La Saga de los Malditos (82 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Sigfrid sintió cómo los músculos de su cuello se tensaban y por el rabillo del ojo observó cómo Karl se llevaba discretamente la mano al bolsillo de su cazadora donde siempre guardaba su navaja automática. Sin duda era un delator. La Gestapo había detenido al médico y les habían tendido una trampa. Rápidamente comenzó a especular y a calcular posibilidades. Su mente era un torbellino. ¿Habrían descubierto el auténtico apellido de Hanna y al asociarlo con su hermano habrían indagado acerca de los criados de la antigua mansión de su familia y descubierto su anónima identidad? Pero ¿cómo habían dado con Manfred? Éstas y otras mil preguntas se le venían a la cabeza. Knut, disimuladamente, ya se levantaba. Lo que iba a ocurrir a continuación lo había visto en otras ocasiones. La mano de Karl dispararía el muelle de su navaja y en menos que se tardaba en pensarlo, su hoja se alojaría en el pecho de aquel chivato y a continuación ambos saltarían por la ventana de la pieza. Si había que morir, mejor hacerlo matando y solamente podrían saber si fuerzas de la Gestapo los aguardaban en el jardín si intentaban ganar la calle.

Knut ya había llegado a la mesilla de en medio como si buscara una revista. Súbitamente la voz del hombre sonó de nuevo:

—Guarda tu navaja, Karl. ¡Soy yo, hermano, ahora sí que creo que nadie va a reconocerme!

A la misma vez que Manfred se daba a conocer, la puerta se abría y el amable rostro del doctor Wemberg aparecía en el quicio de la misma.

—Conste que ha sido cosa de él hacer esta prueba, perdónenme pero ha insistido. Éste ha sido el motivo por el que no ha querido que le visitaran durante la convalecencia.

Luego todo fueron parabienes. Los hermanos se pusieron en pie y se fundieron en un apretado abrazo.

—Quería haberlo alargado más, pero me he dado cuenta de que, si me descuido, éste me mata —señaló a Knut.

—Es increíble, Manfred. Jamás había visto cosa igual. ¿Dónde está el taumaturgo?

—El doctor Rosemberg ya ha salido de Berlín. Está, como le dije, terriblemente solicitado —explicó Wemberg.

Luego vinieron un sinfín de explicaciones traduciendo los puntos técnicos a un lenguaje coloquial que Sigfrid y Knut pudieran comprender. Al acabar el doctor Wemberg su explicación, Sigfrid exclamó:

—¡Es sencillamente asombroso!

Después, ya más tranquilos en el despacho de Wemberg, Manfred solicitó nervioso:

—¿Cuándo me voy? Hacedme las fotos que queráis y dame mi documentación. En cuanto me pueda despedir de Hanna, ya no tengo nada que hacer aquí.

Sigfrid no pudo impedir que su cara reflejara el impacto que la solicitud de su hermano le había causado y el hecho no pasó desapercibido al otro.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

—Creo que tiene derecho a saberlo, Sigfrid —terció Karl.

—¡Queréis hacerme el favor de hablar de una puta vez! ¿O creéis que a estas alturas del jodido partido existe algo que me pueda sorprender?

—La han cogido, Manfred... Esos hijos de perra han cogido a Hanna. Va camino de Flossemburg.

El mazazo hizo que Manfred, que estaba en pie junto a la ventana, tuviera que sentarse.

Preparando la huida

Los casi cuarenta días del postoperatorio de Manfred, sirvieron a Sigfrid para perfilar la huida de su hermano. Con el ánimo derrotado pero en la certeza de que estaba haciendo lo correcto, se dedicó, en el local que le facilitó la condesa Ballestrem, a fabricar los documentos que avalarían la personalidad de Manfred y lo hizo con un esmero y pulcritud excepcionales sabiendo que de ellos dependería la vida de su hermano. Trabajó sin desmayo siguiendo las pautas que, a través de Lapi Solf, recomendó Gertrud Luckner, la eficaz y extraordinaria representante de Cáritas que tan buenos oficios al respecto de personas perseguidas realizaba en Berlín. Todo terminó, a excepción de las fotografías y los correspondientes matasellos que debían ir sobre ellas y que no se podrían hacer en tanto el doctor Rosemberg no diera por finalizada su intervención tras la prevista convalecencia.

