La Saga de los Malditos (112 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Los acontecimientos se precipitaron. La orden de Adolf Eichmann, jefe de la sección IV. B4 de la Gestapo, al finalizar la conferencia de Wannsee en enero de 1942, era clara y tajante: Italia debería entregar cincuenta y ocho mil judíos para sumarlos a los once millones que deberían ser eliminados. La cuestión era peliaguda, pues los italianos no parecían dispuestos a colaborar en la entrega de uno solo de sus conciudadanos semitas. En la última semana de septiembre, Kappler, jefe de la Gestapo en Roma, informó a Eichmann que no tenía suficientes SS para realizar una redada. Eichmann resolvió el problema enviando a Roma a Theodor Dannecker,
Hauptsturmführer
de las SS, especialista en temas espinosos referidos a los judíos. Provisto de una documentación que le ponía por encima de cualquier autoridad local y acompañado por un grupo de catorce oficiales y suboficiales y treinta soldados de las Totenkopfverbände, «los Batallones de la Calavera», Dannecker tomó un tren hacia Roma a comienzos de octubre.

A las 5.30 de la madrugada del 16 del mismo mes, al frente de las 365 Allgemeine SS y Waffen SS, armados con metralletas, entraron en el viejo gueto del Trastévere. Llovía intensamente y todavía no había amanecido. El plan consistía en coger al primer millar y transportarlo al Collegio Militare, entre el Tíber y la colina del Janículo, a menos de ochocientos metros de la plaza de San Pedro. La idea era reunir a los judíos en un lugar desde el que fuera fácil introducirlos en trenes una vez fueran detenidos. Provistos de nombres y direcciones que habían obtenido la semana anterior, los suboficiales entregaron a cada cabeza de familia una lista de lo que podían llevar consigo incluyendo comida para ocho días. Donde los había, arrancaron los cables del teléfono.

Al tiempo que la princesa Enza Pignateli Aragona informaba a Pío XII de que había visto camiones cargados junto al lago Lungotévere y éste indicaba al cardenal Maglione que se pusiera en contacto inmediatamente con el embajador de Alemania en el Vaticano, barón Von Weizsäcker, partían los grandes vehículos llenos hasta arriba de hombres, mujeres y niños y atravesando un tremendo aguacero llegaban hasta los sombríos barracones del Collegio Militare, luego de rodear el perímetro de la plaza de San Pedro para que los soldados alemanes, antes de regresar a Alemania, pudieran contemplar la gran basílica.

Se ejercía presión por todas partes. Ante el temor de que la deportación provocara una violenta reacción del pueblo romano, el embajador alemán en Roma, Albrecht Von Kessel, instó al papa para que presentara una protesta oficial. De esta manera si Pacelli protestaba inmediatamente y conseguía un resultado favorable, se aplacaría la indignación de la gente.

El embajador en el Vaticano, en la reunión que sostuvo con el cardenal Maglione, le instó a que le respondiera: «¿Qué haría la Santa Sede si siguen pasando estas cosas?»

La respuesta del secretario de Estado fue notablemente ambigua: «La Santa Sede no desea verse puesta en situación en la que se haga preciso pronunciar una palabra de desaprobación —y concluyó su explicación pronunciando una segunda frase histórica—: Quiero recordarle que la Santa Sede ha mostrado gran prudencia sin dar al pueblo alemán la impresión de haber hecho o desear hacer la menor cosa contra los intereses de Alemania durante esta terrible guerra
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El teléfono sonó las veces convenidas. Manfred esperó y tras comprobar la clave descolgó el auricular.

—Dime, Angela.

—¿Puedes venir a mi casa?

—¿Cuándo?

—Lo antes posible.

—Falta menos de una hora para el toque de queda. Si voy ahora no podré volver.

—Es importante.

—Está bien, voy para allá.

—La portería estará cerrada, estaré atenta en la ventana.

