La Saga de los Malditos (84 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Ésta es Astrid. Había sido comadrona y entiende de esto. Deja que te dé una mirada.

La nueva, sin pedir permiso, levantó la ropa de la mujer y dirigió una mirada crítica a la parte lesionada. Luego con cuidado le quitó el zapato y la destrozada media y movió el tobillo de un lado a otro, mirando a los ojos de la lastimada.

—No parece roto pero requerirá un vendaje compresivo. —Luego se dirigió a Hilda—: Dile a la Jefa que cambie el turno de limpieza, a mí me toca quedarme mañana, en el barracón, con Elsa. Ya nos arreglaremos para que ésta descanse y busca algo para vendarla.

—Pero ¿no ha dicho que hemos de ir a la cantera? —preguntó Hanna.

—Lo dicen siempre para acojonar a las nuevas, allí sólo van las castigadas y los judíos del otro lado; a nosotras nos asignan diferentes trabajos, aunque esto, como comprobarás, no es una feria.

Cuando todo estuvo terminado, Hanna se acostó al lado de su nueva amiga en una de las literas superiores. La encargada del barracón hizo apagar las luces. Una montaña de preguntas se agolpaba en su cerebro, pero decidió aplazarlas hasta el día siguiente. Se durmió totalmente agotada pensando que la solidaridad era una rara avis que florecía mucho más lozana entre los desheredados de la fortuna que en otras partes más propicias. Tuvo unos sueños atormentados e inconexos. Una sirena insistente y atronadora la devolvió al mundo de los vivos y sin casi tiempo para ponerse en pie se encontró en el patio donde pasaban lista.

Bukoski

Tres conjurados habían acudido al apartamento de Sigfrid. August Newman, Klaus Vortinguer y Karl Knut. Lo habían hecho tomando las consiguientes precauciones. La reunión la convocó Sigfrid pero a todos les vino bien, pues había habido muchas novedades y era necesario coordinar voluntades. Desde la reunión en el velódromo, la partida de Manfred y la captura de Hanna, los acontecimientos se habían precipitado y cada uno de ellos tenía que reportar primicias y averiguaciones a los demás.

Karl, que conocía el lugar de otras veces y la manera de acceder a él sin llamar la atención, acudió ejerciendo de guía de los otros dos, pues era la primera vez que éstos acudían a una cita convocada por Sigfrid. Estaba el escondite en Markgrafenstrasse junto al Krankenhause y se lo había proporcionado Peter Spigel, el fiel notario de su padre al que esporádicamente visitaba para restaurar su economía. Según entendió, en su día había sido una
garçonnière
en la que un rico empresario bávaro había ocultado sus amores con una mezzosoprano de la ópera de Berlín que había huido del país durante una de las
tournées
que la compañía realizó por el extranjero pues, aprovechándose de su origen judío, la ofendida esposa de su amante, que pertenecía a una influyente familia, buscaba su ruina.

Sigfrid ocupaba la planta baja desde que se vio forzado por las circunstancias a abandonar el apartamento que había compartido con su hermana. Pero al irse tuvo buen cuidado de ocultarle a Hanna la ubicación de su nuevo domicilio, ya que de esta manera evitaba peligrosas e involuntarias indiscreciones. La vivienda era el bajo de una villa de tres pisos que edificó un aristócrata prusiano en el siglo XIX y que, posteriormente, y aprovechando la fachada exterior, se había rehabilitado, construyendo en su interior tres apartamentos y una buhardilla. La planta baja era la que ocupaba Sigfrid y, aunque pequeña, tenía la ventaja de un amplio jardín cuya puerta de hierro daba a la calle de atrás. Acostumbrado desde pequeño a la mansión de sus padres, adoraba los espacios abiertos y las plantas. Al conserje no le extrañó la llegada de tres jóvenes, ya que según su mujer, que era la encargada de la limpieza, se reunían allí, a veces, gentes de diferente condición y variado pelaje, que invariablemente dedicaban sus ocios al juego y a las francachelas.

Sigfrid, que en aquel instante se ocupaba de cuidar las adelfas, en cuanto los vio llegar dejó a un lado la regadera y los guantes de jardinero y se precipitó cojeando a abrir la puerta para evitar que tuvieran que tocar el timbre.

Entraron los tres, tras los saludos de rigor, dejaron sus abrigos en la banqueta de la entrada y pasaron al interior.

La pieza era una pequeña salita con una puerta que daba al jardín. Las estanterías de las paredes llenas de libros, un viejo tresillo de cuero rodeando a una mesa alargada de metal cromado y cristal y un mueble bar empotrado constituían todo el mobiliario. Todos se acomodaron y, en cuanto se hubieron sentado frente a las bebidas que les sirvió Sigfrid, pasaron a comentar los temas que habían provocado aquella reunión.

—En primer lugar, quiero pedirte excusas por las palabras de la otra noche. —Sigfrid se refería al encuentro en el velódromo—. Debes entender que la noticia del apresamiento de mi hermana rompió mis nervios.

