La Saga de los Malditos (109 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Tras una larguísima charla, las emociones vividas aquel día pasaron factura a Hanna, que se quedó amodorrada en el catre, en una duermevela febril. August añadió leña a la chimenea y luego, arrimando la desvencijada silla, se dedicó a velar su sueño mientras miraba el cambiante fuego de los troncos.

Ella deliró toda la noche.

En tanto en el campo se pasó la lista de la fajina. Renata Shenke no estaba. El traumatismo que esta circunstancia causó en las celadoras fue devastador. Había que comunicarle al comandante que su recién nombrada amante oficial había desaparecido.

Hans Brunnel, capitán ayudante del
Oberführer
Ernst Kappel, desde la puerta del despacho, demandó venia para entrar.

—¿Da usted su permiso?

—Pase. ¿Qué se le ofrece?

—Señor, tiene en la línea 6 al comandante Hugo Breitner, del campo de Flossemburg, jefe de la zona destinada a antisociales.

—Pásemelo.

El oficial se retiró y casi al instante uno de los negros teléfonos de la mesa de Kappel sonó una sola vez.

—Kappel al aparato. ¿Cómo andan las cosas por ahí, comandante?

—Intentando cumplir las órdenes recibidas, tarea bastante complicada, mi
Oberführer.

—¿La producción no sale, comandante?

—Con dificultad, señor. Los reclusos a mi cargo son vagos, indisciplinados y no sienten el amor por Alemania que hace grandes a los alemanes.

—Comandante.

—Sí, mi general.

—Nos han colado un gol.

—No entiendo, mi general.

—Entre sus presas tiene usted a una judía que, sin embargo, ha ingresado juzgada como antisocial y elemento subversivo.

—Me extraña lo que me dice, general. Todas las reclusas llegan con sus papeles y en el archivo constan sus delitos y la sentencia de sus juicios.

—Entiendo, comandante, pero la presa a la que me refiero ha ingresado con documentación falsa que no corresponde a su verdadero nombre.

—No es misión del registro de entrada del campo el comprobar documentaciones. Nosotros nos limitamos a sacar el mayor rendimiento del material que nos envían.

—Entiendo, comandante, y no le culpo por ello. Únicamente le digo que tenemos una pieza mal colocada y debemos subsanar el error, enviándola al lugar correspondiente.

—Dígame su nombre y esta noche estará con las judías del campo.

—No pretendo esto, comandante. La reclusa me ha de ser enviada sin demora para otro fin mucho más importante y, aunque no debiera, quiero aclararle algo.

—Usted me dirá, general.

—Ha caído en la red un pescadito al que no podemos tocar porque el servicio secreto pretende aprovechar sus capacidades para fines mucho más importantes para Alemania y la mercancía no puede deteriorarse. Es por ello que si cae en nuestras manos su hermanita y la manejamos convenientemente delante de él, tal vez consigamos sonsacarle lo que pretendemos y lo podamos enviar en un par de días a realizar su nuevo trabajo sin ponerle las manos encima y por lo tanto sin que se nos deteriore. ¿Me ha comprendido?

—Creo que sí, mi general.

—Ya conoce usted la frase de ritual que se emplea en estos casos: «hábilmente interrogado». Bien, quiero que me envíe a Berlín sin dilación a la reclusa que nos han colado como antisocial y que es judía.

—Dígame su nombre y en cuarenta y ocho horas la tiene ahí.

—Veo que me ha entendido. La reclusa ingresó en Flossemburg el 20 de mayo, hace ocho meses, condenada por subversiva pues la pillaron repartiendo panfletos antinazis de la Rosa Blanca en la universidad. El juez Roland Fresler la condenó a ocho años. Su falso nombre, con el que ha ingresado en el campo, es Renata Shenke Hausser y el verdadero es Hanna Pardenvolk Kausemberg.

Un silencio notorio invadió la línea y al oído del general Kappel únicamente llegó algún que otro chasquido de la estática.

—¿Está ahí, comandante?

La voz llegó distorsionada y opaca.

—Claro, mi general.

—Entonces, comandante, no hay más que hablar. Búsquela y envíemela. Tengo cuarenta y ocho horas para que la secreta venga a recoger a su hermano.

—Perdone, general, ¿me podría decir el nombre de pila del interfecto?

—Claro, comandante, déjeme mirar. Sí, aquí está, Sigfrid Pardenvolk Kausemberg. Cincuenta por ciento de sangre judía aliviada, porque ya sabe que entre los de esta raza la estirpe la trasmite la mujer y el judío era el padre.

Al otro lado del hilo se percibió una respiración agitada.

—¿Ocurre algo, comandante?

