y el dónde, se os proporcionan los medios necesarios en hombres y material, la sorpresa está de vuestro lado y la diferencia es tanta, no veo yo el mérito de que os hayáis podido hacer con el carro de las armas, cosa que me alegra pero no me sorprende. Lo que sí en cambio me disgusta e incomoda es que no hayáis podido detener a los portadores del cargamento, ya que ellos son la evidencia de que esta maniobra partía de los judíos; tenemos el pecado, ya que evidentemente habéis traído la carga, pero no el pecador y mi denuncia ante el rey adolecerá de fundamento. El testimonio del herrero de Cuévanos carecería de validez, no es persona de calidad y podría su majestad creer que ha sido manipulado para cargar el mochuelo a «sus judíos», amén de que si anteriormente me excusé en el secreto de confesión para no delatar a la persona, mal puedo ahora aportarla como testigo. —El obispo lanzó violentamente la pluma sobre el escritorio y subió el tono de su diatriba—. ¡Me habéis defraudado, bachiller, no es ése el trato acordado! ¡Necesito saber quiénes eran los hombres que traían la mercancía para llevarlos amanillados a la presencia del rey, eso sí sería una evidencia!
—Entiendo excelencia que de ser éste vuestro auténtico deseo y no el de haceros con las armas para vuestro mejor servicio, entonces mejor hubiera sido hacer detener a los interfectos a las puertas de Toledo.
—¡No entendéis nada! Si hago lo que decís no adquiero mérito alguno ante los ojos del rey. De la manera que estaba planeado era yo el que le entregaba las armas y la evidencia de mi razón en contra de la opinión del canciller.
Barroso tragó saliva y su nuez subió y bajó visiblemente recorriendo su garganta.
—Veréis, señor, la luna se había retirado y la oscuridad era solamente disipada por la luz de las antorchas, en el fragor del combate nuestro primer objetivo fue hacernos con las armas, ya que pensábamos que al terminar tiempo habría de ver el rostro de aquellos rufianes, pero los acontecimientos nos superaron, fuimos atacados con mazas de combate y cuchillos.
—¡Fuisteis atacados por dos granujas según vos mismo habéis relatado! ¿Me diréis tal vez que os rodearon? —escupió el obispo con sorna.
El bachiller captó la pulla.
—Tuvieron suerte, señor, no contamos con que tras el carro llevaban dos buenos caballos y saltando sobre ellos se dieron a la fuga.
—Proseguid.
—Uno de ellos salió como una saeta hacia adelante y en cuanto nos rehicimos y nos hicimos con nuestras cabalgaduras varios hombres salieron en su persecución, pero montaba un buen caballo y nos llevaba mucha ventaja, fue imposible darle alcance.
—¿Y el otro?
—Otro grupo salió tras él, ya que su corcel lo desmontó arrastrándolo, pues uno de sus pies quedó enganchado del estribo. Pero el animal, en lugar de detenerse como suelen hacer los caballos en tal circunstancia, espantado sin duda por una antorcha encendida, salió como alma que lleva el diablo, y pese a que mis hombres se organizaron rápidamente y lo persiguieron con celo, fue imposible encontrarlo. Perdieron el rastro en la oscuridad de la noche, mas como iba herido y sangraba profusamente di orden de aguardar la madrugada para poder encontrar la huella, cosa que hicimos en cuanto amaneció, pero la señal se perdía dentro de la floresta y desaparecía en una trocha, de tal modo que no pudimos dar con él, sin duda muerto, ni con su caballo.
—¿Por qué aseveráis con tanta seguridad que estaba muerto? Y si lo estaba, ¿cómo es que no distéis con él?
—Veréis, excelencia, el reguero era muy grande y duraba un largo trecho en el camino, amén de que en el interior del boscaje el charco de sangre coagulada era impresionante.
—¿Y el cadáver? ¿Dónde está el cadáver?
—No lo comprendo, excelencia, tal vez el Maligno
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...
—¡No digáis sandeces, el Maligno no se dedica a llevarse cuerpos de judíos muertos!
