Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Las gentes regresaron a sus casas con el ánimo encogido, pero a los pocos días, al comprobar los éxitos de su ejército en lo que se dio en llamar la
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, y comprobar la rapidez con la que las tropas alemanas terminaron de invadir Polonia, que solamente pudo oponer su heroica caballería a los blindados alemanes, se tranquilizaron y empezaron a vanagloriarse del éxito de sus armas.
Éste era el clima que se respiraba en Berlín en aquel septiembre de 1939.
Las repercusiones que la conflagración trajo a la vida de los judíos fueron varias. Arreciaron las medidas extraordinarias excusadas por la declaración de la guerra, y las interdicciones fueron casi totales. Se les prohibió permanecer fuera de sus casas después de las ocho de la noche en invierno y las nueve en verano. Así mismo se les vedó poseer aparatos de radio y acudir a lugares públicos donde se dieran noticias relacionadas con el conflicto.
Estos acontecimientos de importancia mundial no influyeron ni en la Gestapo ni mucho menos en el coronel Kappel al respecto de olvidarse del atentado del Berlin Zimmer, que le acarreó, además de la muerte de su amante, la separación de su esposa, que le pidió el divorcio. Las pesquisas para esclarecer la causa de la explosión siguieron imparables; sin embargo se ponderó exhaustivamente el hecho de tomar represalias policiales contra los participantes de aquella orgía de homosexuales. Se tuvo muy en cuenta, en primer lugar, la importancia e influencia de los asistentes y, en cuanto al coronel, su impresionante hoja de servicios y el hecho de que urgía echar tierra encima, lo más rápidamente posible, sobre aquel embarazoso asunto que desprestigiaba por igual tanto al ejército como al mismísimo régimen.
La mañana era fría, una pertinaz lluvia obligaba a los viajeros a buscar cobijo y los caminos se veían menos transitados que de costumbre. Tal condición favorecía a dos jinetes que en sendas mulas, la una torda y la otra castaña, cubiertos por amplias capas con capucha salían de Toledo por la cuesta de Cabestreros para enfilar el puente de San Martín. Simón, tras prolijos y reiterados esfuerzos, había logrado concertar una cita a través de dom Ismael Caballería con el sobrino de éste, David, al que no había vuelto a ver desde la infausta jornada de Cuévanos. La cita era al atardecer y el lugar una venta disimulada y poco frecuentada que se hallaba ubicada en el cruce de una trocha con el antiguo camino de Ocaña. La inmensa y embozada mole de Seisdedos lo seguía como un mastín vigilante y los pocos caminantes que en aquella jornada transitaban la calzada no podían por menos de volver la cabeza para observar despacio la imponente corpulencia de aquel coloso al que su mula soportaba con resignación.
Una barahúnda de pensamientos ocupaba la mente de Simón. Hacía ya once meses que había regresado a Toledo y aquella existencia casi proscrita le estaba destrozando. Ni él ni Seisdedos debían dejarse ver por las calles. Éste era, más que el consejo, la orden recibida de los
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de las aljamas, tal era el miedo que había de que su presencia, si era reconocido, redundara en perjuicio de sus hermanos. Las aguas parecían haber vuelto a su cauce desde el infausto día, pero cualquier provocación podía encender la chispa del odio y de nuevo provocar la tragedia. Una serie de dudas rondaban incesantemente dentro de su cabeza, una de ellas la iba a dilucidar aquella tarde, tenía la urgencia casi física de saber dónde había ido a parar la dueña de su corazón. La desazón que le causaba su ausencia y el desconsuelo de saber que era de otro, le impedía conciliar el sueño. Una madrugada sí y otra también, se encontraba encaramado en el palomar hablando con sus avecillas como si éstas tuvieran la respuesta que atormentaba su espíritu. Su corazón ansiaba así mismo volver a ver a su amigo y compañero con quien había compartido cuitas y peligros y conocer de primera mano todas las vicisitudes que rodearon aquella aciaga noche y finalmente saber lo que pensaba hacer, ya que si bien a él le era negada la posibilidad de pisar la calle, David ni siquiera podía vivir en Toledo.
La senda caracoleaba entre cañadas y valles y la lluvia impedía casi distinguir cualquier cosa que estuviera a un cuarto de legua de distancia. Domingo iba un tanto retrasado porque su mula no podía seguir, cargada como iba, el paso del animal de Simón. Súbitamente éste, saliendo de un robledal, distinguió, a través del fino aguacero y en la lejanía la forma inconcreta, una construcción que apareció ante ellos, borrosa entre la neblina, como una presencia fantasmagórica. Simón tiró de la rienda de su cabalgadura y esperó a que su compañero le diera alcance; al poco llegó éste a su altura y detuvo a su lado la caballería, de cuyos ollares salían torrentes de vapor.
