Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Al salir de la sesión fotográfica, dos matronas uniformadas de la Gestapo se hicieron cargo de ella. Sin dirigirle la palabra, la condujeron al segundo sótano. Allí la desnudaron, la ducharon con una manguera y la desinfectaron. Luego le cortaron el pelo al cero para a continuación introducir sus sucios dedos en todos los rincones de su cuerpo por ver si amagaba alguna cosa. Se llevaron sus ropas y le dieron unas bragas de algodón áspero y una bata gris. Luego la acompañaron al pasillo de celdas en las que se alojaban las mujeres y la entregaron a un carcelero. El correr y descorrer de cerrojos metálicos era continuo y los lamentos de las desgraciadas que aquel día habían caído en las redes de la Gestapo llenaban el aire de una música siniestra y monocorde. El uniformado individuo, así mismo sin dirigirle la palabra, abrió una de las celdas que se hallaban al final del pasillo y con la cabeza le hizo el gesto para que entrara.
—Tienes suerte —le dijo—. La señora tiene habitación doble a uso individual, pero por poco tiempo.
Hanna obedeció y la puerta se cerró a su espalda. La pieza medía tres metros de largo por dos y medio de ancho. Dos camastros, un cubo y una jarra eran el único mobiliario que la adornaban y una bombilla encerrada en una jaula de acero era la encargada de iluminar la estancia. Se tumbó en el jergón y tornó a rezar. Habrían transcurrido unos minutos, ¿o tal vez una hora?, el tiempo allí dentro perdía consistencia. Súbitamente, el ruido de cerrojos al descorrerse le anunció que su puerta iba a abrirse. Así fue, y un maniquí desmayado, sujeto por los sobacos, fue arrojado a sus pies, cerrándose a continuación la reforzada cancela de hierro.
El visor metálico se abrió y una voz desde el exterior dijo:
—Ya tienes compañía, cuida de ella porque a lo mejor mañana ella tendrá que cuidar de ti.
Hanna quedó sobrecogida. Se agachó y dio vuelta al bulto que yacía en el suelo. Una mujer de unos treinta y cinco años, con las facciones hinchadas por los golpes, costrones de sangre seca y el cabello empapado, respiraba agitada. Hanna pasó su brazo con mucho cuidado por debajo de la cabeza y la incorporó. Después, alcanzó con la otra mano la jarra y acercándola a sus labios, le dio de beber un poco de aquella agua que pareció reanimarla. Luego los ojos de la desdichada la miraron con gratitud y sus labios musitaron un silencioso «gracias».
Con un esfuerzo supremo, Hanna consiguió subirla al jergón. Cuando ya estuvo acostada, la mujer se agarró a su antebrazo y sacando fuerzas de flaqueza murmuró:
—Es inútil... al final siempre lo consiguen.
—¿Qué le han hecho y por qué? —musitó la muchacha aterrorizada.
La mujer tardó en responder:
—Me han vendado los ojos y golpeado con calcetines llenos de arena que no dejan marcas, y casi me ahogan en una cisterna... —La mujer respiraba agitada—. Mi compañero era del Partido Comunista y luego de hacerme dos hijos se largó con otra... No sé dónde está ni me interesa pero a ellos, por lo visto, sí les importa porque lo buscan.
Luego de tan notable esfuerzo, la mujer se desplomó.
Hanna rasgó un jirón de la bata de su compañera, que pendía medio arrancado y, humedeciéndolo en la jarra, le abrió el escote y la frotó suavemente. Cada movimiento de su mano era un lamento, pero efectivamente no le habían dejado señales.
Súbitamente, la bombilla del techo, tras un ligero parpadeo debido a los estertores del grupo electrógeno que la alimentaba, se apagó.
Con un esfuerzo titánico, subió a la infeliz al otro catre.
La mujer pareció dormirse. Ya poco podía hacer. A tientas, buscó el borde del suyo y se acostó. Un roedor en su estómago le recordó que no había tomado alimento alguno desde la mañana, pero era inútil pedir alguna cosa e imaginó que al día siguiente algo le darían.
Un sueño agitado la venció y, de puro agotamiento, al cabo de un rato cerró los ojos.
Ni supo cuánto tiempo durmió. De repente, unas manos bruscas la agitaron sacudiendo violentamente sus hombros y una linterna la deslumbró enfocando sus ojos. Sin ver nada se encontró en pie y, casi sin rozar el suelo, sintió cómo dos hombres la llevaban en volandas por un pasillo hasta que sus piernas agarrotadas sintieron que comenzaba una escalera.
Cuando ya se hubo alejado, el centinela abrió de nuevo la puerta de la celda.
—Estás inmensa, Ilona, cada día te superas, van a darte el premio nacional de interpretación.
La mujer abrió los ojos y viendo al hombre se sentó en el catre. Luego, sacándose de la boca dos refuerzos de caucho que hinchaban sus maxilares, exclamó:
—Pagáis mejor que en el Kabaret, al fin y al cabo me voy a dormir a la misma hora y no he de aguantar a viejos babosos que me manoseen.
