Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Lo primero que llamó la atención de Manfred fue el suave olor que emanaba su piel. Era un aroma antiguo, tal vez de los lejanos tiempos de sus veranos en el campo. Olía a espliego, a verbena y a hierba recién cortada. Lo miró de arriba abajo, como si quisiera cerciorarse de que los rasgos físicos y la indumentaria que le había descrito el fraile coincidían con él, y al comprobar que así era, supo que estaba ante la persona indicada.
—Hola, bienvenido al infierno.
El desparpajo de la chica sorprendió a Manfred, que la miró con curiosidad.
—En todo caso al purgatorio, el infierno es de donde vengo.
La muchacha, con un gesto breve y decidido, retirándose la mantellina que le cubría cabeza y hombros, dejó que viera su semblante y el hermoso busto, el abierto escote de su blusa dejaba entrever el arranque de sus senos.
Manfred se sorprendió. Hacía mucho tiempo que no reparaba en una criatura tan espléndida. Su rostro era alegre y expresivo, la melena trigueña, los ojos de color miel, la nariz respingona, una nube de pequeñas pecas invadía mejillas y nariz, los labios eran carnosos. El perfil de la chica, el tono de su piel y lo abierto de su chispeante mirada hicieron que recordara a Helga. Entonces, un relámpago de tristeza, que no pasó desapercibido a la muchacha, veló su rostro.
Ella, así mismo, lo observó con curiosidad. El padre Pfeiffer le había puesto en antecedentes, no de toda, pero sí de parte de la historia de Manfred, de su lucha y de su condición de medio judío. Por si se daba cuenta, le insinuó, sin decirle el motivo, que había sido sometido a una operación de estética que ella atribuyó a un accidente. En un rapto de espontaneidad femenina indagó:
—Antes de tu accidente, ¿todavía eras más guapo que ahora?
Hacía mucho tiempo que Manfred no sonreía pero, ante la directa pregunta de la muchacha, no pudo dejar de hacerlo y cuando lo hizo, ella se dio cuenta de que sus ojos parecían pertenecer a otro rostro, pues su mirada, pese a la curvatura de sus labios y el forzado intento de una media sonrisa, permanecía triste.
—He hablado con el fraile. Aquí no podemos hablar. Vamos a mi apartamento, está muy cerca.
—¿Habrá alguien?, preferiría charlar contigo a solas.
—Vivo con una compañera pero no regresará hasta la noche.
—Está bien. Como quieras.
La muchacha se puso en pie.
—Sal detrás de mí. Cuando llegue a mi portal y entre, esperas cinco minutos y me sigues. La portera no está nunca pero si estuviera y te preguntara algo, dile que vienes a ver a Angela.
—¿Solamente Angela?
—Sí, solamente. Su hijo, pese a que ella es de Mussolini, es de los nuestros. El piso es el segundo, y la puerta es la primera. Vamos.
Partió decidida, de manera que Manfred apenas tuvo tiempo de recoger su trenca.
Algún que otro rostro se volvió al oír el taconeo de los pasos de la muchacha, pero después las mujeres siguieron con sus rezos.
Salieron al exterior. Lloviznaba. Manfred se caló la gorra y la chica se resguardó con un pequeño paraguas. La gente iba a sus ocupaciones apresurada y temerosa. La lluvia mojaba el pavimento, dejándolo resbaladizo y peligroso. La basura se amontonaba en las esquinas de las calles y los perros y gatos destrozaban las bolsas para proveerse de alimento. Roma estaba sucia y desaliñada. Parecía una vieja meretriz entrada en años y venida a menos, que con afeites y maquillajes pretendiera cubrir sus miserias y las cicatrices que el tiempo, la vida y los hombres habían dejado en su alma. Las paredes por donde iban pasando aparecían llenas de carteles medio arrancados. En uno de ellos se veía a un soldado con el uniforme de la Wermatch, el barbuquejo del casco suelto y los rizos rubios escapándose de él, sonriente, los dientes inmaculados, los ojos azules y la mano extendida, debajo en letra gótica, una frase: «Tu amigo alemán.» En otro, una mujeruca de campo totalmente vestida de negro con una manteleta en la cabeza y en el pecho la cruz que otorgaba Mussolini a las madres de los soldados muertos en combate. Abajo se leía: «Yo ya he pagado, ¿y tú?» Al lado de los carteles, pintarrajeados «vivas» y «mueras» alternativos y eslóganes políticos. En uno de ellos pudo leer
«Tutto per il pópolo, per il laboro e per el imperio di la patria»;
debajo:
«La putana mamma di Mussolini.»
Manfred concluyó, atendiendo a lo que veía, que por lo menos en Roma, el pueblo expresaba su opinión con
graffiti
y a nadie parecía importarle lo más mínimo. La muchacha avanzaba delante de él con paso elástico y resuelto. Súbitamente dobló una esquina y Manfred aceleró el paso por no perderla. Antes de entrar en un viejo portal miró hacia donde él estaba por ver si la seguía, un guiño disimulado y cómplice, en tanto plegaba el paraguas, y desapareció de su vista.