—Entonces tal vez los lobos. Se han dado casos de que al acercarse el tiempo frío, la manada arrastra la comida hasta un lugar seguro, alguna guarida, y la entierran para el invierno.
—¿Y la huella del reguero de sangre? ¿Qué me decís?
—Había perdido tanta que había disminuido notablemente. Además, ya sabéis que la hierba de la floresta es tan abundante que apenas la aplasta algo se vuelve a levantar; y además, muchas veces, los lobeznos lamen la sangre golosamente mientras sus mayores tiran de la presa.
—Más me cuadra esta teoría que no que el Maligno se lo haya llevado a los infiernos como sugeríais anteriormente, ¡maldita sea!
Los bulos corrían como el viento entre la comunidad judía y, pese a que los rabinos tenían buen cuidado de no propalar aquellas noticias que pudieran perjudicar a los suyos, algo había llegado a oídos de Esther, que se pasaba los días enteros tras el vitral de su ventana aguardando la indefectible reunión de rabinos que sin duda, y como de costumbre, tendría lugar en la pequeña sinagoga ubicada en el fondo del jardín de su casa junto a la rosaleda.
Al anochecer del tercer día vio atravesar el jardín a su padre acompañado de Ismael Caballería, Abdón Mercado y Rafael Antúnez. Sus rostros evidenciaban la gravedad del momento y, apenas se introdujeron en la sinagoga cerrando las puertas, la niña se precipitó sigilosamente escaleras abajo y, atravesando el parral, se ocultó junto al ventanuco del fondo para escuchar lo que allí se dijera. El rumor de las voces no se hizo esperar y Esther aguzó el oído hasta conseguir que llegaran a ella retazos de conversación. Cuando el que hablaba era su padre perdía el diálogo ya que, como suponía, Isaac estaba de espaldas al ventanuco por el que le llegaban los sonidos. En cambio, cuando era uno cualquiera de los otros tres el que hablaba, entonces la voz llegaba nítida y rotunda hasta ella. Ahora era Abdón Mercado el que había tomado la palabra.
—Hemos fracasado, rabí, todo nuestro esfuerzo se ha malogrado, el carro ha sido atacado y hemos perdido toda la mercancía.
—Si únicamente fuera eso... —El que ahora intervenía era Ismael Caballería.
—Si ambos no os explicáis mejor, tardaré mucho tiempo en enterarme de los pormenores del suceso. —La voz de Isaac llegó velada a los oídos de su hija.
—Pues veréis, como no ignoráis, enviamos a recoger el cargamento a Cuévanos a mi sobrino David y a un muchacho de toda confianza valeroso y decidido, sin embargo prudente cuyo nombre es...
Aquí una tos seca característica de Rafael Antúnez, impidió a Esther oír claramente el nombre del mozo a quien se estaban refiriendo, pero su instinto de mujer hizo que su corazón comenzara a latir aceleradamente.
—El caso fue que a mitad del camino en el puente sobre el Pusa, los esperaban y les tendieron una emboscada.
—¿Quiénes? —indagó Isaac.
Retomó el relato Rafael Antúnez.
—Dos grupos de hombres que se les vinieron encima por delante cerrándoles el paso y por detrás, impidiéndoles retroceder.
La explicación, que fue prolija y detallada, fue llegando al final.
—Entonces el sobrino de Ismael pudo regresar a la ciudad entrando por la puerta de Valmardón confundido entre la muchedumbre que la atraviesa los días de mercado. Y llegando a su casa relató todo lo ocurrido a su tío.
—Y ¿por qué no vinisteis de inmediato a verme? —indagó Abranavel.
—Por no despertar sospechas pues es evidente que alguien sigue nuestros pasos y, de reunimos inmediatamente, hubiéramos confirmado el recelo de que éramos nosotros los conjurados; en tanto que si ven que algo de este calibre acontece y nosotros no nos reunimos acto seguido, nuestro espía albergará dudas sobre nuestras responsabilidades en el asunto —habló Antúnez.
—Prudente decisión —apostilló el rabí.