—Hasta ahora mismo entonces.

Luego de colgar el aparato, Manfred se colocó en la parte posterior del cinturón una Beretta del 9 corto y, poniéndose rápidamente el tabardo, se dirigió al triciclo a motor, aparcado dos calles más allá de la pensión Chanti que la organización de Cáritas le había proporcionado para la atención de los más necesitados, y cuya matrícula del Vaticano le ponía a salvo de enojosos registros. La divisó enseguida. El logotipo y las letras de la institución lucían serigrafiadas a sus costados y por el momento habían resultado un cómodo salvoconducto. El pequeño motor Fiat que la propulsaba gastaba menos que un mechero y Trombadori le proporcionaba un bidón de diez litros de gasolina que le duraba quince días. En cuanto a la decisión de ir armado, la había adoptado libremente luego de considerar la cuestión a fondo. Si todo marchaba y no había novedad, el hecho era irrelevante, y si lo detenían y no podía evitarlo entonces gastaría el cargador y la última bala la reservaría para él. Llegó a la altura del vehículo y se encaramó en el diminuto pescante en el que, apretadas, cabían dos personas, tras unas pocas toses y carraspeos, pues el estárter funcionaba sin que la palomilla cerrara totalmente la entrada de aire en el carburador y el tiempo ya era frío. Lo puso en marcha y separándolo del bordillo se dirigió hacia el apartamento de Angela. A aquella hora las gentes se dirigían apresuradas a sus domicilios porque la hora de queda se aproximaba y las detenciones a partir de las nueve eran frecuentes. Tomó la Strada del Popolo y luego de recorrer la Via Magoria, desembocó en la travesía de Dante, allí encontró un resquicio, junto al vado de un garaje, para dejar el triciclo, aparcó, cerró la portezuela y caminando se dirigió al edificio de apartamentos donde vivía Angela.

La muchacha estaba tras el visillo y, apenas lo divisó, se apartó de la ventana. Manfred imaginó que ya bajaba las escaleras para abrirle el portal. Cuando él llegaba, por una pequeña puerta que se abría en una de las hojas del portón, asomó la trigueña cabeza de la chica. Nada más verla supo Manfred que pasaba algo. Salvando el alzapiés se introdujo en la oscura portería. Ella dio dos vueltas a la llave.

—¿Qué ocurre, Angela?

—Vamos arriba. —Subieron la escalera en silencio y llegaron al pequeño apartamento.

Ella abrió con el llavín y se adelantó para cerrar los postigos de la ventana de la salita. El, luego de cerrar la puerta del pequeño recibidor, la siguió por el breve pasillo y en tanto se quitaba la trenca y se desembarazaba de la pistola dejándola sobre la repisa de la salamandra, volvió a indagar.

—¿Me quieres decir qué está pasando?

—Siéntate. Ha llamado Pfeiffer.

—¿Y?

—Malas noticias.

Manfred supo que lo que iba a oír le iba a lastimar en lo más hondo y se sentó en una de las butacas.

Angela con los ojos llorosos, comenzó a explicarse.

—El Santo Padre emplea al padre Pfeiffer de interlocutor en misiones delicadas acerca de las autoridades alemanas y en esta ocasión el mensaje era angustioso. Me ha llamado porque me quiere mucho y sabe que Settimia es mi amiga.

—¡No andes con rodeos, Angela, habla de una vez! ¡Por el amor de Dios!

—Han entrado en el Trastévere y se ha llevado a casi todos los judíos. Están encerrados en el Collegio Militare. Los van a deportar.

—Lo sabía. ¿Cuándo ha sido esto?

—Ayer por la noche. Corre la voz de que quieren llevarse a siete u ocho mil, entre ellos a Settimia. Fue a ver a sus padres y ya no pudo volver, aparte de que la conozco bien y, si intuyó el peligro, seguro que no los quiso dejar solos.