La cabeza del
Sturmbannführer
Hugo Breitner iba como una moto. Hacía tres días que al pasar la última lista de la noche en el barracón 9 había faltado la puta aquella. Por más que intentó ejemplarizar el castigo pegando un tiro en la nuca, delante de las demás reclusas, a sus dos amigas y pese a las amenazas proferidas ante todas ellas, incluidas las celadoras, había sido imposible averiguar cómo había podido escapar del campo aquella mujer, frustrando su venganza. Las salidas estaban custodiadas, nadie de entre los prisioneros podía ni tan siquiera acercarse a las puertas. Todos los camiones se controlaban a la ida y a la vuelta. En los registros o en las cercanías había perros que al menor indicio ladraban furiosos, delatando cualquier intento de fuga. Todo fue inútil; se la había tragado la tierra. Intentó buscarla en los sitios más impensados, ordenó el registro total de los barracones, vació los almacenes. Tarea vana. Aquella zorra le había humillado doblemente. En primer lugar, ella dirigía el quinteto que le había puesto en ridículo ante los mandos del campo y ante el general visitador la noche de la Rosa de Oro y ahora lo colocaba en una violentísima posición ante el
Oberführer
de las SS y jefe de la Gestapo Ernst Kappel. Pero lo más absolutamente increíble era que su hermano, causante de la indeleble marca que afeaba su rostro desde su juventud, al no poder entregarla, escapaba, de rebote, a su venganza, produciéndole, además, un gravísimo problema.

—¡Está ahí, comandante!

La voz de Kappel le urgía de nuevo.

—Sí, mi general.

—¡Pues tenga la bondad de informar!

Breitner, tragando saliva dos veces, puso al corriente a Kappel de las vicisitudes ocurridas en Flossemburg al respecto de la presa reclamada.

El silencio de la línea auguraba tormenta y ésta estalló al poco rato. Lo que Breitner jamás hubiera imaginado era la intensidad de la misma.

La voz de Kappel tronó en el auricular al punto que Breitner tuvo que separar el audífono del teléfono de su oreja, tales eran los gritos histéricos de su superior. La diatriba acabó de esta manera:

—¡Juro por Dios, por el Führer y por Alemania que se va a acordar de mí durante los años que le queden de vida, comandante! ¡Cuando esté en el frente del Este ante el ejército ruso, tendrá tiempo para meditar su desidia y se dará cuenta de lo bien que ha vivido hasta ahora en Flossemburg! —Luego la voz se tornó silbante y todavía más amenazadora—. Mañana le será comunicado su traslado.

El aquilón

Éste era el nombre que figuraba en la amura de estribor. La nave era una galera de medio porte y de dos palos; mixta, de pasajeros y carga que, anclada en medio de la ensenada del Guadalquivir, lucía airosa con todos las lonas recogidas sobre sus botavaras y con el rezón tirado por proa. En el bauprés así mismo se podían ver una remendadas velas secándose al sol. Una chalupa aparecía en su popa sujeta a una de las bitas del bajel mediante un cabo y lista para llevar a tierra a cualquiera que necesitara bajar del barco. Dos marineros subidos a un tablón sujeto a media altura del casco calafateaban el mismo con sendas brochas que empapaban en un cubo rebosante de negra brea.

Simón, montado en su caballo, se había acercado al río luego de dejar apresuradamente al mulo, cuyas alforjas habían venido rebosantes, en la puerta trasera del Esplendor. Durante el camino recordaba el diálogo mantenido con Seis que, nada más verlo, le interrogó:

—¿Qué ha sido de las personas que habéis ido a buscar?

—Una muerta con certeza, la otra no tengo la evidencia, pero es más improbable que se haya salvado a que se apareciera Metatrón en persona, en este momento.

—Cosas más difíciles han sucedido, ¿acaso no recordáis cómo os encontré en el bosque medio muerto?

—Imposible, Domingo, y no debo dar falsas esperanzas a

Esther, la sinagoga está destruida, el techo se ha venido abajo y todo es desolación y ruinas. De allí no ha escapado nadie y mucho menos cualquier persona que estuviera cerca de la
bemá,
y éste es el lugar del rabino.

—¡Que vuestro Adonai lo haya acogido en su seno!, es lo único que puede hacer después de cuidar tan poco de sus fieles.

Luego de reconocer cuan atinada había sido la observación de Domingo inquirió noticias de los que había quedado en la alquería.

Seis explicó que, agotado por los aconteceres de la noche anterior, las mujeres y los niños todavía estaban descansando.

—Mejor que recuperen fuerzas, pues lo que queda no requerirá menos arrestos que lo vivido hasta ahora. Y tú, ¿no has descansado nada?

—He descabezado algún que otro sueño, pero en cuanto el perro levanta la cabeza y olfatea el aire, ya estoy yo en pie.

—Voy a bajar al río. He de hablar con el fenicio con quien acordé el viaje. Descansa lo que puedas pues deberemos, si todo va bien, partir esta noche, y me haces falta entero.

—No os preocupéis por mí, estos huesos lo aguantan todo —dijo golpeándose el poderoso pecho.