—Y además, porque yo estaba fuera de Toledo y no había de regresar hasta ayer por la tarde. Las aljamas están alejadas y hasta que no coordinamos nuestras actuaciones pasa el tiempo, amén que de haberlo hecho no hubiera tenido la historia el remate que ha tenido esta mañana. —El que hizo la aclaración fue Caballería.
—Y ¿cuál es ese remate?
La confirmación de lo que tanto temía oír Esther llegó a sus oídos, en el último segundo, aterradora y contundente, pues hasta ese instante y desde el principio que fue nombrado cuando la tos de uno de ellos le impidió enterarse de su nombre, siempre que se refirieron a él, durante el relato de la terrible historia, lo hicieron como «el otro muchacho», «el infeliz» o «el infortunado».
—Esta mañana ha aparecido en nuestra cuadra el caballo que guardaba en ella Simón, el amigo de David. Venía el animal destrozado, sin su jinete y con los belfos sangrantes. David opina que tal como lo vio la última vez, arrastrando a su jinete por el estribo sobre las piedras del camino, con la cabeza rebotando en los agujeros y sangrando profusamente, lo más propio es que esté muerto, ya que de no ser así, Simón ya habría regresado. Si ha muerto a causa de las heridas o lo han asesinado posteriormente los bandidos que los atacaron y lo han enterrado en algún recóndito lugar para ocultar su crimen, esto no lo podremos saber jamás.
Un ruido sordo llegó hasta los conspiradores, y los cuatro se precipitaron al exterior temiendo que oídos inoportunos hubieran estado espiando sus palabras. El cuadro que presenciaron al dar la vuelta y acudir a la parte posterior de la pequeña sinagoga fue descorazonador: allí, desmayada sobre los arriates donde el viejo rabino cultivaba sus plantas medicinales de ajenjo, cilantro y acónito, lívido el rostro como un espectro, yacía exánime el cuerpo de Esther, la bellísima hija de dom Isaac Abranavel Ben Zocato.
Un clima de tristeza se había abatido sobre la casa de los Abranavel, todo parecía estar en penumbra, Sara y Ruth se alternaban en la cabecera del lecho de la muchacha y ésta se limitaba a existir, con los ojos abiertos negándose a injerir alimento alguno, su amor había muerto y su vida carecía de sentido. El ama se esforzaba en subirle, desde las cocinas, las viandas que anteriormente habían sido sus predilectas pero, pasando los días, hasta la tarta de maíz, levadura y fresas silvestres que siempre fuera su preferida regresaba a la alacena intocada. El doctor Díaz Amonedo, médico y viejo amigo de la familia, fue convocado por el rabino y acudió sin demora, escuchó a Isaac y examinó a la muchacha detenidamente en presencia de ambos esposos y del ama y su diagnóstico fue claro:
—Vuestra hija, Isaac, sufre un mal que ataca a muchas jovencitas de su edad, no es nada físico que yo pueda curar, es un mal del espíritu, su nombre es amor, rabino.
El rabino sin negar la evidencia indagó:
—¿Y qué pronóstico tiene? Porque está desmejorando a ojos vistas y se niega a tomar alimento alguno.
—Solamente el tiempo cura estas cosas, si no es la presencia del amado. Pero en el ínterin —se dirigió a las mujeres—, ved de darle extracto de miel de abeja reina untada en finas obleas de torta de trigo y un bebedizo de naranjas, limones y unas gotas de cilantro que reforzarán su naturaleza. Otra cosa no puedo recetar hasta que ella se vea con ánimo de ingerir otros alimentos.
Sara gimoteaba en un rincón de la estancia y sus hipos pusieron nervioso al rabino.
—¡Tú, mujer necia, eres en gran parte la culpable de esta situación, de no haber protegido estos imposibles amores, mi hija no estaría ahora en el triste estado en que se halla! ¡Vete a las cocinas que lo último que me falta ahora es oír tu histriónico llanto!
Ruth intervino conciliadora:
—Dejadla, querido esposo, Sara adora hasta tal punto a vuestra hija que es incapaz de negarle nada.
