Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Mi boca no hablará de lo que acongoja a mi corazón y nada he de hacer que deshonre el apellido de los Silva Arenas.
—Os tomo la palabra y supedito mi bendición a ella. Arrodillaos.
Zabulón bendijo a su hijo y éste supo que, en aquel instante, una página del libro de su vida se cerraba y se abría otra.
Manfred, a las cuatro de la madrugada y luego de encargar a su hermano que telefoneara a Helga y le dijera que no se moviera ni cogiera el teléfono si no sonaba en clave, se dirigió a su casa. Cuando llegó a su calle observó que la ventana que daba a su apartamento estaba iluminada. Helga ya estaba acostumbrada a sus tardanzas y, si no había bajado en todo el día, no era fácil, dada la poca comunicación con los vecinos, que se hubiera enterado de la noticia. Atravesó la calle y se dirigió a la portería. El tránsito era el de todos los días y Manfred, de dos zancadas, cruzó la calzada, entró en el portal y, viendo que un vecino metía el llavín en la cerradura tras él, se precipitó al ascensor para no tener que compartir la cabina con alguien que le pudiera reconocer. Al tiempo que el camarín se detenía en su rellano sintió que Helga abría la puerta del piso, sin duda porque conocía su forma de actuar o porque lo había visto desde la ventana. Cuando cerró la puerta del elevador, supo que la muchacha se había enterado de todo porque, sin casi tiempo de abrir sus brazos para acogerla, ella se precipitó a refugiarse en ellos temblorosa y desconsolada.
—¿Qué ha pasado, Manfred? ¿Qué es lo que has hecho?
Manfred repreguntó:
—¿Cómo te has enterado?
—Cuando he salido al rellano he visto tu foto en el periódico de la vecina; se lo habían dejado en la alfombrilla, lo he cogido y me lo he llevado, aunque es inevitable que algún vecino lo haya visto.
—Vamos dentro, pequeña, no es bueno que nos quedemos aquí.
Pasaron ambos al interior del estudio cogidos de la cintura, transidos de ansiedad, acongojados, desesperados, angustiados, desolados y afligidos, como dos niños perdidos en el bosque en una noche sin luna. Se sentaron en el sofá del comedor y estuvieron unos minutos sin decir palabra, luego Manfred acercó sus labios al cabello de la muchacha y pareció que ésta, a su contacto, despertaba.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Manfred?
—Nos iremos, Helga, en algún sitio del mundo habrá un rincón para nosotros, el tiempo apremia, de momento te voy a llevar a casa de Sigfrid y yo me esconderé hasta que tengamos nuevas documentaciones, luego nos iremos.
—Manfred...
—¿Qué, Helga?
Ante su silencio él insistió.
—¿Qué pasa, Helga?
—¡Hagamos el amor!
—Has pasado un mal día y ahora mismo voy a llamar a mi hermano y te voy a llevar a su casa, ya habrá mejor ocasión.
—¡No, Manfred! ¡Hagamos el amor ahora!
Manfred la miró con ternura. Lentamente, empezó a desabotonarle la blusa.
—Espera un momento,
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a apagar la luz, no quiero que el de enfrente vea los pechos más hermosos de Berlín.
—¡Tonto!, no apagues, nunca lo hemos hecho con la luz encendida.
—Tú mandas, hoy te lo debo.
Un timbre rasgó el silencio de la noche. Manfred se puso en pie como un resorte, Helga lo miraba espantada mientras se abotonaba la blusa. Una voz ronca sonó en el rellano.
—¡¡¡Abran, Gestapo!!!
Helga clavó sus hermosos ojos sobre él, interrogándole con la mirada.
Manfred dudó.
Esta vez, un aporrear de puños acompañó a la voz.
—¡¡¡Abran inmediatamente!!!
Él oyó a Helga diciendo:
—Un momento, estoy desnuda, aguarden que me ponga algo encima.
Luego bajó la voz:
—¡Por la galería, Manfred! Salta por el balcón a casa de los Schultz, no están, intenta escapar, ¡te matarán amor mío!
Súbitamente, Manfred pareció cobrar vida.
—Y tú ¿qué vas a hacer?
—No te preocupes por mí, soy mujer y ya me las arreglaré, me llevarán a comisaría, diré que no sé nada de ti desde hace tres días, diré que eres un crápula, me detendrán y luego me soltarán.
—¡¡¡Por última vez, abran o echamos la puerta abajo!!!
—¡Ya abro, un minuto!
La tomó entre sus brazos y la besó; en tanto él se dirigía a la galería del patio interior, la muchacha se quitaba la blusa y se soltaba el sujetador; cuando estuvo segura que había salido se dirigió a la puerta.
A Manfred se le encendió la bombilla. Entrenado como estaba en las luchas callejeras y ágil como un gato montés, acostumbrado a soportar el vértigo de las alturas por su afición al alpinismo, pasó su pierna derecha por encima de la barandilla y los alambres del tendedero, y ganó la parte exterior del muro de ladrillos que cubría de arriba abajo el edificio. Entonces, tan rápido como le fue posible, metiendo los pies en las separaciones de los ladrillos que servían para intensificar la circulación del aire que secaba la ropa, fue bajando los cinco pisos pegado a la pared como el Hombre Araña.