—¿Qué dice el padre Pfeiffer?

—Le llamaron del Vaticano para que se presentara inmediatamente, el papa lo usa siempre. Habla correctamente su idioma y uno de ellos, creo que Eugene Dollman es su nombre, siempre lo recibe. El caso es que lo consideraron interlocutor de bajo rango ya que las órdenes vienen directamente de Berlín y nada menos que del departamento del mismísimo Himmler. Todo esto rebasa en importancia lo tratado hasta ahora. Están involucrados el jefe de la Gestapo Herbert Kapler y el mismísimo comandante militar de Roma, Maeltzer, que son los que no se han conformado con el padre Pfeiffer.

—¿Y ahora, qué pasa?

—Han convocado al obispo Alois Hudal, rector de la iglesia alemana en Roma Santa Maria dell' Anima, conocido por su patente germanofilia
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, y también al embajador Von Weizsacker. Creo que todo está perdido porque además han puesto al frente de la operación a un tal Dannecker enviado especial de Berlín con autoridad absoluta sobre el tema
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.

—Las noticias no pueden ser peores.

—Sí, Ferdinand, sí pueden.

Manfred la miró interrogante.

—¿Qué más puede pasar?

—El padre Pfeiffer aprovechó su visita al Vaticano para entrevistarse con el secretario de Leiber, el padre Walter Carminatti.

Manfred intuyó que le iban a comunicar algo grave.

—Dime lo que sea.

—Tu hermana...

—¿Qué pasa?

—No sé cómo empezar.

Manfred se puso en pie y, tomando por los hombros a Angela, la zarandeó.

—¡Cuéntame lo que le ha ocurrido a mi hermana!

—¡Me estás haciendo daño, Ferdinand!

Manfred aflojó la presión de sus manos. Luego, pasándose el dorso de su diestra por la frente, se excusó:

—Perdona, no tengas cuidado, yo lo aguanto todo.

—Está bien. Tu hermana ya no está en Flossemburg. En la ficha figura como «desaparecida», ya sabes lo que esto significa.

—¡Dios!

Manfred, se sentó de nuevo en el borde de la butaca y hundió el rostro entre sus manos. Cuando de nuevo alzó los ojos hacia ella, supo que había algo más.

—¿Qué más, Angela?

—Tu hermano Sigfrid. Ha caído en manos de la Gestapo. Nadie da razones de su destino, dice Pfeiffer que parece que la tierra se lo ha tragado, ha indagado por tres conductos, nadie sabe nada.

Esta vez, un llanto contenido y convulso atacó a Manfred y sus hombros comenzaron a agitarse como impelidos por un oculto resorte. Angela se acercó y, tal como estaba sentado, apretó la cabeza del muchacho contra su vientre en tanto le acariciaba el pelo sin emitir palabra alguna.

Sanz Briz

La vida de los Pardenwolk en Budapest había cambiado radicalmente. Habían podido establecerse en la capital cuando la ocupación de Viena les obligó a huir, y tras ímprobos esfuerzos consiguieron pasar a Hungría. El poderoso Gremio del Diamante no había dejado en la estacada a sus miembros y aunque nada quedaba del Leonard de los primeros tiempos, mal que bien continuaba viviendo, aunque bajo el nombre de Hans Broster. Al sufrimiento que día a día atenazaba su gastado corazón se añadía el ver el deterioro de Gertrud, que iba de un rincón a otro del modesto pisito como un alma en pena, y en muchas ocasiones hablando sola con las fotografías de sus hijos. Las noticias que llegaban de Alemania eran desalentadoras. Las cartas que recibía de su notario Peter Spigel se espaciaban en el tiempo y entre líneas adivinaba que las cosas, cada día que pasaba, iban de mal en peor. Las de los Hempel eran poco frecuentes y seguían teniendo un barniz prohitleriano hablando de la victoria final de Alemania y de su fe de que cuando ésta llegara las cosas cambiarían. Leonard quería comprender a su amigo y atribuía el tono de sus cartas entendiendo que, desde su situación, era muy difícil sustraerse de la influencia a la que estaba sometido y escribir en otra tesitura. El hecho era que seguían junto a la viuda de Heydrich ya que ésta no permitía, después de la muerte de su marido, que el doctor se alejara de ella y de sus hijos. De su cuñado Frederick Kausemberg, nada sabía y posteriormente fue informado por el Gremio de que había sido deportado.