August, templado como siempre, respondió:

—No tiene importancia y lo comprendo. A todos nos ha descompuesto la detención de Hanna.

—¿Qué se sabe de Manfred? —indagó Knut.

—Ya está en Roma. He hablado con la condesa Ballestrem, ha llegado sin novedad, no sabe nada más. Lo que está claro es que la única vía segura es el Vaticano; creo que, por el momento, lo han enviado allí.

—Si tienes noticias no dejes de hacérmelas saber. Sigamos con lo nuestro. Cuando hemos hablado me has dicho que había una tarea importante a realizar. ¿Qué es ello?

—Cierto; a través del notario de mi padre he sabido que los Hempel regresan a Berlín. No quisiera comprometerles, ya que las cosas están cada día más difíciles.

—Y él, ¿cómo lo ha sabido?

—Tío Stefan le llamó por teléfono, para que avisara a Herman, el viejo criado de mis padres que estaba en su pueblo, y le entregara las llaves, que están depositadas en la notaría, y así pueda abrir la casa y preparar las cosas. —Karl ya iba a repreguntar cuando el gesto de Sigfrid le detuvo—. Tal como sospechaba, regresan. No tiene sentido que permanezcan en Checoslovaquia cuando han anunciado todos los periódicos que la mujer de Heydrich regresa a Berlín y la recibe el mismísimo Führer.

—¿Y qué vas a hacer con la emisora?

—Es por eso que te he avisado. Hay que desmontarla, cada día es más difícil salir al aire sin que localicen la frecuencia y el perjuicio para los tíos, si siguiera emitiendo estando ellos, sería grande; no merecen este riesgo. Las cosas no son como eran. Voy a emitir por última vez, para despedirme de mi contacto en Escocia, que por cierto envía cada día el aviso que le pasé para Eric por si el azar hace que pueda pescarlo, pero ya no podré seguir mandando mensajes.

—Entonces, ¿qué debo hacer ahora?

—Te explico. Como sabes, la emisora la montó Eric, yo solamente sé manejarla. Conviene que avises a Fritz Glassen, el técnico de sonido que montó lo del Berlin Zimmer contigo y con Manfred, para que venga con nosotros. Cuando emita, la utilizaré por última vez, luego la desmontaremos; lo más peliagudo va a ser la antena que rodea el torreón y la cubierta de la buhardilla por el exterior.

Al oír el nombre de Eric, August se puso tenso y la expresión de su rostro varió imperceptiblemente.

Vortinguer, que hasta el momento había permanecido callado, intervino:

—Como imagino que habrá que acarrear trastos, contad conmigo.

—Y conmigo —apuntó August—. No tengo vuestra fuerza física, pero sé conducir un coche y las labores de vigilancia no se me dan mal.

Hubo entre los cuatro una mirada de inteligencia y August prosiguió:

—Quiero decir algo al respecto de Hanna. Para eso he venido. Klaus ya lo sabe.

El otro asintió.

—He pedido la excedencia en la universidad. La excusa, la edad de mi madre y su viudedad, como hijo único debo cuidar de ella, eso es lo que me ha evitado, por el momento, tenerme que incorporar al ejército y cuando me toque me asignarán servicios especiales por mi hipermetropía. Todo esto tiene una explicación. No creas que es un impulso repentino, lo he pensado mucho. El primer responsable de lo que le ocurrió a Hanna, tal como tú dijiste, fui yo y como tal debo ser el primero a la hora de intentar hacer algo.

—Y ¿qué es lo que quieres intentar? —indagó Sigfrid.

—Desde aquí desde luego nada. Voy a irme a un pueblo muy próximo a Flosembürg, Grunwald es su nombre, gracias a una persona a la que conozco desde hace muchos años. Voy a ver si puedo intentar alguna cosa, por lo menos contactar con alguien que me proporcione noticias de ella por ver si de alguna manera puedo hacer algo para mejorar sus condiciones de vida en el campo.

Tras una pausa Sigfrid habló:

—Eres un tío, August. Poca gente sería capaz de intentar lo que vas a hacer.

—Más hizo ella por nosotros. De haber hablado, Vortinguer y yo ya estaríamos dentro o muertos. La demostración más palpable de su entereza es que nadie ha venido a por nosotros. De todas maneras no quiero que pienses que voy de héroe por la vida. Soy un intelectual, no un hombre de acción. Una cosa es intentar hacer algo desde la clandestinidad y la otra embarcarme en algo que me supera; pero quiero decirte algo: me siento responsable de lo que le ha ocurrido a tu hermana, su novio es un tipo afortunado, pero si me importa lo que le ocurra, no es únicamente porque me sienta responsable.

Sigfrid simuló que no había atendido a la segunda parte del discurso del otro.

—Los que ignoran el peligro son los temerarios. Los valientes son los que tienen miedo, se sobreponen y hacen lo que deben. ¿Cuándo piensas partir?

—No tenía nada decidido hasta hoy, pero luego de esta tarde te diré que en cuanto desmontéis la emisora.

—¿Cuentas con dinero?

—Me arreglaré.

—No me refiero a ti, quiero decir si podrás sobornar a quien convenga.