Helga abrió la puerta, frente a ella se hallaban dos hombres vestidos con sendos abrigos de cuero negros y, tras ellos, dos miembros de las SS vistiendo el temible uniforme; en las gorras, el distintivo de la plateada calavera. La visión de los senos de la muchacha les sorprendió. Ella les habló como si estuviera totalmente vestida y no hizo nada por cubrirse.
—¿Qué ocurre, caballeros? —recalcó lo de caballeros—. ¿Me traen a casa al sinvergüenza de mi marido?
El más alto de los de paisano preguntó:
—¿Vive aquí un tal Teodor Katinski, o tal vez lo conoces como Manfred Pardenvolk?
La cabeza de Helga iba como una moto y al oír la segunda parte de la pregunta la sangre huyó de su rostro y, pese a que no podía negar lo evidente, tuvo la presencia de ánimo de negarlo y aguantó el tipo.
—No sé de quién me están hablando.
La muchacha sintió que las miradas de los hombres convergían en sus senos, su obsesión era ganar tiempo.
El más alto hizo una señal con la cabeza a los policías y se hizo a un lado. Los dos SS pasaron hacia dentro apartándola violentamente del paso. Ella siguió con su simulación.
—¡¿Qué es lo que ocurre aquí, por qué entran en mi casa?!
El alto la sujetó con su cuerpo contra la puerta, en tanto los tres se precipitaban hacia el interior.
—¡¿No lees la prensa, perra?!
—¡Suélteme..., llevo esperando todo el día a mi marido, he estado enferma y no he bajado a la calle, no sé nada!
Desde el interior sonó la voz del otro detective:
—¡Si es que estaba aquí, el pájaro ha volado!
El hombre le manoseó los senos.
—Vas a venir con nosotros a Natelbeck y ya verás como te refrescamos la memoria.
Al oír el lúgubre nombre de la central de la Gestapo, donde era
vox populi
que se atormentaba a los detenidos, a Helga se le abrieron las carnes y se le apareció el signo de la muerte.
—¡Puede haber saltado a la galería del otro lado! —dijo otra voz.
—¡Pues id allá, si está en el edificio no se nos puede escapar!
El de la terraza gritó:
—¡No te preocupes, en cuanto se asome a la calle, los de abajo lo detendrán, están con los perros!
Manfred había llegado al patio y, apoyada su espalda en la pared de ladrillos, respiraba agitadamente, su pecho subía y bajaba como un fuelle. Disimulado como un camaleón, había oído lo último que había dicho alguien que estaba en su galería. Desde donde se hallaba hasta la tapia que limitaba el patio interior de los tres edificios con la calle, había un puñado de metros cubiertos por la ropa tendida en los alambres de los inquilinos de las tres plantas bajas. ¡Debía, como fuera, llegar hasta allí!
Helga había oído las últimas palabras del que registraba el interior y tuvo claro lo que debía hacer para distraer la atención de aquellos esbirros.
Sin forcejear miró a los ojos al que la sujetaba.
—¿Me va a dejar vestir, oficial, o debo ir así?
El otro la soltó, y levantando la voz ordenó al que estaba dentro:
—¡La perra va a vestirse, Joachim, no la pierdas de vista!
—¡Con mucho gusto, mi teniente!
La muchacha llegó a su habitación y se colocó entre la puerta del balcón y la cama, el hombre la miraba con lascivia, sus ojos la acechaban lujuriosos y burlones. Ella lo miró como la hembra que, en un momento dado y por ganar voluntades, puede hacer concesiones.
—Si es tan amable, me gustaría lavarme y cambiarme la ropa interior antes de salir.
El hombre pensó que el festín de sus ojos aún podía ser mayor.
—Si no le importa, alcánceme una braguita, están en el cajón inferior del armario que está detrás de usted y cierre la puerta, con que me vean un par de ojos tengo suficiente.
El de la Gestapo dudaba, luego se decidió, alargó la mano y cerró la puerta.
—¿Dónde dices que están las bragas?
Súbitamente comenzó a tutearlo.
—Si eres bueno conmigo, voy a dejar que me las pongas tú, las negras de encaje quiero, están al fondo.
El individuo se dio media vuelta y abrió el armario, pensando que la mujer pretendía ganar un aliado.
Aquél era el momento esperado; al mismo tiempo que el hombre le daba la espalda, Helga abrió el balcón y sin pensarlo puso un pie en el macetero donde cultivaba sus rosas y dándose impulso saltó al vacío.
Los pisos del edificio iban pasando ante sus ojos a cien por hora, al igual que por su cabeza pasaban los momentos importantes de su corta existencia. En su terraza sonaban gritos ininteligibles, que oía cada vez más lejos, el suelo se acercaba girando como la rueda de una noria. Su cuerpo fue rebotando en los alambres de los tendederos exteriores de los pisos más bajos que amortiguaron levemente la caída. Finalmente se estrelló contra el pavimento quedando en el suelo del patio como un polichinela desarticulado.