El fiel Gedeón hacía las veces de correo entre los amantes, pues Esther sabía que para aquel menester no podía contar con Sara, a la que nada había explicado de cuanto le había sucedido. Aquella mañana, el criado fuese al mesón donde se alojaba Simón a entregarle una misiva en la que le explicaba que no debía acudir a la quinta del Arenal ya que ella había sido citada a presencia del rabino mayor de todas las aljamas de Sevilla junto a su esposo, a fin de escuchar las juiciosas recomendaciones que tuviera a bien hacerles el sabio anciano antes de incoar su separación.
Esther, acompañando a su marido, había acudido a la casa de Mair Alquadex a escuchar las palabras del gran rabino, pero con la firme idea de que la vuelta atrás era más impensable que nunca. Sin embargo, su conciencia quedaba aliviada por el hecho de que su decisión había sido tomada anteriormente al encuentro con su amado y que de haber accedido Rubén a cualquiera de las dos proposiciones que le había hecho, no hubiera tenido corazón para abandonarlo, pues sabía que era un hombre bueno y justo, padre de sus hijos y al que amaba con el amor respetuoso que había profesado a su progenitor.
El viejo rabino, que había alcanzado inmensos honores sirviendo a la corona pese a haberse mantenido fiel al judaísmo, les aguardaba en su despacho rodeado de papiros, pergaminos, expedientes y cartas.
Cuando el secretario anunció su visita, apeó las antiparras que cabalgaban sobre su inmensa nariz y se puso en pie para recibir a aquel su amado hijo, del que tan buen concepto tenía, y a su respetada esposa, que le traían aquel espinoso asunto de tan difícil y salomónica decisión.
La casa de los Alquadex estaba ubicada junto al pasaje de los Levíes y había sido edificada en tiempos de Pedro I por el que había sido su tesorero Samuel Ha Levi, de ahí el nombre del pasaje, al que el rey, luego de incautarse de sus bienes, hizo ajusticiar al sospechar que le había defraudado en sus cometidos, aunque la auténtica verdad radicaba en que el monarca envidiaba sus portentosas riquezas. Dom Mair Alquadex, que había llegado a ser médico personal de Juan I, ocupaba ahora el palacete y lo hacía contra su voluntad, pero el difunto monarca había querido que así fuera para «desfacer» el entuerto y enmendar el desafuero que se había cometido con su primer propietario.
Los pasos resonaban ya en la antesala cuando se abatió el picaporte, la puerta de cuarterones se abrió y su secretario introdujo ante él a aquella pareja que quería deshacer su matrimonio. Se retiró el servidor y luego de saludar afectuoso y campechano a ambos cónyuges, por mor de desinhibirles y quitar hierro a la tensa situación, les invitó a que ocuparan los sillones ubicados frente a su mesa. En tanto se sentaban los tres, Esther, que nunca anteriormente había pisado la estancia, no pudo dejar de admirar los títulos que lucían en los anaqueles de su bien provista biblioteca y le recordó al punto la sensación que le producía, allá en los lejanos tiempos de Toledo, la visita al despacho de su padre. El volumen de la traducción de la
Etica
de Aristóteles, realizado por encargo del rabino en papiro del mejor lino del Nilo y encuadernado en cordobán repujado, ocupaba un lugar preeminente y al ver el aparente interés de la mujer por su libro el gran rabino, dirigiéndose a Esther, indagó:
—¿Os gusta Aristóteles?
—Mi cultura no llega a tanto, rabí, en la actualidad solamente soy una pobre mujer atribulada, pero recuerdo que en casa de mi padre los libros eran lo más importante para él.
—Si mis noticias son fidedignas, vuestro padre era dom Isaac Abranavel Ben Zocato, rabino principal de Toledo, y su sinagoga era la del Tránsito.
—Estáis bien informado y también debéis saber cuál fue su muerte.
—Claro, hija mía y, en su momento, lamenté tan valiosísima pérdida que afectó a todas las comunidades judías.
Esther aprovechó la coyuntura para defender su postura anticipándose a la conversación que si duda iba a venir a continuación.
—Es por ello, rabí, que no quiero que la vesania de muchos golpee de nuevo a los míos y algo parecido a lo que ya sucedió una vez en Toledo vuelva a ocurrir en Sevilla.
El inteligente rabino supo enseguida por dónde transcurrían los vericuetos mentales de Esther y, viendo que ella quería entrar en materia, respondió:
—Os entiendo, Esther, pero el sitio de la esposa está junto al marido y la responsabilidad del vuestro frente a su grey es muy grande; yo tampoco partiré al destierro pase lo que pase si no lo hago con todo mi pueblo
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—Ya os he dicho que soy una pobre mujer, pero antepongo a cualquier otra cosa la salvación de mis hijos, que son pequeños y no están capacitados para elegir. Yo ya viví una hecatombe hace seis años y no creo que se me exija vivir otra.
El inteligente rabino limpió sus lentes con parsimonia mientras intentaba ganar tiempo y poner orden en su batería de argumentos. Luego se dirigió a Rubén y le exhortó a que se explicara.