La lluvia había amainado y Simón, alzando ligeramente el borde de su capucha y haciendo visera con su diestra, pudo intuir, más que ver, un caserón de troncos y adobe que indiscutiblemente había vivido mejores tiempos pero que sin embargo estaba habitado, pues un penacho de intermitente y negro humo surgía de su escuálida chimenea. Fuera y amarrado a un tronco horizontal y junto a un abrevadero se podía ver una cabalgadura de buen porte que Simón al punto reconoció: era sin duda el caballo de David. El corazón le brincó de gozo dentro del pecho y dando talones en los ijares de su mulo, se plantó en menos de un suspiro al costado del poderoso caballo que, cual si fuera un rey, miró a la humilde mula de Simón con la altivez y displicencia con la que Juan I pudiera mirar al último de los mendigos de su reino. En tanto que Seis llegaba junto a él y recogía la brida que le entregaba para atar en la barra a ambas bestias, Simón, sin poderse contener, se precipitó hacia el interior del humilde mesón. Al principio, la oscuridad y el humo reinantes le impidieron distinguir el entorno, luego discernió una sombra que se precipitaba hacia él y sintió los fuertes brazos de su amigo que lo estrechaban en apretadísimo y demorado abrazo. De esta guisa permanecieron ambos sin pronunciar palabra y unidos en el recuerdo, en tanto que sus pensamientos, cual caballos desbocados, se centraban en los acontecimientos acaecidos la última vez que estuvieron juntos. A la vez que una inmensa sombra se proyectaba en el suelo, ambos se separaron para, a través de la oscura penumbra, poder divisar mejor sus rostros y reconocerse. Uno y otro a la vez emitieron sendas palabras.
—¡David!
—¡Simón!
—¡Qué inmensa alegría, querido amigo!
—¡Creí que habíais muerto, sois como una aparición!
Seis había entrado y los tres fueron conscientes de que, aparte del mesonero, eran los únicos habitantes de aquel recóndito lugar.
El guiso de una olla podrida bullía en una marmita emitiendo unos efluvios que llenaban el ambiente y que despertó en los jóvenes un apetito que se convirtió al rato en unos deseos irrefrenables de yantar y, ante un colmado plato de aquella pitanza, comenzar a debatir las cuestiones que hasta allí les habían traído. Ambos se instalaron en la mesa que había ocupado David y ante la extrañeza de Simón, Domingo se ubicó en el rincón opuesto, como queriéndose hacer invisible para no poner trabas a las confidencias que sin duda tendrían que hacerse los dos amigos y, pese a la insistencia de su amo, se obstinó en permanecer aparte. Simón aclaró someramente a David quién era el inmenso personaje y le dijo que constituía una parte importantísima de la historia que le debía contar ya que sin duda de no ser por él, no estaría en el mundo de los vivos. Se sentaron ambos plenos de gozo y, luego de encargar al mesonero un plato del guiso y dos jarras de vino y lo mismo pero doblado para Seis, se prepararon para alimentar sus almas, al igual que sus cuerpos, con las peripecias de cada uno y de esta manera saciar las ansias de conocer los padecimientos, aventuras y desventuras que había vivido el otro.
—¡Simón, os di por muerto!
—Y sin duda, tal como os he relatado, así hubiera sido de no depararme el destino la inmensa fortuna de dar con gentes tan buenas como Domingo y su abuela Inés Hercilla, pero, relatadme vos, ¿qué pasó luego que el caballo me arrastrara?
La explicación de David, cuando ya el mesonero hubo portado las viandas y en tanto los dos amigos daban buena cuenta de ellas, fue prolija y detallada.
—La última visión que tuve de vos no invitaba al optimismo, la imagen de vuestro cuerpo arrastrado por vuestra cabalgadura y vuestra cabeza rebotando ensangrentada sobre las piedras del camino me ha perseguido durante muchas vigilias en las que el sueño tardó en visitarme y claro es, en cuanto vimos que vuestro caballo regresaba a Toledo sin vuestra persona y que los días iban pasando, supusimos lo peor.
—¿Tuvisteis problemas a vuestro regreso?
—A lo primero, y tras presentarme a mi tío, me escondí y únicamente me reclamaron para acompañar a un grupo de hombres a rastrear el lugar del puente donde fuimos asaltados por ver si había rastro de vos. Luego, el suceso del Viernes Santo acaparó la atención de las gentes y ya cuando los ánimos se calmaron, y tras la muerte del rabino, los
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se presentaron ante el rey clamando justicia y fueron apresados los que yo sabía responsables del asalto; sólo entonces se ocuparon de mí y los rabinos consideraron oportuno, en bien de todos, que me recluyera momentáneamente en la finca donde vivo desde entonces, no fuera ser que los soltaran y alguno me reconociera.
—¿Os dio tiempo en medio de la oscuridad y entre la confusión de aquellos momentos de distinguir algún rostro?
—El rostro del bachiller era peculiar, su ojo velado y la particularidad de su cabello lo hacían inconfundible... No olvidéis que, aquella noche, había salido la luna, por otra parte lo recordaba de haberlo visto alguna vez en compañía de Aquilino Felgueroso, al que por motivo de su oficio de alquilador de mulas para carruajes, en ocasiones puntuales había acudido al almacén a cerrar algún trato.
