Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Esto parece un país ocupado, cada día se llevan gente.
—No te pases Manfred, en cualquier país del mundo la policía busca a los delincuentes en los barrios donde sabe que se refugian. ¿Llevas tu documentación?
—Llevo una documentación que por ahora me ha servido, espero que esta vez no sean muy meticulosos, por si acaso vete a la barra y si hay complicaciones, no me conoces.
No hizo falta, aquella vez buscaban a alguien concreto y al parecer lo habían encontrado. Se produjo un pequeño altercado y alguien intentó huir derribando en su intento un par de mesas. La Gestapo actuó con contundencia y precisión, el hombre salió del local entre los guardias, su cabeza sangraba profusamente por una brecha que le había abierto la porra de un policía.
Las gentes que comentaban el hecho se fueron calmando y cada grupo volvió a su tarea, los jugadores de cartas a sus naipes y los billaristas a sus carambolas. El hecho no dejaba de ser un suceso ordinario en aquellos lares, casi cada día se llevaban a alguien y la circunstancia no perturbaba en demasía el paisaje urbano; la gente se había acostumbrado y si el tema no iba con ellos pasaban olímpicamente.
Ambos amigos ganaron la calle.
—Espero que me digas algo al respecto de ir a la estación a esperar a Hanna.
—Descuida, que si no hay peligro te llamaré y sino, de cualquier manera me pondré en contacto, como comprenderás, a mi hermana, aunque quisiera, no la podría parar, ella ha venido a estar contigo.
—Adiós, Manfred, buena suerte.
—Nos va a hacer falta a todos, ¡cuídate!
Ambos muchachos se separaron.
Los ánimos estaban encrespados. Los últimos días había corrido el infundio, sabiamente propalado por el bachiller y sus esbirros, que los semitas habían pretendido armarse para atacar a los cristianos. Las provocaciones se sucedían un día sí y otro también, cada vez que en la ciudad se celebraba un día de mercado y cada día había «bancos rotos»
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. El derribo de puestos, las palizas a cualquier judío que pretendiera salir de su aljama, aunque fuera en hora autorizada, y el expolio de mercaderías, estaban al orden del día; cuando el ir a cualquier lugar era algo inexcusable, los judíos debían organizarse en grupos, y contra más numeroso el número de elementos que lo formaran, mejor, y desde luego pasar únicamente por calles autorizadas e inclusive pedir protección al canciller, que los obligaba, entre otras cosas, a llevar un círculo de ropa de color amarillo cosido a sus vestiduras para distinguirlos de los cristianos viejos.
Así estaban las cosas cuando llegó el Viernes Santo. La procesión salía de la catedral, a las ocho de la noche, rodeada de la pompa y del boato esplendoroso que estaba al uso en Toledo. Las calles estaban abarrotadas de fieles que esperaban uno de los acontecimientos más importantes del año y una cuádruple hilera de personas reseguía ambos bordillos durante todo el recorrido por donde ésta iba a pasar. Los costaleros, en las capillas laterales, se afanaban, diligentes, junto a sus «pasos» cuidando los detalles de última hora, cada uno de ellos rodeado de sus respectivos penitentes debidamente encapuchados y vestidos con las vestas tradicionales de los diferentes colores propios de sus cofradías: rojo, amarillo, azul, morado... Los encapuchados veían al personal por los agujeros recortados a la altura de los ojos, para que el capirote no se moviera, iba sujeto bajo la barbilla por un barbuquejo; y la fíbula de plata, que representaba un corazón atravesado por tres puñales, fijaba el pico de tela que bajaba hasta el pecho. Todos portaban en la mano un hachón encendido. Los «jefes de vara» daban las últimas órdenes pretendiendo que su «paso» fuera el más lucido de la procesión. La salida sería por la Puerta del Reloj y en su porche y, bajo la arquivolta que enmarcaba su tímpano, aguardaba la primera compañía de lanceros del rey, al mando de su oficial portando el estandarte real. La procesión ya se había formando en la nave central de la catedral y el orden iba a ser, aquel año, el siguiente: tras la compañía de lanceros con atabales y añafiles que abriría la marcha, a paso lento marcharían los abanderados portando las enseñas de la casa de Trastámara y el pendón de Castilla; luego dos filas de cofrades rodearían cada «paso», que iría precedido por cohortes de legionarios romanos, en medio de ellos caminarían los clérigos de la catedral asignados por el obispo, debidamente vestidos para la ocasión: deanes, chantres, cabildo mayor, presidente de la colegiata, etcétera. Al ritmo de los tambores marchaban, alumbradas por las antorchas, dos compañías de «armados»; y cada veinte varas, una imagen: «El prendimiento en el huerto de los olivos», «Jesús ante Pilatos», «La flagelación», «La primera caída con el Cirineo ayudando a Jesús», «La Verónica», «La Crucifixión», «El Descendimiento», «La Dolorosa», y, en un túmulo de alabastro, un Cristo yaciente con cuatro gruesos cirios en las esquinas, cerraba la procesión el obispo Tenorio —revestido de ceremonial, con capa pluvial recamada de pedrería y portando un cimborio de refulgentes rayos encerrando la hostia consagrada—, rodeado de frailes presbíteros y monaguillos con incensarios. Cerrando el cortejo y en representación del rey, el canciller don Pedro López de Ayala, custodiado por una compañía de la guardia de palacio —a cuyo mando figuraba un capitán, vástago de una de las nobles casas adictas al monarca—, con casco y cota de malla bruñida y cubiertos con las casacas ajedrezadas; y en cada cuartel de las mismas, y sobre fondo blanco y morado, el castillo y el león rampante en plata y oro respectivamente.
