La Saga de los Malditos (57 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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La busca y captura comenzó de inmediato. Las fotografías de Manfred fueron publicadas en los periódicos como desviacionista y elemento peligroso, sin nombrar expresamente el asunto del Berlin Zimmer, y entonces ocurrieron varias cosas. En primer lugar, el portero de una mansión que había pertenecido a una familia judía acudió a la Kripo e informó que el verdadero nombre del individuo, cuya foto venía en
Der Sturmer,
no era Teodor Katinski sino Manfred Pardenvolk y que desde el verano del 36, cuando sus padres salieron de Alemania, no vivía allí. Añadió que el otro hermano se fue al cabo de un tiempo y la hermana gemela de aquel individuo había marchado a Viena con sus progenitores y, que él supiera, no había regresado. La mansión estaba cuidada únicamente por el servicio, pues pertenecía ahora a un médico ilustre que lo era de Rheinard Heydrich, recién nombrado por el Führer, protector de Bohemia y Moravia; añadió que dicho doctor, pese a que en tiempos había mantenido una amistad con el antiguo dueño, era un auténtico alemán y que no se podía dudar de su fidelidad al partido, que Stefan Hempel y su esposa habían marchado recientemente a Praga en el séquito del «Ángel Rubio»
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, ya que hacía unos años y desde que había salvado la vida de uno de los hijos, de él, que era uno de los prohombres más poderosos del Tercer Reich, atendía, casi en exclusiva, el cuidado de su familia. Todo esto condujo al oficial de la Gestapo, que estaba al frente de la investigación, a limitarse a cursar una orden a Viena para que buscaran a la familia Pardenvolk, y al no encontrar rastro de ella se limitó a alejarse de la mansión de los Hempel deteniendo allí sus investigaciones, no fuera a ser que si incidía en aquella línea molestara a un personaje que podía hundir su carrera, y se dedicó en exclusiva a buscar por otras vías al hombre de Berlín que al fin y a la postre era lo único que interesaba a sus superiores.

En segundo lugar, el capitán de las SS Hugo Breitner, que había ido al colegio con los Pardenvolk, también reconoció a Manfred como el causante de la quemadura que aún adornaba su rostro y no le extrañó que aquella sabandija fuera un enemigo del Régimen. Este hecho, sumado a la cuenta pendiente que tenía con los hermanos, aventó las cenizas de su odio y, cumpliendo con su obligación, dio cuantas aclaraciones estaban a su alcance, entre otras los datos que conocía de la familia, que los miembros de la misma eran cinco, padre judío, madre católica y aria, dos hijos varones y una hembra. Esta última y el delincuente que se buscaba eran gemelos.

Finalmente, un residente del barrio donde habitaba Manfred también acudió a la policía denunciando el gran parecido físico del individuo de la foto con un vecino del bloque de al lado de su vivienda al que veía a menudo, en la parada del 27.

El mismo día que estos individuos lo identificaron, Manfred también vio su rostro en la prensa y se le heló la sangre. Ocultó el periódico para que no lo viera Helga, que no había acudido a la universidad porque estaba resfriada, y con una vaga excusa, colocándose una bufanda que le ocultaba el rostro, bajó a la cabina e hizo dos llamadas en clave, la primera a Karl Knut, su compañero del partido que trabajaba de experto en espoletas en la fábrica de municiones de Waldenmeyer y cuya especialización le había eximido de ser llamado a filas, y la segunda a su hermano.

El teléfono sonó en el apartamento de Sigfrid. Éste al oír los timbres acordados, bajó al teléfono de la cervecería de enfrente y llamó al número perteneciente a la cabina en la que se hallaba su hermano aguardando, y sin nombrarse, como siempre hacían, y sin más preámbulos comenzó el diálogo.

—¿Has leído la prensa?

—Ayer me fui a dormir muy tarde, ni siquiera he oído a Hanna cuando ha salido esta mañana; no, no he leído los periódicos, ¿qué pasa?

—Mi fotografía está en primera página, tengo que esconderme, es cuestión de horas que alguien me identifique. —Hubo una pausa—. ¿Estás ahí?

—Sí, te he oído, déjame que piense un momento. ¿Has hablado con Karl?

—Sí, hemos quedado que en cuanto hable contigo lo llame para vernos en donde Bukoski, en la cervecería de la calle Goethe, el sitio es seguro y además está la trastienda como último recurso.

—Está bien, dime la hora y empieza a pensar adónde mandamos a Helga, ella corre el mismo peligro que tú; a Hanna y a mí no tienen, por el momento, por qué buscarnos, nadie nos ha visto juntos en público ni nos apellidamos igual. Créeme, que Helga no pise la calle y no dejes la prensa a su alcance, cuando hayamos tomado una decisión la llamas en clave para que baje a la cabina y entonces le comunicas lo que deba hacer. ¿Te parece?

—Me parece. ¿Puedes a las cuatro?

—Allí estaré. —Colgaron.