—Si ésa es la manera, entonces te diré que el sueldo de profesor no da para tanto.

Sigfrid, sin añadir una palabra, se dirigió a la chimenea que estaba apagada, metió una mano por debajo de la campana y buscó en el tubo. Al momento extrajo de su interior un pequeño paquete de hule negro. Regresando a continuación junto al grupo, dijo:

—Toma, August, esto lo dejó mi padre para los tres hermanos por si tuviéramos un apuro. Hanna no lo puede tener más gordo.

Y deshaciendo el envoltorio, extrajo tres brillantes envueltos en papel de seda y un fajo de billetes que alargó a August.

Todos se quedaron sin habla.

—Gracias pero no...

—¡No qué! No seas imbécil, se trata de la vida de mi hermana, ¿en qué quieres que gaste mejor lo que te doy?

August tomó el paquete y lo guardó en el bolsillo del pantalón y a la vez Sigfrid envolvió de nuevo el resto de los brillantes y fue a guardar el envoltorio en el mismo sitio.

—Lo que vamos a hacer es peligroso si me ocurre algo; los que quedéis ya sabéis dónde queda esto, y ahora vamos a trabajar. Vamos a enhebrar la aguja. Karl, llama a Glassen y dile que nos veremos en el Goethe dentro de... —Miró su reloj—. Dos horas, a las nueve y media.

En tanto los tres continuaban hablando, Knut se dirigió al teléfono, que estaba en el pasillo, y marcó la clave para que Fritz cogiera el aparato.

La intensidad de la conversación de Karl y el tono de su voz hizo que la charla de los tres bajara de volumen. Al cabo de un tiempo, con el rostro desencajado, entró en la salita.

Tres pares de ojos lo observaban.

—¡La Gestapo ha cogido a Bukoski! Glassen va a esconderse hasta ver lo que pasa.

Un silencio ominoso descendió sobre el grupo. Sigfrid se levantó y acudió al mueble bar de la librería. Sin decir nada tomó una botella de coñac y regresó a su lugar dejándola sobre la mesita central para que todos rellenaran sus copas.

—No perdamos los nervios, Karl. Esto nos atañe únicamente a ti y a mí. Hace mucho tiempo que decidimos prescindir de Bukoski. De Manfred no sabe nada desde antes de su operación e inclusive ignora ésta, por lo tanto desconoce también que ya no está en Berlín. Por cierto, llama ahora mismo al doctor Wemberg, dile que ha caído Bukoski y que ha de levantar el campo.

Karl partió al teléfono de nuevo y al cabo de nada regresó al grupo.

—Ya está. No ha hecho falta que le dijera nada, ya lo sabía. Le ha dado tiempo de recoger los archivos y volar. Me ha dado un número y una clave por si nos hace falta contactar con él. ¿Qué hacemos ahora?

—¿Cuánta gente conoce tu escondrijo, Sigfrid? —preguntó Vortinguer.

—Gente del Adlon que ha venido algunas noches a jugar al póquer.

—Bukoski sabe que frecuentabas sus salones desde el asunto del zafiro y nunca sintió la menor simpatía por los judíos. Seguro que «cantará» contando lo que sabe a la Gestapo y a lo mejor, hasta lo hace a gusto. En cuanto le hayan sacado información, les va a faltar tiempo para interrogar a gentes que te conocen y que conocen tu madriguera. Tienes que largarte inmediatamente y yo no puedo volver a mi casa ni a la fábrica —apuntó Karl.

August intervino:

—Klaus y yo sabemos dónde podéis ocultaros por el momento, ¿no es cierto?

Vortinguer asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Procedamos con orden —dijo. Su mente analítica había desmenuzado en pocos segundos la situación—. Lo primero es proveeros de una nueva documentación, tanto a ti como a Karl.

—No hay problema, estaba previsto, en mis ratos libres he trabajado en ello. Tanto Karl como yo tenemos escondidos nuevos documentos, por cierto perfectos, hasta el papel es el que ellos usan, a través de Lapi Solf me hice con una resma.

—¿Cuánta gente del Adlon sabe dónde vives?

—No demasiada, pero desde luego algunos. Tarde o temprano los interrogarán. El tiempo apremia.

—Está bien. Recoge lo necesario que nos vamos.

—¿Adónde?

—A un refugio seguro. El doctor Harald Poelchau es un cura católico amigo mío, asistió a mi padre en sus últimos momentos, había sido sacerdote de una cárcel de Berlín. Pertenece al Círculo de Kreisau y tiene muchos y buenos contactos. Junto con su mujer Dorotea esconden en su piso gente perseguida, sobre todo a judíos
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. Es oriundo de Grunwald, él fue quien me proporcionó el contacto.

Las adoratrices

A última hora hubo cambios. Harald Poelchau había conectado con su hombre en Grunwald y la ida de August era inaplazable, de modo que éste tuvo que partir sin demora a cumplir la misión que él mismo se había impuesto. La charla con el sacerdote fue breve y en el acto entendió la comprometida situación que se había creado al ser detenido Bukoski.

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