Todos los semitas permanecían recluidos en sus aljamas sin atreverse a pisar las calles de la urbe ni tan siquiera para una apremiante necesidad, con las luces de los faroles apagadas y únicamente un modesto candil sobre las cancelas de las casas. Ellos sabían que cada Viernes Santo, por cualquier fútil motivo, varios de los suyos eran apaleados y aquel año precisamente los acontecimientos anteriores presagiaban amargos sufrimientos para los de su raza. Otro de los motivos para permanecer en sus domicilios era que, desde la puesta del sol del viernes comenzaba el
shabbat
judío y su religión prohibía, durante este tiempo, realizar actividad alguna.
El bachiller Rodrigo Barroso había organizado su plan para intentar recobrar el favor del obispo: sus huestes, casi los mismos hombres que habían asaltado el carromato de las armas, estaban estratégicamente distribuidas junto al muro de las casas que constituían el linde exterior de la aljama de las Tiendas, precisamente al otro lado de la catedral donde la procesión debía terminar. Cada uno tenía puntualmente asignada y definida su misión.
Rufo el Colorado estaba al cargo, junto con dos más, de los corderos que en los días anteriores habían sido sustraídos del lado de sus madres; cada una de las bestias llevaba, sujeta al cuello, con una soguilla, un saquito de cuero fino lleno de paja embreada que a su debido tiempo se prendería; la muralla presentaba lienzos en su recorrido libres por ambos lados. El Colorado se había encaramado a uno de ellos junto a varios compinches y había aupado en el muro, mediante unas maromas, unos grandes cestos en cuyo interior se alojaban apretujados y emitiendo lastimeros balidos, que el ruido de los redobles no dejaba oír, todos los corderillos; la tapa sujeta con una cuerda se podía maniobrar para poder abrirla desde la altura. Crescencio Padilla debía, junto con otros tres estratégicamente distribuidos, lanzar, a voz en grito, unas concretas consignas en cuanto acaeciera el hecho principal que desencadenaría el cataclismo y que correría a cargo del bachiller en persona y de Aquilino Felgueroso. Para ello, este último, se había encaramado a un saliente del muro que estaba exactamente junto al balcón de una de las casas y que tenía un contrafuerte muy grueso donde un hombre podía ocultarse fácilmente de la vista de aquellos que pasaran por la calle, portando consigo una olla de barro llena de orines de caballo y que mantenía en precario equilibrio sobre la balaustrada del cerrado balconcillo.
Las luces de la procesión se veían ya en lontananza y las gentes intentaban cambiarse de sitio para ver la entrada de los «pasos» que, luego de ser «bailados» por sus costaleros, entrarían en la catedral. El gentío se arremolinaba a los lados de los conjurados en apretadas filas, la cabeza de la procesión había ya superado el punto donde se hallaba el bachiller y, al ritmo cadencioso del redoble de los atabales, avanzaba lenta ante los cristianos que, al paso de la custodia, se iban arrodillando; los hombres descubriendo sus cabezas destocándose de gorros, caperuzas y otros adminículos y las mujeres al revés, cubriendo sus cabellos con mantillas, encajes y pañuelos. En un momento dado y a una señal del bachiller, los hombres del Colorado, que ya habían prendido los saquillos de lenta combustión que pendían del pescuezo de los animales, comenzaron a bajar los cestos a la parte interior de la aljama, y tirando de la guita abrieron las tapas de mimbre que los cubrían, a fin de que los corderos se dividieran libres, cada uno buscando su aprisco. Al poco, unas al principio débiles llamas fueron apareciendo aquí y allá, propagando el fuego desde el interior. La imagen de La Dolorosa llegaba en aquel mismo instante a nivel del bachiller, que dirigió a la altura su único ojo haciendo una leve señal. Felgueroso captó el mensaje y se dispuso a cumplir su cometido; tomó en su diestra el recipiente con los orines y con un rápido balanceo de su brazo, desparramó, sobre la imagen de la Virgen, el apestoso líquido ocultándose a continuación tras el contrafuerte. Al principio y durante una fracción de segundos se detuvo el tiempo y el personal no reaccionó. Luego, la voz rotunda de Rufo el Colorado, acompañada por la de sus adláteres distribuidos sabiamente a trechos entre la filas del público, atronó el espacio: «¡Se han meado en Nuestra Señora! ¡Sacrilegio!» Desde el otro lado de la calle otra voz respondía: «¡Han profanado a la madre de Jesús!» Veinte pasos más allá otra más ronca y potente: «¡Han sido los judíos, vamos a dar una lección a estos perros!» La multitud comenzó a tomar conciencia de la magnitud del pecado y a moverse como un solo hombre. Los costaleros de los pasos habían colocado los puntales de soporte en las varas y asomaban las cabeza sudorosos bajo los faldones para enterarse de lo que había ocurrido. «¡Han tirado esa mierda desde una ventana de la aljama de las Tiendas!», replicó otra voz. Entonces, alzado sobre una tarima sobre la que se había encaramado, apareció la figura del bachiller arengando a las gentes.