Sigfrid lamentó finalizar el trabajo ya que, en tanto dedicaba su tiempo a tan delicado menester, su mente estaba ocupada en otras cosas y no pensaba en Hanna.

Luego de la total recuperación de su hermano, decidieron que la ambulancia lo devolviera, de nuevo, al refugio. No fuera caso que la policía, por algún imprevisto, lo parara en la calle sin documentación y todo el esfuerzo realizado se viniera abajo.

Sigfrid no se acababa de acostumbrar al aspecto de Manfred, y le parecía imposible que aquel individuo fuera, ni tan siquiera, pariente suyo.

La sesión de fotos se realizó en el mismo sótano colocando en la pared del fondo una sábana. Manfred se colocó sentado en un taburete de bar, frente a la Hasselblad de Karl que fue el que disparó el obturador. El resultado fue excelente. Las fotos de carné que visionaron los tres, luego del revelado, mostraban la imagen de un hombre de unos treinta y pico, de ojos rasgados, nariz aplastada, boca carnosa, pelirrojo, y agradable en su conjunto. Las gafas enmarcaban una mirada que traslucía un algo tenebroso. En cuanto Sigfrid tuvo en sus manos las fotografías, se dedicó a terminar su trabajo y una mañana compareció en el sótano portando el resultado de sus desvelos.

Manfred miró sus nuevos papeles con mirada crítica. Pasaporte, tarjeta de seguridad social, carné de conducir, todo ello holandés y documento de Cáritas, acreditándolo como inspector internacional y visitador destinado a Roma por el organismo. Su nueva identidad correspondía al ciudadano Ferdinand Cossaert van Engelen, y la mismísima Gertrud Luckner iba a viajar con él. La ruta elegida, por ser la más propicia, partía de Berlín y pasando por Múnich saltaba a Austria. Ya en territorio austríaco, iba hacia el paso del Brenero, atravesando Scharnitz e Innsbruck para terminar en Bolzano, al norte de Italia, y de allí, en un coche que los estaría aguardando, partirían hacia Roma donde el padre Robert Leiber, prácticamente secretario del pontífice, lo esperaría en el lugar elegido para hacerse cargo de él.

—Antes de partir tengo algo que hacer.

—¿Qué es ello? —indagó Sigfrid.

—A mí ya me lo ha contado y me parece bien —aclaró Karl.

—Si sois tan amables, me gustaría enterarme.

La noche del siguiente viernes, tras informarse de sus rutinas de fin de semana, tres sombras se introducían en el garaje de la villa del doctor Hans Fedelman, en Willemstrasse, y al lunes siguiente, en las páginas de sucesos de todos los rotativos, se daba la noticia de que el vicerrector de la universidad de Berlín había sufrido un accidente en la autopista que iba a Hannover al rompérsele al Wanderer la cremallera de la dirección y salirse de la ruta. El ilustre académico había perdido la vida.

El 22 de septiembre de 1943, Ferdinand Cossaert van Engelen, luego de un sinnúmero de vicisitudes que entorpecieron su viaje, al tener que esconderse en diversos lugares aguardando los días oportunos en que en los trenes fueran revisores y jefes de tren adictos a la resistencia que colaboraran en amagarlos, llegaba a Roma aprovechando el desorden que subyacía en la recién tomada ciudad. Al cabo de dos días se dirigía a la Pontificia Universidad Gregoriana del Vaticano y se ponía en contacto con el padre Leiber, al que en la clandestinidad llamaban Gregor
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La renuncia

Esther sufría un terrible desgarro interior. Una vez dados los pasos pertinentes para poner en solfa decisión tan importante, comenzó a adentrarse en un mar de incertidumbres y remordimientos.

