Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Angela y Manfred estaban sentados en la cabina del pequeño triciclo ubicado en la esquina de la Via delle Quattro Fontane aguardando que el autobús —que cada día conducía a los soldados del batallón de reserva Bozen (que estaba acuartelado en la buhardilla del Viminal, el edificio del Ministerio del Interior de Roma)— pasara a la hora prevista a relevar a sus compañeros.
Habían transcurrido cinco meses desde la deportación de los judíos del Trastévere y Manfred había envejecido cinco años. Jamás agradecería lo suficiente a Angela sus cuidados y desvelos durante la infausta noche que tuvo conocimiento de la desaparición de sus hermanos. La muchacha, tras convencerlo de que la hora de queda había sonado y que era un riesgo inútil salir a la calle, se sentó a su lado en el sofá y, sin decir palabra, lo mantuvo recostado en su hombro hasta que él se encontró en condiciones de hablar. La luz de la pequeña salita estaba apagada y únicamente el rojizo resplandor que salía del recuadro del vidrio de plomo de la salamandra alimentada con trozos de viejos muebles, iluminaba sus rostros con un fulgor rojizo y cambiante. Ella, de vez en cuando, tomaba una taza de un caldo espeso, que había aparecido allí como por ensalmo, y la acercaba a sus labios cual si fuera un niño de pecho. Manfred no recordaba nada de lo inmediato, en cambio una memoria antigua y fundamental le traía uno tras otro un sinfín de los recuerdos que esmaltaban su infancia. Los años de su niñez aparecían ante él nítidos cual si los sucesos que evocaba su atormentada mente hubieran ocurrido el día anterior. Sus padres, los veranos junto al lago en los Alpes suizos, los juegos con su hermana, las confidencias con Sigfrid, la cabaña del bosque, su pubertad. Luego, cuando comenzó todo, las imágenes pasaban mucho más aprisa. Su afiliación al Partido Comunista, la Olimpiada, las luchas callejeras, la guerra, el atentado del Berlin Zimmer, la huida y, sobre todo ello, la trágica muerte de Helga; tantas y tantas cosas había vivido que a sus casi veinticinco años se consideraba un viejo. Todo aparecía en el espejo de sus recuerdos amontonado y confuso, en una batahola de remembranzas desordenadas y sombrías que adquirían al instante una presencia casi física y dolorosa. Y ahora la terrible noticia se iba abriendo paso lentamente en su cerebro, apartando a codazos, a uno y otro lado, aquellas neuronas que querían conducirle por otros derroteros menos fúnebres hurtándole de sus desoladas fijaciones.
Fue la noche de las confidencias. La angustia que le atenazaba y la necesidad de abrir su corazón le impelió a explicar a Angela su vida desde el principio y quién era realmente Ferdinand Cossaert; le confesó así mismo sus miedos y sus soledades y le dijo que si salía de todo aquello, luego de saber lo que había sido de sus padres, le gustaría irse a un lugar recóndito, donde no hubiera llegado la civilización.
—Los hombres son como bestias —dijo.
Entonces habló ella:
—Si admites un polizón o mejor, una compañera de viaje en el barco de tu destino, partiré contigo. Yo también estoy sola.
—Créeme Angela, mientras estés a tiempo, salta a tierra. Mejor será que te apartes de mí, soy un barco a la deriva, solamente propicio dramas a las personas que más quiero.
—¿Soy yo una de esas personas?
—No me preguntes ahora, Angela, no es el momento.
—Comprendo tu dolor. Debiste de querer mucho a Helga.
—Tal vez pasé junto a mi dicha y no me di cuenta hasta que la perdí.
—Su muerte ha aureolado su recuerdo y lo comprendo. No quiero pedirte nada pero si me das la oportunidad un día intentaré llenar el hueco que ha dejado en tu corazón.
—Te lo ruego, dame tiempo.
—Tienes todo el que nos de la vida y tú sabes que la podemos perder mañana.
—Te diré algo. Hasta el día que te vi entrar en la iglesia de los Salvatorianos no había vuelto a mirar a una mujer.