—Pues ved, señora, adónde conducen los excesivos mimos y el descuido en ciertas situaciones. Siento decirlo, pero creo que todas las mujeres de la casa son algo responsables de esta triste circunstancia.
Ruth encajó con humildad la reprimenda de su esposo y puso su mano suavemente en el hombro del ama indicándole con dulzura que se retirara. Poco a poco, la estancia se fue vaciando y la muchacha quedó sola en tanto el doctor, acompañando a sus padres, se encaminaba a la planta baja.
Cuando la terrible noticia se fue abriendo paso entre las brumas de su espíritu, al principio creyó morir, después reaccionó como una autómata y hacía las cosas de cada día de una forma totalmente mecánica sin darse plena cuenta de las tareas que llevaba a cabo, inclusive los pasatiempos que le eran más queridos, dejaron, de repente, de tener sentido hasta el punto que su aya tuvo que ocuparse de dar de comer a las palomas y limpiar el palomar, así como de cuidar las rosas, ya que a ella todo le era indiferente. Su mente evocaba una y otra vez las conversaciones y los ratos que había pasado con el amado hasta el punto que cualquier mínimo detalle, por insignificante que fuera, afilado por su memoria, adquiría una dimensión nueva y maravillosa. Un dolor lacerante le hendía el pecho, todo su mundo había muerto y ella, sin embargo, estaba condenada a vivir eternamente con el recuerdo del amor perdido y por demás de una forma cruel e impensada; leyó su última carta miles de veces y odió a aquel su pueblo al que su amado había ofrendado su joven vida llena de proyectos, ¡ya no sentiría nunca más cómo su mano tibia la acariciaba ni volvería a sentir la presión de sus labios sobre su boca! Desde el momento que rozó su piel supo que era él y que jamás podría sentir, por otro hombre, un amor parecido. Ya todo daba igual, continuaría viviendo sin querer vivir. Al igual como el agua del río va hacia el mar sin que pueda hacer nada por evitarlo, ya todo daba igual.
La camioneta se detuvo junto a la cancela de hierro de la pequeña puerta que daba a la parte posterior del jardín de la antigua mansión de los Pardenvolk y que se abría a un callejón sin salida. El vehículo era un furgón de reparto y a ambos lados, sobre fondo blanco y en letras azules, se podía leer el nombre de una conocida tintorería. De la cabina descendió el conductor y esperó al costado del vehículo. La noche había caído y los faroles del callejón daban una luz desmayada y lechosa a causa de la neblina que subía del canal poblando el entorno de claros y sombras. El muro de piedra que circunvalaba el parque era alto, y las ramas de los árboles más cercanos sobresalían por encima de los pinchos de hierro que lo coronaban.
Eric observó atentamente el paso de las gentes que atravesaban la bocacalle del fondo y entendió que, a aquella distancia, nadie podía ver sus maniobras, únicamente lo podría observar un transeúnte que se introdujera en el callejón, cosa bastante improbable a aquellas horas. Las once sonaron en un reloj cercano tapando por un instante las bocinas de los coches y los ruidos propios de la gran avenida de Charlottenburger, prolongación de Unter den Linden, arteria principal de Berlín y que se abría a la salida de la bocacalle situada entre Kastanien Av. y Rusticrn, ambas coincidentes en su confluencia, en Kurfürtenplatz, en el interior del gran parque de Tiergarten. Cuando estuvo cierto que nadie había en los alrededores, comenzó a silbar una melodía muy de moda en los postreros días de septiembre de 1938 y que hacía furor en los bailes interpretada por casi todas las orquestas. Pasó un brevísimo espacio de tiempo y su aguzado oído acostumbrado, en la escuela de telecomunicaciones, a percibir los suaves bip-bip del telégrafo Morse, percibió el ruido del oxidado cerrojo al abrirse. Los goznes chirriaron levemente y apareció entre la hojarasca que se enredaba en las rejas la silueta de Sigfrid que, avisado por su hermano, lo esperaba a aquella hora para llevar a cabo los planes urdidos por ambos.