Manfred la vio caer a sus pies, y sin aliento se fue hacia ella en tanto que en su mente iba abriéndose paso la idea. Helga había hecho el máximo sacrificio que puede hacer el ser humano, ofreciendo su vida para que él pudiera seguir viviendo. Llegó hasta ella, le dio la vuelta y al estrujarla en sus brazos vio que aún alentaba. Helga entreabrió los vidriados ojos y lo miró con una mirada que lo iba a perseguir durante el resto de sus días.
—¡Alto o disparo! —Desde arriba gritos conminándole a entregarse.
La voz era un susurro:
—¡Vete, amor mío, huye, vive por los dos! —Luego un borbotón de sangre vino a su boca, su respiración sonaba como una cañería llena de aire—. ¡Adiós, Manfred, muero muy feliz!, llevo en mis entrañas un hijo tuyo.
Su cuello descoyuntado se plegó en un trágico rictus, su cabeza cayó hacia atrás y ya no volvió a hablar.
—¡Alto o disparamos!
La siniestra voz sonó de nuevo, ahora por lo visto había más de uno.
El muchacho quedó anonadado. ¡Helga esperaba un hijo suyo y le ordenaba que viviera! Éste era su legado, se lo debía y ¡por Dios que, aquellas alimañas, pagarían lo que habían hecho! Su mente volvía a funcionar como una dinamo. Depositó con ternura la cabeza de la muchacha en el suelo, rápidamente se despojó de la cazadora y cubrió sus senos. No le iban a disparar, pensó, querían cogerlo vivo para interrogarlo, de no ser así ya lo habrían hecho. Medio oculto por las piezas de ropa tendida que, al flamear movidas por la brisa, obstruían la visión a los de arriba y metamorfoseado por las sombras, corrió entre los alambres y, tomando carrerilla, se encaramó a la pared del fondo del patio y saltó al otro lado. ¡Se había equivocado!, primero un zumbido de abejorro pasó junto a su oído y después un ¡bang-bang! repetido le advirtió que estaban disparándole. Quedó un instante quieto y observando antes de tomar una decisión, injertado en el muro que acababa de saltar. En el extremo del callejón se veía a una pareja de la Gestapo reteniendo a dos pastores alemanes que, sujetos por la trailla, ladraban, excitados por el ruido de los disparos, en tanto que sus portadores, advertidos, descolgaban de su hombro sus respectivos subfusiles de asalto. «Estoy perdido —pensó—, en cuanto suelten a los perros, habiéndoles dado a olfatear una prenda de mi armario, detectarán mi olor y entonces todo habrá terminado.» Una leve claridad se fue abriendo paso entre las brumas de su cerebro. A pocos pasos, junto al bordillo de la acera, se veía aparcado el carro verde de las basuras, con las tapas abiertas sujetas por dos varillas de hierro colocadas de puntal, y nadie a su cuidado. El basurero, pensó, debía de estar recogiendo los capazos de los distintos apartamentos, y en su barrio, al ser tan numeroso el vecindario, se amontonaban muchos detritus. ¡Si conseguía introducirse entre los residuos de desperdicios y los restos de comida era posible que consiguiera engañar el olfato de los sabuesos! Cuando saltó al interior del carruaje, lo último que vieron sus ojos fue que alguien nuevo había entrado en su campo de visión y daba a husmear a los mastines una prenda de ropa. El olor en el interior del carro era nauseabundo, buscó el rincón más alejado y oscuro y, rebozándose en mierda, esperó. Su atento oído le trajo los sonidos de gentes a su alrededor y ladridos de perros, el carro se había puesto en marcha traqueteando sobre el empedrado, la trompeta del basurero llamaba a los más indolentes avisándoles de que si no bajaban sus capazos tendrían que quedarse hasta el día siguiente, con la basura en casa, los ladridos se alejaban... Amanecía, poco debía de faltar para las siete. Un dolor lacerante le atravesó el costado y, sin poderlo remediar, de sus ojos manaron lágrimas amargas por la juventud perdida de Helga, por el hijo al que jamás podría conocer, por Alemania y por todos los judíos del mundo. ¡Alguien pagaría un altísimo precio por todo aquello!
A partir de «la noche triste», los sucesos se encadenaron. Manfred, aprovechando una parada del carro de la basura, pudo saltar y esconderse, beneficiándose de la coyuntura que los basureros, siguiendo su rutinaria faena, se habían adelantado recogiendo capazos de desperdicios de porterías más adentradas en la calle. Y se dirigió, luego de mojarse la cara y adecentarse mínimamente en la fuente de una plazoleta, hacia su escondrijo. La cervecería de la calle Goethe recién había alzado su persiana metálica y el bodeguero, hombre adicto al Partido Comunista, estaba barriendo la acera con un escobón de cerdas de alambre. Cuando vio llegar a Manfred, a lo primero, no lo reconoció, tal era lo desastrado de su aspecto, pero cuando ya estuvo más cerca, y pese a su deteriorada apariencia, supo que era él y se descompuso. Miró alarmado a uno y otro lado de la calle y, tras comprobar que nadie se veía en los aledaños de su establecimiento, lo increpó.