Manfred consultó la esfera de su reloj. Habían transcurrido tres horas desde que había llegado a la iglesia de los Salvatorianos. Para aliviar la espera se resguardó bajo una cornisa saliente, sacó su petaca de picadura y tomando una hoja de papel engomado del librillo de tapas cuadriculadas blancas y negras, con gestos rápidos y reflejos, hijos de la costumbre, lió hábil y rápidamente un cigarrillo. Lo miró con ojos expertos y lo enderezó antes de llevárselo a los labios. Luego extrajo del bolsillo de la chaqueta una caja de cerillas y, haciendo paraviento con el hueco de su zurda, prendió el fósforo con la diestra y, dando una larga calada, encendió el pitillo, expeliendo el humo por la nariz.
Transcurrido el tiempo acordado, se dirigió al portal. Miró a uno y otro lado, nadie se veía con pinta de interesarse por él, de manera que con decidida zancada se introdujo en la portería. Era éste un viejo edificio de un viejo barrio romano, nadie se veía en la garita de la portera. Un cartel de cartón lucía colocado en la puerta de la jaula y anunciaba en letras de palo que el ascensor estaba fuera de servicio. Manfred lanzó a un charco de la entrada el cigarrillo y se dispuso a subir a pie hasta el segundo rellano. La escalera seguía las pautas de la calle. Estaba llena de pintadas en las que artistas profanos proclamaban sus amores o sus odios a unas u otras personas y el blanco del yeso asomaba bajo los desconchones de la pintura; en los ángulos de la barandilla se veían los pernos que en mejores tiempos habrían sujetado los florones de porcelana. En el primero le sorprendió el ruido de un cerrojo. Era un viejo, con camiseta afelpada, pantalón de pijama y pantuflas, que en aquel momento sacaba la basura, y que al verlo se sobresaltó más que él. Apenas cumplida su tarea, cerró rápidamente su puerta, no estaban los tiempos en Roma para hacer nuevas amistades. Llegado al segundo piso, la primera puerta del rellano se abrió y el bello rostro de la muchacha se asomó invitándolo a entrar.
Manfred obedeció la indicación.
—Dame.
La voz cantarina, que hasta aquel momento había percibido únicamente susurrante, le invitó a entregarle la trenca.
—Está empapada.
—No importa, la pondré en la cocina junto al fogón para que se seque. Pasa a la salita, no tiene pérdida, como verás esto es un puño.
Manfred pasó al fondo y en el acto se dio cuenta de que en aquel pisito vivían únicamente mujeres. La muchacha le hablaba desde la cocina.
—Sírvete lo que quieras. Hay algo de licor en el armario.
—No quiero nada, gracias —se oyó decir a sí mismo.
—Algo para el frío, tómate un coñac. Aún queda una copa grande en el aparador.
—En todo caso, cuando tú lo tomes.
En tanto la muchacha terminaba su tarea y acudía, Manfred se entretuvo en observar la estancia. La pieza era de reducidas dimensiones y denotaba sencillez y buen gusto. El calor provenía de una salamandra, y tras los coloreados vidrios de su ventanilla se veía las rojas brasas. La decoración no correspondía al lugar y se adivinaba que sus inquilinas eran estudiantes metidas en un barrio humilde. De igual manera, alguno de los objetos que estaban a la vista procedían de lugares muy distintos del que los albergaba. Las fotografías de los marcos delataban ambientes muy alejados de aquella cruda realidad y las gentes que sonreían desde ellas nada tenían que ver con
graffitis
y paredes llenas de desconchones. Manfred tomó una fotografía de la mesa, en la que también se veía un libro abierto, y encendiendo la luz de una lámpara de pie observó la composición. Tras un grupo de cuatro personas de diferentes edades, en el que se encontraba Angela, aparecía al fondo sobre la repisa de una chimenea un candelabro de siete brazos en cuyo centro se distinguía perfectamente la estrella de David.
Un olor a algo parecido a café asaltó su sentido del olfato y al momento apareció Angela con una bandeja en la que se veían dos tacitas y una cafetera Conna de dos bolas de cristal.
—Lo malo es que no tengo café y tendré que ponerte sucedáneo. Pero en estos tiempos a mí me sabe a gloria. ¡Ah!, y azúcar tengo porque me lo llevo, siempre que puedo, de los hoteles de lujo.
Manfred la miró extrañado. Ella, en tanto prendía la mecha empapada en alcohol del infiernillo que calentaba la bola inferior de la cafetera a fin de que subiera el agua, y llenaba el filtro de achicoria molida mezclada con un poco de café, le aclaró.
—No pienses mal. Settimia y yo vamos de vez en cuando al Excelsior, a Via Venneto, donde su padre trabaja en el almacén de encargado de suministros y allí nos proveemos.
—¿No es allí donde se hospeda Maeltzer?
—Cierto, no tiene mal gusto. El pueblo lo ha bautizado como Tiberio o el Rey de Roma, le gusta el buen vino y las mujeres, juega a dandy y pretende codearse con la vieja aristocracia... o lo que queda de ella.