—Mi querido amigo, si tenéis la bondad de ponerme en antecedentes, claro es, desde vuestro punto de vista, de todas las diferencias que tenéis con vuestra esposa, me ayudaréis, luego de escuchar así mismo sus argumentos, a intentar ser justo y a aconsejaros, con buen criterio, en este difícil trance.
Rubén, reflejando en su rostro una tristeza infinita, luego de mesarse la barba con gesto reflexivo y mesurado, se explicó sereno y comedido:
—Es muy difícil para mí ser imparcial en este asunto, pues como comprenderéis mi mayor deseo es tener reunida a mi familia junto a mí; pero no quiero que este egoísmo me haga ser injusto con mi esposa, que es el ser que más quiero en este mundo. —Luego de este preámbulo, prosiguió—: Si hay alguien que tenga capacidad para juzgar con cabal medida sus encontrados sentimientos, ése soy yo. Yo, mejor que nadie, sé lo que esta criatura, que Yahvé me concedió en su infinita bondad, pasó hace seis años en los sucesos de Toledo. Perdió a su padre y, por expreso deseo del mismo, su madrastra marchó a Jerusalén. Era para ella como una segunda madre, pues era tía suya y su padre, como era su obligación, la desposó al quedar viuda y al no tener hijos
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. Nuestra boda fue un pacto de familias y ella me siguió a este destierro por respeto a la última voluntad de su padre. Ahora se ciñen sobre nosotros negros nubarrones y vientos de tormenta y luchan dentro de mí dos tendencias: una me dice que, pase lo que pase, mi sitio está aquí junto a mis fieles, y la otra me indica que lo mejor sería partir hacia otro exilio con mi familia. Luego de grandes dudas, mi decisión se ha decantado por la primera opción, que es permanecer en Sevilla, y ahí es donde radica la diferencia que nos separa, mi admirado rabí, ya que ella no está dispuesta a aceptar, y de alguna manera lo comprendo.
El gran rabino volvió su mirada interrogadora hacia Esther.
—Hablad vos, hija mía, para que luego de escucharos y reflexionar os pueda dar mi opinión al respecto de este triste dilema.
Con los ojos arrasados en lágrimas, la muchacha habló.
—No es todo, lo que os ha contado Rubén. Si solamente fuéramos él y yo podría ver su dilema con otros ojos, pero hemos sido amenazados en varias ocasiones mediante anónimos escalofriantes que proferían atroces amenazas hacia mis hijos y sé que no soportaría que algo les ocurriera a mis pequeños por una cuestión de obstinación y testarudez infinitas.
—Decidme, rabí —el que ahora intervenía de nuevo era Rubén—, ¿debo abandonar mi grey escandalizándola con mi nefasto ejemplo y partir al exilio dejándolo todo, en una huida vil e injustificable a ojos de la mayoría que me ha oído afirmar que jamás los abandonaré?, ¿debo oponerme a que mi esposa parta al destierro sin otorgarle el divorcio que me solicita?, ¿debo obligarla a que permanezca a mi lado contra su voluntad?, ¿qué es lo que debo hacer?
El gran rabino repreguntó dirigiéndose a Esther:
—¿No estáis dispuesta a partir sin consumar vuestro divorcio?
—Me consta cuán pocos derechos tiene una viuda entre los nuestros; si consumo nuestra separación todos los bienes que aporté al matrimonio me serán devueltos al romper la Ketubá, y ello me permitirá establecerme en cualquier rincón del mundo donde quieran a los judíos. En caso contrario, si algo le sucediera a Rubén, siempre dependería de sus familiares para cualquier decisión que quisiera tomar. Si parto al destierro lo haré con mis hijos y como una mujer libre. Aunque hay otra alternativa.
Esto último lo dijo Esther para justificar su decisión sabiendo que Rubén no la iba a aceptar jamás.
—¿Cuál es ella? —indagó el viejo rabí.
—Que nos convirtamos al cristianismo... no seremos los primeros conversos ni los últimos. Y en la intimidad podremos seguir las prácticas de la religión de nuestros padres.
Ahora por vez primera habló Rubén en un tono desconocido.
—¡Sabéis que no lo haré jamás! En primer lugar, Yahvé me libre de arrastrar con mi pernicioso ejemplo a muchos de mis conciudadanos que se justificarían apostatando así mismo con la excusa de que su rabí había hecho lo mismo. Y en segundo, jamás renegaré de la religión que tan a fondo conozco, en cuyo seno he crecido y tan bien me siento y en la que me educaron mis padres.
—De lo cual colijo, esposo mío, que os importa más vuestro prestigio entre los vuestros que vuestra familia. Ved, rabí, que llegamos a un callejón sin salida.
—¿Estáis segura, hija mía, que ésta y no alguna otra oculta razón es el único motivo para tomar decisión tan seria? —La intuición del anciano había dado en el blanco.
Esther palideció. Su respuesta fue ambigua, cosa que no pasó desapercibida al sabio rabino.