La Saga de los Malditos (118 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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La muchacha le condujo hasta el pequeño dormitorio.

—¿Qué haces?

—Todavía nada. Voy a hacer.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a hacer el amor contigo.

—No, Esther, ya me ocurrió una vez, no quiero hipotecar tu mañana por un momento en el que la compasión te impele a actos de los que te puedes arrepentir. El mañana no nos pertenece.

—Pero el hoy sí. Ven, y ten claro que lo que voy a hacer no me lo inspira la compasión.

Los latidos alocados de sus corazones apagaron el ruido de las bombas que se oían en la lejanía.

Retazos

La pulmonía puso a Hanna a las puertas de la muerte. El tremendo frío que padeció metida dentro del buey, aunque se hubiera desconectado el compresor del frigorífico, le pasó factura. August veló sus sueños y se preocupó de que el fuego se mantuviera encendido para calentar en él un caldero de agua con el que periódicamente rellenaba dos botellas que metía debajo de las mantas. Desvarió toda la noche, temblando como una hoja y en su delirio habló inconexamente nombrando a Eric y a sus hermanos, también salió a colación el nombre de Helga, y así mismo los de Hilda y Astrid, pero cuando pedía ayuda le nombraba a él. Al día siguiente la fiebre devoraba a la muchacha. Súbitamente a August le pareció oír el ronroneo de un motor, tomó la pistola y, amartillándola, se encaramó por la escalera de gato a la parte superior del molino, donde en tiempos se almacenaba el grano y desde cuya tronera se divisaba todo el entorno. La parte posterior de la vetusta construcción daba al río y en sus aguas semiheladas todavía se hundían las deterioradas palas de madera de la rueda que, sumergida en la corriente, hiciera girar otrora las muelas de piedra. El ruido provenía de allí. Doblando la curva que se veía al fondo apareció, entre carámbanos de hielo que se agarraban a las orillas, la proa de una pequeña embarcación azul y blanca. No había peligro: a la popa del bote y llevando la caña del timón divisó a Werner. Apenas tuvo la certeza de que era él, bajó precipitadamente la escalerilla y se dirigió al pequeño embarcadero donde, tiempos ha, se descargaba el trigo que los labriegos de la región traían para hacer harina, pagando al molinero un quinto de cada saco. Sin dejar la caña y dejando una punta de gas para que la corriente no arrastrara la pequeña embarcación, Werner le lanzó el chicote de un cabo
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para que sujetara la proa a una oxidada cornamusa
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que todavía resistía en el embarcadero.

—¿Qué ha pasado? —interrogó August en tanto sujetaba la embarcación.

—Nada que no esperásemos. De no ser así no hubiera vuelto. Llegaron a Grunwald en una camioneta una patrulla de policías del campo pero no preguntaron por nadie en particular. Imagino que tenían órdenes de no decir nada al respecto de una fuga. Ellos procuran fomentar la imagen de que es imposible escapar de Flossemburg. Se dividieron en dos grupos y registraron algunas casas. Traían perros, pero nada de nada. Además de que sacamos a la chica metida en una montaña de carne, tuvimos la precaución de no pisar el pueblo y traerla aquí directamente, para seguir una pista, el agua y los caminos helados son un impedimento grave. No hemos de bajar la guardia, los conozco bien, sé que volverán. La chica y tú tenéis que largaros lo antes posible.

La barca ya estaba amarrada y Werner, tras cerrar el contacto, había saltado a tierra.

—Por ahora es imposible. Hanna tiene una pulmonía, ha de verla un médico. Si la sacamos al exterior se morirá.

Werner estaba sacando de la barca un saco de lona y la mochila de August; dejó todo sobre el maderamen del podrido embarcadero y alzó su vista hasta el otro.

—¿Cómo sabes que es pulmonía?

—No soy médico pero es evidente. Se ha pasado la noche delirando y debe de tener cuarenta grados de fiebre.

—Intentaré traer a alguien, pero debemos sacarla de aquí cuanto antes. Los nazis acostumbran a trazar círculos cada vez más grandes y husmearlo todo. Dentro de un tiempo alguien llegará hasta aquí y para entonces esto debe estar vacío. Vamos adentro, quiero verla.

Ambos, cargando los pertrechos, se dirigieron al interior del molino. Werner había traído un Petromax
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y, bombeando su mecanismo, arrimando un fósforo, inflamó su camiseta. Una luz blanca fue aumentando a la vez que el artilugio se iba prendiendo, ayudando a la pobre claridad que entraba por el tragaluz.

Hanna dormía un sueño inquieto bajo las mantas. Werner le puso la palma de su mano en la frente.

—Está ardiendo —dijo.

—Ya te lo he dicho. No podemos moverla.

—Me voy, mantenla caliente. En la bolsa tienes sobres de caldo, latas de conservas, salchichas ahumadas, frutos secos, Aspirina y otras cosas, también hay una botella de coñac. Traeré a un médico que está en la resistencia. Que Dios te ayude.