Aquella mañana Rubén había partido para Córdoba para, en la banca de dom Sólomon, diligenciar los medios oportunos para que ella pudiera partir cuando quisiera con los pertinentes documentos que la acreditaran como poseedora de una importante fortuna. Ni por un instante se le pasó por las mientes a Rubén regatear cuestión alguna ya que, amén de ser consciente de que todo aquello pertenecía a su esposa, pensó que por ley luego sería de sus hijos y que para cubrir sus morigeradas necesidades, con lo que él ganara en el ejercicio de su ministerio, tendría suficiente. Puso en venta la quinta del Arenal y entonces se alegró de haberse trasladado a Archeros, cuya vivienda estaba a tres pasos de su sinagoga.

La renuncia suprema de ver crecer a sus hijos la compensaba pensando que algo terrible iba a ocurrir y que no tenía derecho, por mor a cumplir con su conciencia, a arriesgar la vida de los pequeños y, si todo eran falsas aprensiones, tiempo habría de acudir donde estuvieran para, además de gozarlos, intentar recuperar el cariño, que no amor de su mujer, cuya temerosa actitud atribuía únicamente al crispado clima que se vivía en Sevilla debido a las cada vez más incendiarias proclamas de aquel implacable enemigo de su pueblo, alterada como estaba por la prueba que tuvo que sufrir en Toledo.

Esther, entre tanto, rumiaba su decisión cargada su conciencia de negros augurios y absolutamente desorientada. Pero ¿qué podía hacer? Por una parte no quería engañarse con falsas excusas y era consciente de que ahora el auténtico motivo de su ultimátum era la recuperada ilusión por la vida que la venida de Simón le había deparado; pero por otra también era una absoluta verdad, que por nada del mundo quería permanecer en Sevilla, pues los anónimos se sucedían frecuentemente pese a haberse desplazado a la calle Archeros, y finalmente estaba el incontrovertible aserto de que Rubén se negaba a partir dejando a los fieles de su sinagoga en el más absoluto de los desamparos. Cada día que pasaba estaba más asustada, confusa e irresoluta.

Rubén la noche anterior le había presentado la redacción del Sefer Kritut
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para que ella lo ratificara y supiera qué era lo que iba a firmar cuando acudieran de nuevo a la casa de Mair Alquadex, pero cuando le hizo el comentario de que, según la leyenda, «cuando una pareja se separa los ángeles del cielo lloran lágrimas amargas», Esther se desmoronó y comenzó a sollozar amargamente.

Entonces su conciencia le exigió la obligación de ser honesta con aquel ser bondadoso y entero que su padre le había asignado como marido y le explicó, sin herirlo con el relato de los sucesos acaecidos en la quinta del Arenal, quién fuera su perdido amor, milagrosamente reencontrado, y lo que la llegada de Simón a Sevilla había representado para ella. La sangre desapareció del rostro de Rubén y, la lividez cadavérica que se instaló en él indicó a Esther el profundo impacto que su confesión le había ocasionado. Luego habló, con una voz queda como venida de un lugar muy lejano, y Esther al oírlo se quedó sin habla.

—Grabad en lo más profundo de vuestro corazón cuanto os voy a decir. Gracias por estos años de felicidad que me habéis regalado, esposa mía. La vida me ha premiado con vuestra compañía durante un tiempo que por lo visto robé a otro. Fuisteis mía porque pensasteis que vuestro enamorado había muerto y me siento como un usurpador que ha tomado algo que no le pertenecía, me habéis dado dos hijos hermosos a los que amo desesperadamente y que prolongarán mi estirpe. Ahora soy yo el que quiere el divorcio, pero lo hago por vos, porque tenéis derecho a ser dichosa en algún lugar del mundo. Casaos con Simón y sed feliz; si lo lográis, habrá valido la pena mi sacrificio. Tres cosas, sin embargo, os pediré: en primer lugar, si salgo con bien de todo esto, es mi deseo que me permitáis ver a mis hijos allá donde os encontréis; si por el contrario muero, decidles que su padre se inmoló por cumplir con su deber y los quiso hasta la extenuación; y finalmente, ¡no me obliguéis a verlo!... me niego a conocer a la persona que se lleva mi dicha.