Callaron un momento; después ella volvió a hablar:
—Quiero corresponder a tu sinceridad. Te lo dije el primer día, Manfred. Ni tú eres Ferdinand ni yo Angela. Mi nombre es Esther Labratski Fadini. Soy medio judía. Mi familia es muy antigua. Llegó a Italia en 1391 y se estableció en Ferrara; procedía de Sevilla. Por lo visto hubo una matanza terrible que precedió a la diáspora obligada de 1492 y los judíos se disgregaron por toda Europa. Mi familia, luego de un par de generaciones, se bifurcó en dos ramas. La primera se estableció en Roma y la segunda partió hacia Polonia. Mis ancestros pertenecían a esta última. Yo nací en Varsovia, mis padres eran educadores en la universidad. Mi padre era físico y mi madre profesora de lenguas muertas. A mí, desde muy pequeña, me intrigó la historia del pueblo judío, recuerdo que preguntaba a mi madre la razón de la denominación de «el pueblo escogido» y le preguntaba ¿elegido para qué?, si siempre fue perseguido y expulsado de todas partes. Mi madre escribía un diario que había heredado de la suya. En él se hallaba relatada la historia de los míos desde hacía más de cinco siglos y siempre se ocupaban las mujeres de la familia de redactarlo. Era como un legado que debíamos trasmitirnos generación tras generación, para no perder la esencia de quienes éramos, de donde veníamos, para no volver a caer en los mismos errores. Creo que fue ésta la razón principal que me impulsó a estudiar mi carrera, y que me trajo hasta aquí, pues el hecho era que la parte correspondiente a la familia que había permanecido en Italia se había perdido. Cuando terminé mis estudios, gané una beca y me planté en Roma. Quería profundizar en mi licenciatura y hallar la rama italiana que se instaló en el Trastévere. Me inscribí en la universidad Gregoriana Pontificia, allí conocí a Settimia, que fue para mí como una hermana. Luego estalló la guerra y mis padres, en cuanto Alemania invadió Polonia, me escribieron rogándome que no regresara. Cuando los encerraron en el gueto de Varsovia hice lo imposible para rescatarlos pero no lo conseguí. Al principio lograron enviarme alguna carta y yo a través de Pfeiffer también conseguí contactar con ellos. Luego supe que habían deportado a muchos a Majdanek
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, pero no logré averiguar si ellos estaban entre los que se llevaron. Allí terminaron las noticias. Desde aquel día me incorporé, con Settimia, a la resistencia y me asignaron el grupo de Trombadori.
Todas estas remembranzas venían a la cabeza de Manfred en tanto esperaban el paso de la camioneta junto a la muchacha. Ambos jóvenes se sentían muy solos y se aferraban uno al otro como náufragos a un tablón. Las circunstancias de su vida tenían mucho en común pero divergían en un punto: Angela había perdido la huella de sus padres aunque no tenía la certeza de que hubieran muerto, sin embargo, Manfred además de ignorar lo que había sido de los suyos, sabía de la suerte que habían corrido sus hermanos y siempre tenía presente el terrible fin de Helga. La tensión y la proximidad hacían que entretuvieran el tiempo hablando de mil cosas ajenas pero relacionadas con los momentos que estaban viviendo. El día anterior habían trasportado en el triciclo, y al lugar que les había indicado Trombadori, una carga de explosivos que serían usados en el atentado que se avecinaba. El peligro era grande. De caer en manos de los alemanes o de la policía fascista, los atormentarían sin duda hasta la muerte intentando sonsacarles los nombres de sus camaradas. Manfred llevaba su pistola presta. La muchacha le había arrancado un juramento. Antes de caer en manos de sus enemigos debía matarla. Luego dirigiría el cañón del arma contra él y acabaría con aquella vida absurda que ya no le interesaba.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué cosa, Angela?
—Llámame Esther. Hace mucho que nadie me llama por mi nombre.
—Me costará acostumbrarme, pero vale... Esther. ¿Qué cosa he de saber?
—He leído mil veces la historia de mi familia. Ha sido como mi Biblia particular. Debe de ser algo consustancial a los míos, la historia se repite.
—¿Qué es ello?
—Hace muchísimos años, como seis siglos, un antepasado mío llamado Simón intentó introducir un carro de armas en una ciudad española, Toledo, junto a un amigo suyo que se llamaba David Caballería.
—¿Lo consiguió?
—No, cayeron en una emboscada y él casi muere.
—¿Y el amigo?
—Se fue por Europa, no sé más.
—No es muy buen augurio que digamos, esperemos que a nosotros nos vaya mejor.
Luego permanecieron en silencio metidos cada uno en sus pensamientos.
—¿Cómo eras antes de operarte?
—¿Quieres saberlo?
—Me gustaría.
Manfred se echó hacia delante y, apartando la culata de la Beretta, extrajo de su bolsillo posterior una cartera y de ella una vieja foto de familia. La muchacha la tomó entre sus manos y la observó atentamente.
—Eras muy guapo, pero me gustas más ahora.
Él sonrió.
—Eres increíble, Angela, perdón Esther, eres capaz de convencer a un enano de que es un gigante. El hombre que se case contigo será afortunado.
La muchacha, en tanto le devolvía la fotografía, lo miró a los ojos, largamente.
—Me agobias, Esther. Voy a buscar un quiosco por aquí cerca y traeré algo para beber. Así entretendremos la espera.
—¿Te da miedo hablar conmigo?
—Me das miedo tú.
Manfred le acarició la mejilla y se bajó del pequeño vehículo en tanto ella se tocaba el punto donde él había puesto su mano. Cuando ya estaba en la acera ella le comentó:
—No recuerdo a ninguno por aquí.
—No importa, ya preguntaré a alguien.