Luego volvió la vista sobre Hanna.

—Es una chica valiente, no merece morir.

Los Hempel

Los Hempel habían regresado a Berlín. La Gestapo, apenas llegados, los importunó un par de veces. El parque que rodeaba la mansión de los Pardenvolk parecía una selva y el viejo Herman, avisado por Peter Spigel, el notario, había abierto las habitaciones indispensables para que el matrimonio pudiera instalarse. Anelisse y Stefan discutían frecuentemente. La mujer seguía aferrada a la idea de que los nazis habían hundido Alemania y que el genocidio judío era un hecho incuestionable; en cambio Stefan perseveraba en la idea de que aquél era un mal pasajero, pero comprensible y que, al igual que el cuerpo humano requiere vacunas para evitar epidemias, de igual forma se debía aplicar una terapia preventiva a la nación extirpando de raíz a todos aquellos colectivos que perjudicaran la salud del Tercer Reich y que por otra parte solamente atañía a grupos de judíos, grandes, eso sí, pero de baja condición, comunistas, terroristas, testigos de Jehová, gitanos eslavos y otra gentes que de alguna manera y, científicamente demostrado, eran inferiores a la raza aria. La influencia de Heydrich sobre Stefan, los años vividos junto a él y su muerte habían hecho mella en el carácter del doctor Hempel.

Desde los tiempos gloriosos de la Olimpiada, habían transcurrido ocho años; sin embargo, ambos se veían envejecidos y parecían mucho mayores de lo que correspondía a su edad. Los viajes, la presión y la responsabilidad del cometido de Stefan junto al protector de Bohemia y Moravia hasta el día de su muerte y posteriormente la atención a su viuda, cuya histeria al respecto de los temores que abrigaba relativos a sus hijos y a su posible envenenamiento era notoria, y había causado estragos en la pareja.

La biblioteca se había transformado en la salita de estar ya que, al ser su tamaño más reducido que el salón y que el comedor de la galería, les invitaba a hacer vida allí, pues la estancia era mucho más fácil de calentar y el combustible escaseaba en el Berlín de aquellos días.

Anelisse tejía una interminable bufanda que quería regalar a su marido en el día de su cumpleaños en tanto que Stefan leía un grueso tomo de
Guerra y paz.
La leña crepitaba en la chimenea, súbitamente, cerrando el libro y sacándose la pipa de la boca, comentó:

—Todo el desastre vino del retraso que sufrió la Wehrmacht para atacar Rusia. Si no hubiéramos tenido que intervenir en Grecia para ayudar a los inútiles de los italianos, hubiéramos llegado a Moscú antes de que entrara el invierno y el fiasco de Stalingrado no hubiera ocurrido jamás.

—¿A qué viene esto ahora, Stefan?

—El Führer debería haber leído a Tolstoi. No hay nada que hacer contra el invierno ruso, Napoleón también fracasó.

—A lo mejor no lo sabía.

—Sí lo sabía, inclusive escogió el mismo día, ciento veintinueve años después. El 22 de junio de 1941, no fue una casualidad.

—Ahora ya es tarde para reconvenciones. La guerra está perdida, Stefan, tú lo sabes, y quiera Dios que lleguen a Berlín los ingleses y los americanos antes que los rusos.

—¡La guerra no está perdida, Anelisse, y posturas derrotistas como la tuya son las que hacen daño y minan la moral del pueblo y de los combatientes!

La mujer dobló la bufanda sobre sus rodillas y miró extrañada a su marido.

—No lo ves, Stefan, o no lo quieres ver. Cada dos noches hemos de bajar a la gruta del jardín donde mandaste hacer el refugio antiaéreo porque cada noche nos bombardean. ¿¡Dónde está la Luftwaffe de Góering que dijo que antes de que cayera una bomba sobre Berlín habría que llamarle señor Meyer!?

—¡Las mujeres no entendéis nada! ¿No has leído el último discurso del Führer?

—Pero Stefan, ¿quieres que repasemos todos los discursos de dos años a esta parte y verás como han querido que comulguemos con ruedas de molino?

—No eres una buena alemana, Anelisse.

—Lo que no soy es idiota.

—Pues en el último discurso del día de la Patria Alemana aseguró que en tanto quede un avión y un piloto la victoria final será para Alemania
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. ¿Qué quiere decir esta afirmación?

—Quiere decir que trata a los alemanes como si fueran niños de pecho.

—Quiere decir que está a punto de descubrir un arma terrorífica que pondrá a los ingleses y a sus aliados de rodillas y que obligará a que todos juntos reconstruyan Alemania, como se hizo con nosotros en la guerra del 14 al 18.

—¿Será posible que un hombre tan inteligente como tú todavía crea estas pamemas infantiles? No te puedes imaginar las veces que me acuerdo de las profecías de Leonard. También entonces decías que era un aprensivo y que hacía una tempestad en un vaso de agua, y resulta que todo ha ido ocurriendo como él profetizó.

Stefan quedó en silencio.