—¡Hermanos! ¡Han sido los de siempre, los perros semitas que arruinan nuestro pueblo y violan a nuestras mujeres! ¡Vamos a por ellos, entremos en sus aljamas y paguémosles con la misma moneda!
En aquel instante la multitud pareció despertar y comenzó a agitarse cual bestia iracunda, herida e incontrolada. Las gentes se abalanzaron sobre los nazarenos que portaban las antorchas arrebatándoselas de sus manos. De nuevo se dejo oír la voz de Barroso: «¡A las puertas, vamos a las puertas!» Como un solo hombre, la turba se dirigió a la puerta de la aljama de las Tiendas, que estaba cerrada a cal y canto. Unos intentaron, sin éxito, echarla abajo; las llamas del interior iban
in crescendo,
el griterío iba en aumento y ya por la calle se acercaba un grupo conducido por dos de los esbirros del bachiller, portando entre todos las andas de grueso roble de uno de los «pasos» que había sido ya descargado en la nave central del templo y con la que habían construido un improvisado ariete. La chusma vociferante abría paso a fin de permitir que llegaran hasta la puerta. El artefacto comenzó a funcionar a la orden del bachiller, yendo y viniendo tozudo y metódico golpeando con precisión las hojas de la gran cancela, que cedía al ritmo que marcaba la horda vociferante. En alguna de las ventanas de las casas de los judíos que daban al exterior comenzaban a encenderse luces y a asomarse cabezas temerosas que observaban aterrorizadas cuanto estaba aconteciendo. El pasador de la puerta cedía y nadie parecía capaz de impedir lo que se estaba avecinando, máxime cuando el obispo Tenorio se había refugiado en la catedral sin dar ninguna orden o directriz encaminada a detener el tumulto. El portón estaba a punto de venirse abajo ante los golpes del improvisado ariete. Súbitamente y con gran estruendo se desmoronó ante los gritos jubilosos de la multitud, las gentes se precipitaron hacia el interior de la aljama sedientas de sangre y ansiosas de apoderarse de los ocultos y míticos tesoros que, sin duda, almacenaban los perros judíos. Las luces de las antorchas, yendo y viniendo, daban a la noche un aspecto fantasmagórico, los corderos con el saquito de cuero encendido en su cuello se habían refugiado, desvalidos y asustados, intentando ganar sus apriscos. Lenguas de fuego comenzaban a lamer las bases de las casas, la madera y el adobe prendían como yesca y varias familias de semitas comenzaban a asomar por la plaza yendo de un peligro seguro a una muerte cierta. Los pajares ya habían prendido y el humo alcanzaba los primeros pisos de las casas, la calle se pobló de gritos y de blasfemias. La multitud enfurecida atacaba con hoces y palos a cuantos judíos, huyendo del fuego, habían osado pisar la calle; aquello era una cacería indiscriminada de hombres, mujeres y niños.
Abdón Mercado, al ver el desafuero que la multitud estaba cometiendo contra la aljama de los suyos, envió un recado urgente al gran rabino por ver si éste tenía posibilidad de recabar la ayuda del rey y detener aquella ordalía. El mensajero se descolgó por una ventana que daba a la parte posterior de la calle de las Angustias y sacando un caballo de la cuadra, jugándose la vida, ya que nadie podía abandonar el perímetro del barrio hasta el amanecer del lunes siguiente, partió al galope hacia la casa de Santa María la Blanca.
Ante la amenaza del fuego, todos se vieron obligados a ganar la calle, y la matanza y las violaciones se consumaron con crueldad. Los asaltantes apartaban a las mujeres judías de los suyos y llevándolas a cualquier rincón las rasgaban las sayas y las violaban; eso, si no cometían después una mayor crueldad, que consistía en embrearles el pubis y prenderles fuego para purificar aquella parte que les había contaminado y cortarles la cabellera para dejarlas marcadas ante los suyos, caso que salvaran la vida. La sangre y el horror se apoderaron de la noche, y los gritos, los lamentos y el crujir de dientes fueron el telón de fondo de aquella ordalía toledana.
El mensajero llegó a la casa del gran rabino en un breve tiempo, y en menos tiempo todavía le puso al corriente de los terribles hechos que estaban acaeciendo y que le habían obligado a acudir hasta allí en demanda de auxilio.