Se alejó. Esther le siguió con la mirada y se quedó con sus pensamientos
Trombadori había resultado ser un buen jefe. Adusto y poco amigo de dar explicaciones, tenía una visión rápida de las cosas y en los momentos comprometidos era sereno y eficiente. Cuando Manfred fue puesto al corriente, supo que, desde el apresamiento del coronel de Montemozolo, era el auténtico jefe de los partisanos de Roma y por lo tanto cumplió con celo y a rajatabla las órdenes que le dio el primer día, y lo hizo a conciencia. No únicamente se aprendió el complejo plano de la red del alcantarillado y albañales de Roma sino que, con Angela y durante muchas noches, se dedicó a recorrer parte de ellas; para lo cual se hizo un primitivo pero eficaz equipo que le resguardaba del agua, la respiración de miasmas y las mordeduras de inmensas ratas que atacaban en cuanto algún extraño invadía sus territorios. Las botas altas y los pantalones de goma se los proporcionó el mercado negro. En cuanto a dos máscaras antigás, con los correspondientes filtros de carbono, que únicamente usaban cuando debían hacer grandes recorridos o atravesar el albañal principal porque el gas de los detritus los hubiera matado, que casualmente estaban fabricados en Alemania, le fueron suministradas por un sargento del economato que había sido de los
carabinieri,
no sin un fuerte desembolso que salió de la venta de un pequeño brillante de los que había podido guardar de la provisión que le entregó su padre.
Al anochecer del día siguiente en el que ambos se sinceraron y luego de pasar casi todo el día encerrados y hablando sin cesar, se dirigieron en el triciclo, a los aledaños de la Via della Lungara. A medida que se iban aproximando, vieron que la cantidad de gente que, como ellos, se acercaba al lugar para dejar ropa, comida, cartas o simplemente enterarse de lo que ocurría iba en aumento, hasta el punto que tuvieron que dejar aparcado el pequeño vehículo, junto a unos montones de adoquines, que algunos se habían dedicado a arrancar de la calzada, y seguir a pie en medio de la riada humana. La mayoría eran familiares, amigos e inclusive sirvientes cristianos que querían saber qué era lo que iba a ocurrir con los suyos.
Junto al recinto se formaban grupos que hablaban contando cada uno sus noticias. Por lo visto, las condiciones de vida dentro de los barracones eran infames, sin comida, agua ni los más mínimos servicios sanitarios. Se decía que una mujer judía había dado a luz durante las noches en el patio del recinto y que el bebé había ingresado bajo arresto junto a su madre, compartiendo su destino. También se especulaba con la noticia de que un batallón de las SS había exigido las llaves de los pisos a los detenidos y, con el pretexto de recoger ropa y comida, habían regresado la noche anterior a sus domicilios y lo habían saqueado todo, llevándose cuanto de valor había en sus hogares. Nadie pudo entrar y casi todo el mundo fue conminado a alejarse de allí de mala manera. Sin embargo, unos pocos consiguieron recabar noticias de los que estaban dentro, mediante el soborno y la influencia, e inclusive consiguieron enviar y recibir mensajes de los detenidos.
Manfred, viendo la desesperación de Esther, mostró su Pateck Philips al oficial de puerta y le deslizó subrepticiamente en la mano una nota. Si le proporcionaba informes de una de las detenidas, con la evidencia de que eran ciertos, el reloj era suyo. La noticia y la certeza de la misma vino avalada desde el interior por la prenda de un pañuelito de batista con las iniciales de Settimia que Esther reconoció al instante porque fue un regalo de ella el día del último cumpleaños de su amiga, y que ésta entregó al mensajero. Estaba viva, había sido apresada junto a sus padres y se rumoreaba que el lunes a las cinco de la madrugada se los llevarían a una de las estaciones del ferrocarril para deportarlos a Alemania.
El padre Pfeiffer les confirmó la noticia dos meses después. Efectivamente. La madrugada del 18, todos los judíos fueron conducidos en camiones militares a las cercanías de las vías del ferrocarril en las inmediaciones de la estación Tiburtina. Allí fueron cargados en vagones de ganado en grupos de sesenta personas. Los que llegaron primero tuvieron que esperar ocho horas hasta el momento de la partida. Cuando al atardecer el convoy subía los Apeninos, la temperatura alcanzó los cinco grados bajo cero. El Vaticano recibió noticias puntuales del estado de los prisioneros. Al paso por Padua, el obispo diocesano informó a la Santa Sede de la lamentable situación de los deportados, urgiendo al pontífice para que emprendiera una acción inmediata. Posteriormente, desde Viena se informó que los infelices suplicaban agua. Pero el temor que inspiraban los
partigiani
comunistas a Pío XII excedía en mucho a su eventual simpatía por los judíos. Lo mismo ocurría con las autoridades alemanas que temían un levantamiento en la ciudad.
Cinco días después de que el tren hubiera partido de la estación Tiburtina, los aproximadamente 1.060 deportados fueron gaseados en Auschwitz y Birkenau; 149 hombres y 47 mujeres fueron destinados a trabajos forzados. Solamente quince de ellos sobrevivieron, todos ellos hombres. A Settimia Spizzichino la enviaron a Bergen-Belsen donde el doctor Mengele empleaba a seres humanos, especialmente gemelos, como conejillos de indias para sus experimentos.