En cuanto llegó al margen del río, Simón, sin apearse del caballo, comenzó a bambolear sobre su cabeza de un lado a otro un gran pañuelo verde, que era la contraseña acordada, hasta que uno de los dos calafateadores, encaramándose hasta la cubierta, desapareció en el castillo de popa, saliendo al poco con el fenicio que, tras divisarlo desde la borda, ordenó que dos hombres fueran bogando en la chalupa, hasta la ribera, para subirlo a bordo.

En tanto que la falúa se arrimaba al margen del río, Simón ató su cuartago a una rama y esperó.

Al poco se encontró balanceándose en medio de la corriente y, en cuatro bogadas, el bote se encontró amarrado junto al casco del navío desde cuyo bordo le lanzaron una escalera de cuerda. Simón, colocándose en bandolera su talega y sujetándose a los laterales, comenzó a subir.

Dracón, además de un piloto avezado, que conocía el Mediterráneo como el forro del bolsillo de su jubón, era un avispado comerciante. A los nueve años había comenzado a surcar los mares como grumete de un barco griego que traía a la Bética vino y especias y regresaba con ánforas de aceite de oliva surtiendo del mismo los puertos de las costas de Hispania, la Galia y de la bota itálica, y en los que cargaba en sus bodegas, en cuanto quedaba espacio para ello, los productos de la región para trasportarlos a otros lugares y de esta manera aprovechar al máximo las capacidades del barco. De esta suerte pasó a marinero, luego a piloto para, finalmente, conseguir hacerse con un barco propio, a lo primero con un socio armador que puso parte de los dineros para adquirir la nao hasta que, al cabo de pocos años, pudo comprar su parte y ser único propietario de su destino. Justo era que el que se jugaba la vida en el azaroso negocio de surcar los mares se llevara el beneficio, ya que a las tormentas había que sumar el siempre peligroso encuentro con piratas de todos los países, y gentes de todos los pelajes, ya fueran berberiscos, catalanes, mallorquines o sicilianos, que todos andaban en el mismo negocio, que no era otro que salir al encuentro de los barcos cargados con especias que pasaran por sus zonas y hacerse con ellas y con la nao. Las cosas se arreglaban a veces pagando fuertes sumas y en otras sufragando un tributo de protección. En fin, que el negocio era arduo y por lo tanto todos aquellos que quisieran usar de sus servicios habían de pagar los dineros correspondientes a tan encarecidas prestaciones.

Cuando Simón asomó la cabeza por la borda, el patrón ya le andaba esperando. Era un hombre recio que rozaría la cuarentena, de ojos negros y vivaces, enmarcado su rostro por una rizada barba, vestido con una túnica de color pardo que le llegaba a media pierna, calzando uñas sandalias de tiras de cuero entrelazadas que le subían por las pantorrillas y cubierta su cabeza con un gorro frigio que cubría su calvicie y que le aliviaba de las inclemencias del tiempo. En cuanto vio a Simón, sus ojos despidieron un reflejo de avaricioso interés.

—No os esperaba a tan temprana hora, aunque, bien pensado, y de ser ciertos los rumores que hasta mí han llegado, comprendo vuestra prisa.

El astuto fenicio preparaba el terreno para una ardua discusión al respecto del precio del viaje. Simón, agarrándose al guardamancebos
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y pasando, una tras otra, las piernas sobre él, se encontró en pie sobre la cubierta. El otro le hablaba desde el castillo de popa en una situación de superioridad manifiesta, mala para entablar cualquier negociación.

Simón, que conocía los entresijos de las transacciones, pues pertenecía a un pueblo que había pasado su existencia mercando, se dispuso a iniciar una inevitable batalla dialéctica, pero en igualdad de condiciones.

—Soy vuestro huésped a bordo y bueno será, si hemos de negociar, me ofrezcáis una taza de estos caldos que me dijisteis transportáis en vuestras bodegas.

—Cierto es, pero no me habéis dado tiempo, vamos a mi cámara que está saliendo el día caluroso, y en estas tierras cuando el Rubio aprieta —el índice de su diestra señaló al cielo— hay que meterse bajo cubierta a riesgo de coger un atracón de sol, que en ocasiones ha llegado a abrasar a gentes imprudentes.

Simón subió los cinco peldaños que conducían al castillo y el otro, con una gentil reverencia y un ampuloso gesto de su diestra, le indicó la puertecilla que daba a su camarote.

Era ésta una amplia pieza con ventanucos a tres vientos; por el de popa se veía el fanal de navegación, vigas en el techo y cuadernas vistas. A la pared de estribor, aferrada por unos pernos, que evitarían su deslizamiento en caso de temporal, se hallaba una mesa atestada de papiros e iluminada por un candil que lucía apagado. Había un sillón, con un gancho en su parte inferior destinado al mismo fin y que se sujetaba en el suelo mediante un perno y, arrumbados a sus costados, un par de banquetas. A babor un catre y sobre él dos ganchos de los que pendía, recogida, una hamaca.

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