Anelisse prosiguió:

—¿Qué habrá sido de ellos?

—Ya lo sabes, Anelisse, siguen en Hungría. Manfred y Sigfrid, desaparecidos; y por cierto que, de no estar nosotros fuera de toda duda, nos hubieran podido meter en un buen lío.

—¿Y Hanna, Stefan?, ¿no has podido hacer nada por Hanna?

—He hecho gestiones pero he perdido la pista de Renata Shenke en Flossemburg. Se metió en un juego muy peligroso, y suerte que la carta de Leni Heydrich al juez llegó a tiempo; si no, no sale con vida. Le tuve que contar una historia y aprovechar que no tenía un «no» para mí, ya lo sabes, diciendo que yo no la conocía personalmente pero que un amigo mío, que ya había muerto y con quien había contraído una deuda de honor, me había recomendado encarecidamente, en su día, a la familia Shenke. Gracias a esta gestión, Fresler la condenó como antisocial, más no pude hacer. Ten en cuenta que cuando me escribió Leonard suplicándome que hiciera lo que pudiera por Hanna, yo tenía que recomendar a Renata Shenke sin decir que era judía, que había entrado en Alemania con una falsa identidad, y que se llamaba Hanna Pardenvolk; que su padre era amigo mío y que habíamos simulado la venta de su casa para que pudiera huir. Todo fue muy complicado. De no ser así no le hubiera arrancado la carta de recomendación a Leni. Piensa que la subversión se paga con la vida y ella atentó contra la seguridad del Estado.

—Era una muchacha idealista y fantástica. Tengo tanta pena por ella que no me quito de la cabeza a los Pardenvolk, particularmente a Gertrud, piensa que somos amigas desde los seis años.

—Leonard tenía que haber tenido más fe en Alemania.

—No te entiendo, Stefan, a veces creo que no eres el mismo hombre con quien me casé.

—Es muy difícil ser leal a dos ideas contrapuestas. El ser humano está destinado a escoger siempre. Leonard siempre supo que ante todo yo era un buen alemán y conste que le ayudé cuanto pude; y si pudiera, pese a todo, aún lo ayudaría.

Unos discretos golpes en la puerta y la rala cabeza de Herman apareció en el marco.

—¿Qué ocurre, Herman?

—Señor, dos oficiales de la Gestapo desean hablar con usted.

—Abra el salón y dígales que voy enseguida.

—El salón estará helado, Stefan.

—Mejor, así se irán más rápidamente.

—¿Qué es lo que quieren ahora?

—Imagino que lo mismo que la otra vez. No te preocupes, vuelvo en un instante.

Stefan se levantó, vació la cazoleta de la pipa en un cenicero a la vez que dejaba el grueso tomo sobre la mesa y, ajustándose el cinturón de su batín de lana, salió de la estancia.

Vio a los inspectores desde el distribuidor central, siempre pensó que si los hubieran uniformado no se les distinguiría mejor. Abrigos largos de cuero negro y sombreros del mismo color en las manos. Cuando llegó, ambos inspectores se pusieron en pie.

—Buenas noches, señores, ¿en qué puedo servirles?

—Perdone la hora, doctor Hempel, pura rutina.

—Siéntense y acabemos cuanto antes, mi intención, esta noche, es ir a la ópera
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si me lo permiten.

Los tres se sentaron en el inmenso salón que, ciertamente, estaba helado. Uno de los dos hombres de negro sacó una pequeña libreta con tapas de hule y se dispuso a tomar notas.

—El motivo es el mismo de las otras dos veces, estamos cerrando el caso y nos faltan algunos detalles.

—Pues ustedes dirán.

—¿No es cierto que Sigfrid Pardenvolk, después de comprar usted esta vivienda a su padre, continuó un tiempo en la casa?

—Cierto inspector. Su padre, que fue en tiempos amigo mío, lo dejó encargado de cerrar ciertos flecos de la operación, pues él iba a estar, según me dijo, un tiempo fuera de Alemania. No tengo que decir que en cuanto las gestiones finalizaron y él encontró un lugar para establecerse, se marchó de la casa.

El otro individuo preguntó:

—Y ¿no le dijo adonde iba?

—Ni me lo dijo ni tenía por qué. Cuando un hombre de su edad se despide de uno, no tiene por qué explicar nada.

—Pero usted era su médico.

—Cierto, y él me hizo de alguna manera responsable de su cojera.

—Entonces, ¿cómo entiende que se atreviera a montar en su azotea una emisora de onda corta?

—Ya lo he explicado un par de veces, inspector. Sin duda sabía que la casa estaba deshabitada. La prensa se ocupó de airear que mi mujer y yo partíamos para Checoslovaquia en el séquito del
Obergruppenführer
Reinhard Heydrich, imagino que se quedó alguna llave de la entrada, conocía la mansión al dedillo y, necesitando una altura y asesorado por alguien, decidió aprovechar mi ausencia.

—Entonces, doctor, ¿sostiene que estaba ajeno de cuanto sucedió?

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