Hablaron, hablaron sin parar, en el salón de la casa, hasta la madrugada, ella de buena fe le sugirió que enviaran a los niños a Jerusalén a la casa de Ruth acompañados de Gedeón y de Sara y que ella se quedaría a su lado, pero Rubén argumentó que si algo les ocurriera a los dos, sus hijos crecerían en el mayor de los desamparos y que, sabiendo que amaba a otro, no quería que por él sacrificara su vida: «Es mejor así, Esther, ahora ya está todo dicho.»

Un llanto convulso atacó a la muchacha, que se abrazó al que había sido su marido hasta aquel día y de esta guisa permanecieron juntos hasta que una luna llena preñada de amenazas con el aspecto de una calavera amarilla asomó entre un jirón de nubes desflecadas y se coló por la ventana.

El radioescucha escocés

Al rasgar el sobre y ver la fecha, Eric dedujo que la carta había sido escrita con posterioridad a la de su madre, sin embargo llegaban juntas pues la correspondencia se amontonaba en las bases de submarinos y hasta que no salía «la vaca» correspondiente, las cartas quedaban retenidas.

Por los ruidos que hasta él llegaban, supuso que la operación de trasegar gasóleo de un barco a otro iba mediada pues ahora el ruido de las bombas de llenado venía de la banda de estribor.

Se retrepó en su litera y se dispuso a leer la segunda carta. Lo primero que hizo fue buscar la firma y al hacerlo comprobó que era de Sigfrid; al punto se dispuso a recordar las claves acordadas antes de su partida para poder interpretar cualquier noticia que su amigo intentara decirle entre líneas, y que pudiera comprometerle en el caso de que la carta cayera en manos ajenas y que entre la tripulación del barco hubiera, como así era en efecto, elementos acérrimos partidarios del Régimen.

Berlín, 15 de agosto 1942

Querido amigo:

Ignoro cuándo te llegará mi carta y tan siquiera si te llegará, pero me dirijo a ti en la esperanza de que algún día puedas leer estas líneas.

La carta estaba llena de tópicos, lugares comunes y comentarios sobre la muerte de Heydrich al respecto de lo que había significado para el Reich. Pero las noticias que pudo entresacar de ella usando las claves acordadas, fueron demoledoras y llenaron su ánimo de zozobra. Le hablaba de «aquella muchacha con la que fueron ambos a la final de esgrima en los Juegos Olímpicos» y le comunicaba que ya no estaba en su domicilio y que había partido sin dejar dirección alguna. Luego se refería a Manfred nombrándolo como «Margaret, la amiga de aquella muchacha que tuvo la desgracia de caerse al tender la ropa en el patio de su casa» y le decía que la habían nombrado corresponsal de un organismo internacional y que ya no estaba en Berlín, pero que ignoraba cuál era su destino y cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera incorporarse a él. Finalmente le comunicaba que tenía muy avanzada su tesina de final de carrera de historia, que el tope de entrega era el 12 de noviembre, y que versaría sobre el levantamiento del pueblo de Madrid contra las tropas napoleónicas. Finalmente, que había ido al médico por su dichoso estómago y que le había recetado un medicamento que debía tomar cada cuatro horas día y noche, durante medio año, que la hora más inoportuna eran las cuatro de la madrugada porque le cortaba el descanso, y que aunque era muy incómodo, valía la pena porque se encontraba muy aliviado. Que le deseaba lo mejor y que no se olvidara de ponerse en contacto con él en cuanto tocara tierra.

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