Sigfrid regresó a su casa y Manfred, luego de comunicar la hora de la cita a Karl Knut y decir a Helga que no saliera de casa y que no le esperara hasta la noche, se dirigió a un cinematógrafo de sesión continua para hacer tiempo. Oculto en la penumbra de la sala, pensando que todas las miradas de los espectadores convergían en él, se tragó tres documentales de la UFA sobre deporte en los campamentos de la juventud en Alemania, la guerra de Polonia y varios cortos de dibujos animados. Luego, la misma tensión hizo que se amodorrara y en esta duermevela pasó el tiempo hasta que las agujas de la esfera luminosa de su reloj le indicaron que debía partir hacia la cita acordada.

Cuando Hanna vio la fotografía de su hermano en la primera página de los periódicos, creyó morir. Un aldabonazo resonó en su conciencia, ya que, conociendo mejor que nadie el carácter de su gemelo, pensó que quizás era la única persona que debía haber previsto una cosa así y algo debería haber hecho por impedirlo. Ya antes de la guerra andaba Manfred metido en los disturbios callejeros y en las reyertas de los comunistas con los camisas pardas y eso era mucho antes de que Hitler alcanzara el poder. Después, cuando supo de su negativa para salir de Alemania, imaginó que se quedaba por algún motivo importante que no fue otro que la lucha clandestina contra las barbaridades de los nazis. Luego, sabiendo que su carácter, al igual que el de ella, no admitía ni la prepotencia ni la injusticia, tuvo la certeza que dentro de su corazón iría anidando un odio elevado al rojo vivo por los desmanes que se estaban cometiendo contra el pueblo de su padre, al que adoraba. Y, pese a que él lo único que tenía de judío había sido su circuncisión, aquello le iba a sublevar mucho más que si hubiera sido un rabino ortodoxo.

La gota que colmó el vaso fueron los sucesos de la Noche de los Cristales Rotos. Al día siguiente supo, mirándole a la cara, que algo muy gordo iba a ocurrir. Lo que jamás imaginó fue que fuera capaz de organizar un atentado con las consecuencias como las que tuvo el del Berlin Zimmer. Casi sin darse cuenta, se encontró en la cabina de teléfono del bar de la universidad marcando el número de Eric.

La voz que se oyó al otro lado del hilo telefónico fue la de su amor.

—Soy yo, ¿has leído la prensa?

—¡Esto es una locura! Creo que tu... que éste se ha vuelto loco. —Aquí Hanna se dio cuenta que su novio intentaba protegerla caso de que la línea estuviese intervenida—. ¿Dónde te veo ahora mismo?

—Estoy en el café de la universidad.

—No te muevas ni comentes esto con nadie, voy para allá, además he de decirte algo.

—Te espero.

—Hasta ahora.

Los dos hermanos y Karl Knut se reunieron en la trastienda del Goethe. Llegaron como conspiradores, primero Sigfrid y Karl, que instintivamente, al entrar, miraron a uno y a otro lado como si temieran encontrarse a alguien inoportuno, pero a aquella hora el local estaba prácticamente vacío. Algo más tarde llegó Manfred, que entró con la bufanda casi cubriéndole el rostro. A medida que fueron entrando, y tras cambiar una mirada de complicidad con el bodeguero, que parsimoniosamente se entretenía en secar vasos recién lavados con un mugriento trapo que llevaba colgado del delantal que cubría su rolliza cintura, se dirigieron, descendiendo una corta escalerilla que quedaba oculta a las miradas de curiosos por una cortina de verde hule, a la trastienda del local. Era ésta un recinto cuadrado con estanterías metálicas adosadas a las paredes, donde se guardaban botellas y barriletes de cerveza, así como también conservas enlatadas de salchichas de Frankfurt y pescado del mar del Norte, como caballa, arenque y salmón noruego. El recinto olía de un modo especial y flotaba en el ambiente un no sé qué de salmuera y a alcohol. El centro lo ocupaba una mesa de rústica madera y en derredor de la misma varias sillas de tijera más otras plegadas y arrumbadas a la pared. Al fondo, un gran arcón de roble cerrado con llave.

Llegados los tres, al principio se formó un denso silencio que rompió Manfred en tanto se despojaba de la bufanda y del gabán, no sin antes extraer de su bolsillo un ejemplar de
Der Sturmer
que, después de desplegarlo, colocó sobre la mesa.

—Antes o después tenía que suceder.

Los conspiradores se sentaron alrededor de la desvencijada mesa fijando su atención en la foto central.

—Ahora, ¿qué es lo que hay que hacer? —preguntó Sigfrid.

—Desde luego ocultar a éste hasta que lo podamos sacar de Berlín —respondió Karl señalando a Manfred.

—No os preocupéis por mí, estas ratas no me cogerán, por lo menos vivo. La que me preocupa ahora es Helga, no sabe nada y esta noche ya no debe dormir en casa.

—No hay problema, a mí no me buscarán y si lo hacen será como Sigfrid Pardenvolk y a Hanna tampoco la encontrarán con este apellido. Déjala con nosotros, por el momento, y cuando tú puedas salir de Berlín te la llevaremos donde estés.