—¿Quién es Settimia?
—Mi amiga, compartimos el piso. La conocí hace dos años cuando me matriculé en historia en la Universidad Gregoriana.
—¿Estudias en la Pontificia?
—Allí conocí al padre Pfeiffer.
El agua, al hervir, subió y atravesando el filtro descendió de nuevo, ahora con un color ambarino muy oscuro. La muchacha desarmó la parte inferior del artilugio y sirvió el café llenando las dos tazas.
Cuando se hubieron instalado en el sofá, ella abrió el fuego.
—¿Cómo quieres que te llame? Me ha dicho Pfeiffer que te lo pregunte a ti.
Manfred, al que sus años de clandestinidad le habían formado una segunda y desconfiada naturaleza, respondió:
—Mi nombre es Ferdinand.
Ella lo miró socarrona.
—Está bien. El mío tampoco es Angela. Cuando ambos confiemos en el otro, aquel día, nos los diremos.
—No es desconfianza, Angela, es seguridad. Nunca más volveré a involucrar, si de mí depende, a alguien en mis cosas y menos aún a una mujer. El precio que tuve que pagar fue demasiado caro.
Durante unos instantes únicamente se oyó el ruido que ambos hacían al sorber el negro mejunje y el crepitar de la leña en la salamandra. Ella se había puesto seria.
—¿Era muy guapa? —sondeó.
A Manfred se le empañó la mirada.
—Preferiría no hablar de ello, por ahora.
—Lo entiendo, es tu decisión. Perdóname, soy muy curiosa. —Entonces para salir del mal paso al que su curiosidad la había abocado, cambió el sesgo de la conversación—. Háblame de lo que quieras y dime en qué te puedo ayudar.
—¿No te ha explicado nada el cura?
—Ciertamente. Quieres conocer a gentes de la resistencia y a ser posible que no sean comunistas.
—Exactamente. Mi intención es luchar contra los nazis. Y de cualquier manera ayudar al pueblo judío si está en mi mano.
—¿Eres judío?
—Podemos decir que a medias. Mi padre lo es aunque no ortodoxo. Yo me he educado en la religión católica. Tú lo eres —afirmó más que preguntó Manfred.
—¿Por qué lo dices?
—He visto una foto en la que estás junto a tres personas y detrás vuestro está una
menorá.
—Me pasa lo que a ti. Mis padres lo son aunque yo soy agnóstica. No me planteo si Dios existe o cuál es el verdadero. Cuando vaya para allá, si hay algo, ya lo veré y si no hay nada no vale la pena preocuparse. Hay que ser bueno con los demás, en ellos está mi Dios.
—¿Temes a la muerte?
—No. No recuerdo qué filósofo griego decía: «Cuando llegue ya no estaré y mientras yo esté, ella no está.»
Hicieron otra pausa. Luego, Angela fue la que preguntó:
—¿Sabes lo que es el GAP?
—No, no lo sé.
—Son el Grupo de Acción Patriótica. Antonello Trombadori es su jefe. Me ha dicho Pfeiffer que te conduzca hasta él.
—Eso es lo que quiero. Háblame del GAP.
—Son partisanos. Lo que es igual a decir que son patriotas.
Están en Roma y en el campo. Antes luchaban contra el fascismo, y ahora contra los nazis; mejor dicho, luchamos.
—Perteneces a ellos.
—Ciertamente.
—¿Y tu amiga?
—No, ella no cree en la violencia, es un alma de Dios o de Jehová, como prefieras.
—¿Settimia es judía?
—Mi amiga es judía.
—Entonces lo tiene mal. Yo conozco de qué va el palo que juegan estos bestias.
—¿Lo de Alemania ha sido tan terrible como dicen?
—Peor. No se puede explicar con palabras lo que los nazis han hecho y están haciendo con los judíos alemanes. Más te diré. Donde han plantado su bota han hecho lo mismo. Austria, Polonia, Checoslovaquia, Francia y ahora Italia.
Angela reflexionó unos instantes.
—¿Te interesa conocer a Trombadori?
—Cuanto antes. Si necesita gente dispuesta a cualquier cosa, aquí hay uno.
La muchacha se levantó y se dirigió al teléfono. Habló con alguien brevemente. Luego regresó junto a él.
—Ya está, el viernes nos encontraremos a las diez en el bar grande de la Stazione Termini.
—Me va perfecto, vivo muy cerca de allí, pero ¿no podría ser antes?
—No estará en Roma hasta ese día. Has tenido suerte, es un hombre terriblemente ocupado.
—Está bien, gracias por todo, ya te he incordiado bastante, me voy a ir.
Manfred se levantó y se dispuso a partir. A Angela le hubiera gustado hallar una excusa para retenerlo un poco más. Solamente se le ocurrió decir:
—Dame un teléfono y toma el mío.
El muchacho apuntó el número de ella en un papel que guardó en el bolsillo del pantalón y a su vez le entregó el suyo.
—Acordemos una contraseña.
Manfred recordó la que empleaba con Karl en Berlín y le sugirió la misma.
Cuando ya la tuvo, Angela preguntó.