Leonard guardó el secreto al respecto y nada dijo a Gertrud de la suerte que había corrido su hermano. La vida de su esposa transcurría entre la iglesia de Saint Joseph y su casa y la de él desde el casino del Gremio al pequeño negocio que había montado con un socio húngaro recomendado por Frederick, Nicolai Esquenatzi.

En Budapest habían pasado y pasaban muchas cosas y todas malas para los judíos.

Hitler había engañado miserablemente al regente almirante Horthy y le había hecho pagar con creces el caramelo envenenado que resultó ser para Hungría la anexión del sur de Eslovaquia, Rutenia y una parte de Transilvania. El último acto de la comedia se escenificó durante la visita que, obligado, el regente llevó a cabo a Klessheim donde el Führer le esperaba en audiencia especial
ad verbum.
Hubo muchas dudas sobre la conveniencia de realizar el viaje, finalmente se decidió aceptar la invitación pues no se debía irritar todavía más a Hitler; además, no había alternativa. Hungría no podía resistir seriamente ningún intento de ocupación alemana. A tal punto llegó la tensión que, a última hora, el almirante colocó dos veces en su bolsillo un revólver, pero finalmente desistió de llevarlo consigo. La reunión revistió caracteres dramáticos. A las reconvenciones de Hitler al respecto de que las tropas húngaras habían sido un fiasco en el frente ruso, Horthy respondió quejándose de que el general Keitel le había prometido armamento pesado que nunca había llegado a las manos del ejército magiar. Luego se trató el tema de la aplicación en Hungría de los principios del congreso de Nuremberg. Hitler le reconvino gritando con acritud: «¡Los judíos deben ser exterminados o enviados a los campos de concentración!» A lo que el almirante respondió que su primer ministro Kállay había tomado medidas antisemitas que se estaban aplicando. Horthy no se amilanaba y contestaba, a voz en grito, a las protestas de su oponente. Finalmente se retiró a sus habitaciones, ignorando que habían sido cursadas órdenes para detenerle en caso de resistencia. Para evitar que el almirante y toda la legación se fueran, el jefe de protocolo simuló una alarma aérea rodeando al castillo de niebla artificial y alegando que la comunicación telefónica había sido dañada fuertemente y que por lo tanto estaban momentáneamente incomunicados. Los alaridos fueron de tal calibre que, posteriormente, en su diario, Joseph Goebels, el fiel ministro de Propaganda, escribió: «El Führer se ha extralimitado en el trato dado a Horthy, creo que las cosas debían haberse llevado de otra manera.» Finalmente compartieron el almuerzo en una atmósfera muy cargada. En ella, hipócritamente, Hitler, simulando que todavía podía cambiar de idea, preguntó a Keitel si estaban a tiempo de anular la orden de invasión, a lo que éste respondió, como el comparsa que recita su papel, que era imposible, ya que las tropas estaban ya en movimiento. En la estación antes de partir de regreso, teniendo en cuenta el gran predicamento que Horthy tenía entre los húngaros, Von Ribbentrop pretendió que firmara un documento en el que se aprobaba de común acuerdo que, para la protección del pueblo húngaro, el ejército alemán invadiera el país, a lo que el regente se opuso. El tren de regreso se detuvo dos veces, durante horas en Salzburgo y en Linz, con excusas de bombardeos imaginarios, a fin de que la política de hechos consumados surtiera efecto.

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