—Entiendo, y ahora dejadme que os pregunte lo que para mí es lo más importante, ya sé que Esther se casó con Rubén Ben Amía y que el
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del gran rabino yace en un sudario, pero ¿podéis decirme qué ha sido de ella y dónde ha ido a parar? Talmente parece que la tierra se haya tragado a carros y a cabalgaduras. Pese a que discretamente he intentado hacer averiguaciones nadie parece saber nada y los que algo saben, como vuestro tío Ismael, dom Abdón Mercado o dom Rafael Antúnez se niegan, aludiendo al juramento hecho al rabí en su lecho de muerte, a soltar prenda, de modo que mi razón está a punto de perderse, tal es mi sin vivir.
David meditó unos instantes.
—Se dicen muchas cosas, se hacen conjeturas, las gentes hablan, pero nadie parece saber nada en concreto; algunos insinúan que un día salió una caravana, por cierto muy bien custodiada, y que a partir de esa fecha nunca más se volvieron a ver por Toledo ni Esther ni su ama, que todos los días acudía al mercado.
—Y ¿de su madre?
—Al poco tiempo partió, esta vez con menos misterio, aunque nadie comenta nada al respecto.
La tarde iba transcurriendo lentamente pero eran tantas las preguntas sobre el pasado que hasta bien entrada la noche no comenzaron a hablar del futuro.
—Y decidme, David, no pensaréis pasar la vida amagado en ese predio donde vuestro tío os tiene confinado.
—Ciertamente, han sido muchas las horas que he tenido para reflexionar y he tomado una decisión.
—Y ¿cuál es?
—Los tiempos son y serán todavía peores para nuestro pueblo, pienso partir hacia el extranjero, tengo noticias de que en algunos lugares no estamos proscritos e inclusive se nos considera: Italia, Países Bajos, tal vez Estambul... Hasta el gran turco trata a los nuestros con más consideración de la que gozan en los reinos cristianos. Pretendo vivir en paz, no quiero que mis hijos, si un día los tengo, pasen por la prueba que sufrimos el último Viernes Santo.
—Y ¿cómo pensáis partir?
—Vestiré los ropajes del peregrino, me colocaré en el cuello las conchas que caracterizan a los que hacen el camino de Santiago y a través de la ruta jacobea atravesaré los Pirineos y pasaré al reino de los francos, desde allí veré hacia dónde dirijo mis pasos.
—Y ¿cuándo pensáis partir?
—En la primavera, ése es el mejor tiempo para poder transitar los puertos de montaña.
—Y ¿qué dice vuestro tío?
—No solamente apoya sino que bendice mi plan. Teme que el tal Felgueroso me reconozca, y sin nada decir, pues no conviene remover el asunto, junto con sus compinches quiera vengar en mí su desgracia. ¿Y vos, qué planes tenéis?
—Restar en Toledo y esperar un milagro; si algo descubro o tengo alguna noticia únicamente puede ser allí. En tanto quede una remota esperanza para que pueda hallar la pista de Esther, no he de moverme, aunque tenga que hacer la vida de un condenado.
—Hablando de condenados, hasta mí han llegado nuevas sobre los malditos que nos atacaron en el camino de Cuévanos.
—Yo también hice averiguaciones y sé que el principal de todos ellos murió en las cárceles del obispo.
—Cierto, Barroso la espichó en la mazmorras del palacio episcopal y aunque corren bulos sobre envenenamientos, imagino que fue a causa de la felpa
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que le suministró el verdugo del rey antes de entregarlo al obispo. Pero tengo entendido que sus compadres andan ya sueltos. Rufo el Colorado y Crescencio Padilla ya zascandilean por Toledo. No creo que os reconozcan, aquella noche los hechos transcurrieron rápidamente, pero guardaos de Aquilino Felgueroso; nadie sabe de él, pero ése es el peor, lo conozco porque, tal como os he dicho, en más de una ocasión le había alquilado cabalgaduras para el negocio de mi tío, parece ser que se lo ha tragado la tierra, nadie le ha vuelto a ver, pero, repito, no os descuidéis, es peligroso como una sierpe.
—Andaré con tiento, amigo mío.
David, con un gesto, señaló a Seis, que dormitaba al amor de la lumbre de la gran chimenea.
—Tenéis, por cierto, quien cubra vuestras espaldas, la hazaña que me habéis relatado en la explanada que había sido de las Tiendas llegó a mis oídos y la creí exagerada hasta que hoy me la habéis confirmado.
—Realmente su fuerza es portentosa y su fidelidad absoluta, miedo me da a veces el pensar que si un día no puedo controlarlo puede desencadenar una catástrofe.
—Creo, Simón, que en vuestra situación más es beneficio que quebranto.
La noche cubrió con su eterno manto la inacabable charla de los dos amigos y la madrugada los sorprendió todavía hablando. Luego, arrebujados en sus capas descabezaron, tras tantas emociones, un sueño reparador hasta que finalmente la luz de la amanecida se coló por las rendijas del figón venciendo a la penumbra. Al día siguiente se despidieron luego de reponer fuerzas y se juramentaron para estar en contacto a través del tío de David, antes de que este último decidiera emprender el viaje siguiendo de vuelta la ruta de los peregrinos que visitaban la tumba del apóstol.