—Los camaradas del Comité Central ya encontrarán un lugar, imagino que en el campo, para que os podáis ocultar hasta que los hechos de la guerra distraigan la atención en otro sentido y se olviden un poco de todo esto —apostilló Knut.

—Esta gente no olvida jamás, tú lo sabes, Karl —respondió Manfred.

—Pronto tendrán otros problemas de los que ocuparse. Lo que hay que hacer, ¡ya!, es proporcionarte una nueva documentación a ti y otra a Helga y desde luego ella no puede volver a la universidad. ¿Te ocupas tú de los documentos, Sigfrid?

—Mensaje recibido, dame unos días y te podrás ir con otro nombre y papeles nuevos. En cuanto a tu novia, lo mismo te digo y esta noche ya puede dormir en casa. Hanna estará encantada, el que no sé qué va a decir es Eric.

—Ya no es hora de paños calientes ni consideraciones, hermano, lo que piense el Patriota Indefinido —así llamaban a Eric— no me interesa.

—Lo que sé es que es mi amigo y que ama a nuestra hermana. Eric jamás nos traicionará —respondió Sigfrid.

Karl intervino.

—No sé la vía que han usado para identificarte pero por ahora no saben más, ya que si así fuera, mi foto también estaría en los periódicos. Por lo tanto, por ahora, no corro el peligro que tú corres. Vas a quedarte en la cueva y no vas a salir hasta que te avisemos. En la nueva documentación debes mostrar otra imagen y otra identidad que excuse el hecho de que no estés incorporado a filas; tal vez podrá ser cuando te crezca algo la barba y puedas dejarte perilla y patillas.

—No creo que sea suficiente —intervino Sigfrid—. Me temo que habrá que hacer algo más para que podamos hacerte nuevas fotos de carné, e imagino que no tengo que decirte que no te puedes mover del refugio.

—Eso será a partir de mañana, quiero ser yo el que diga a Helga lo que ha ocurrido y quiero que decida libremente lo que quiera hacer. No se puede condenar a alguien a la clandestinidad sin contar con su opinión y que tenga al menos la oportunidad de decidir por ella misma, hay cosas que están muy por encima del partido y del veredicto del camarada Bukoski. Esta noche iré a casa y luego regresaré a la «nevera».

Al levantar la tapa del arcón del fondo y sacar la ropa que allí se guardaba, apretando un botón disimulado en un refuerzo, se disparaba un muelle que levantaba el tablón de la base y, retirando la madera, aparecía un hueco y en él se veía el principio de una gatera que descendía a un sótano suficientemente equipado para que un hombre, con ayuda exterior, pudiera ocultarse allí indefinidamente; y, lo más importante, una tapa de hierro que estaba en el suelo del susodicho sótano ocultaba un túnel que, pasando bajo la calzada del callejón, desembocaba en el sótano del almacén del otro lado de la calle, regentado por el cuñado del propietario de la cervecería. Eso era lo que ellos llamaban «la nevera».

Hanna divisó a Eric entre el humo y la gente que se apelotonaba en la barra de la cafetería. En cuanto éste asomó bajo el arco de piedra de la entrada, el muchacho fue haciendo eslalon entre los grupos de estudiantes y llegó junto a su novia; ésta, retirando su sobretodo y su cartera del sofá, le invitó a que se sentara a su lado. Eric estaba intensamente pálido, ella le tomó una mano.

—Estás helado.

—¿Cómo quieres que esté, Hanna? ¡Esto es una locura! Tu hermano está jugando a héroe y lo triste es que de alguna manera yo le he ayudado.

—Cálmate, no conduce a nada que nos pongamos nerviosos.

—¡Hanna, que esto no es un examen de carrera! Esto es que está arriesgando su vida, y lo que es más grave, no solamente la suya: ¡la tuya, la de Helga y la de todos! —Sin darse cuenta Eric había levantado la voz.

—No te excites, que así no iremos a ninguna parte.

Ahora en un tono más bajo y contenido pero en la misma tesitura, arrancó de nuevo.

—¡¿Pero es que no te das cuenta, Mata Hari
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, que si os pescan nos matan a todos y a mí el primero por alta traición?! ¿Te olvidas de que pertenezco a la marina de guerra y que me incorporo a la base de submarinos de Kiel dentro de nada?

Hanna, que pese a la gravedad de los acontecimientos no estaba dispuesta a que se tomara en broma su actividad dentro de la Rosa Blanca, al enterarse de que su novio iba a partir para enrolarse en el cuerpo de U. BOOT
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de la armada alemana, decidió bajar velas y no tomar en cuenta la gracia.

—¿Cómo que te vas?

—Pues eso, si no me detienen por montar radios clandestinas y colaborar en atentados terroristas. Me han llamado y debo presentarme, mira.

Y al decir esto sacó de su cartera la citación con los correspondientes membretes y firmas, por la que se le convocaba, con carácter de urgencia, para incorporarse como oficial de radio y transmisiones, en situación de prácticas, a bordo del
U.BOOT.
V
103.
Hanna leyó el documento y en esta ocasión la que palideció fue ella.

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