La Saga de los Malditos (64 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Al decir esto último, Sigfrid anotó todo en una tarjeta y se la entregó a su amigo.

—Creo que cometes una imprudencia al descubrir la situación de la emisora a gente extraña. Además de éste, ¿quién conoce el lugar?

—«Este», como tú lo llamas, fue uno de los compañeros de Manfred en el asunto del Berlin Zimmer. No te preocupes, no se irá de la lengua. Por otra parte, el Partido Comunista sabe que estoy en contacto con radioaficionados del extranjero, pero nadie sabe desde dónde emito ni cuál es mi frecuencia. Me tienen por una rara avis difícil de controlar. Saben que somos circunstanciales compañeros de viaje. Ellos me usan y yo los uso a ellos; y otra cosa: he redactado una especie de clave para que puedas entender lo que quiera decirte sin que te comprometa. Tenla en cuenta cuando te escriba y aprende a leer entre líneas. —El otro tomó el cartoncillo que le alargaba su amigo—. Como puedes ver, las frecuencias de radio están camufladas en fechas y los nombres son los que estamos usando ahora. Si alguno hay que me interese disimular de un modo absoluto, el que te ponga en la carta tendrá las iniciales verdaderas. Si ocurre tal cosa agudiza el ingenio.

Eric dio una breve mirada al papel y lo guardó en su cartera.

—Si todo no fuera tan serio te diría que desde niño siempre te gustaron los misterios. Y ahora me largo, te veré esta noche.

—No, no me verás.

—Voy a ir al estudio a despedirme de Hanna.

—Por eso mismo, que seáis muy felices, yo tengo una partida de póquer y terminaré tarde.

—Está bien, gracias por todo, Sigfrid.

Ambos amigos se pusieron en pie y se fundieron en un apretado abrazo.

—Dale otro abrazo a tu hermano, estaremos en contacto.

Ahora sí que el silencio se hizo espeso y ambos amigos supieron que habría de pasar mucho tiempo antes de que se volvieran a ver, eso en caso de que se vieran de nuevo.

Cuando Eric lo vio alejarse, con el tranco característico de su cojera, supo que en aquel instante se cerraba un ciclo de sus vidas y comenzaba otro. Ya nada volvería a ser como antes.

El ruido de los coches que transitaban por Brabantplatz entraba por la abierta ventana del estudio. En él, refugiados como proscritos, Hanna y Eric yacían abrazados y desnudos, uno junto al otro. Las luces de neón del luminoso del bar de enfrente trazaban un calidoscopio parpadeante de violentos rojos y azules, tiñendo la estancia de sombras y luces como de sombras y luces estaba cubierto el futuro de sus vidas.

Súbitamente, el muchacho detuvo los rítmicos movimientos de la eterna danza de los amantes y apartándose lo suficiente para poder enfocar el rostro de su amada, preguntó:

—¿Qué ocurre, Hanna?

—Nada, ¡no pares, mi vida, sigue, sé feliz!

—No, Hanna, yo seré feliz si tú también lo eres; así, de esta manera, no.

—Lo siento, amor mío, no puedo, pienso que estamos tú y yo aquí, llenos de vida y Helga ya nunca más...

Eric se hizo a un lado y estirando el brazo tomó el paquete de tabaco de la mesilla y, extrayendo de él dos cigarrillos, se los colocó en los labios; aplicándoles la llama de su encendedor y dando una calada, los prendió, entregando luego uno de ellos a su novia.

—Hanna, ya no se puede hacer nada, ella ha ido donde todos habremos de ir un día u otro.

—No me consueles, amor, tú sabes que no es así, no era el momento ni la manera de irse de este mundo. La vida no está hecha para que nadie someta a nadie y dicte hasta las normas más elementales por las que se debe regir la existencia de los seres humanos. La esclavitud estaba erradicada de la humanidad civilizada hace muchos años hasta que estos bestias han intentado restablecerla, pero mientras haya seres tan generosos y tan valientes como Helga, no lo conseguirán. Ella ha entregado su vida, el único bien irrecuperable que tiene el ser humano, y lo ha hecho para que el mundo futuro sea mejor. Me siento muy mal gozando de nuestro amor sabiendo que llevaba al hijo de Manfred en sus entrañas y que su sacrificio ha costado tres vidas, la de ella, la del niño y la de mi hermano que, aunque no me lo han dejado ver, sé por Sigfrid que ya no es el muchacho maravilloso que era, han hecho de él un ser lleno de odio que nunca más volverá a conocer lo que es el amor.

—Pero ¡la vida sigue, amor mío! Y ella murió precisamente para darnos una esperanza, creo que es hacerle un desprecio ruin no aprovechar cuantas oportunidades tengamos para amarnos, porque su sacrificio fue puro amor. Y créeme, Hanna, no es sexo lo que busco en nuestros espaciadísimos encuentros, es la expresión máxima de lo que siento por ti, y sabes que mi sueño es poder estar a tu lado el resto de mis días cuando esta pesadilla termine, y envejecer contigo. Yéndome mañana quería hacerlo lleno de ti para poder recordarlo siempre, caso de que algo trunque nuestras vidas.

Hanna se dio media vuelta y, pasando su brazo por debajo de la cabeza de Eric, lo atrajo hacia ella.

—¡Ven, amor!, quiero ser tuya.

—No, Hanna, cuando vuelva y todo lo ocurrido nos parezca una pesadilla, si Dios quiere, vamos a tener mucha vida por delante, prefiero hablar contigo toda la noche, antes de irme necesito dejar muchas cosas atadas.

Ambos se vistieron para ubicarse en el sofá de la salita, se sentaron con las luces apagadas y hablaron, hablaron hasta que la madrugada venció a la noche y la luz del alba volvió a fabricar sombras. Entonces se quedaron dormidos, aferrados uno al otro con el desespero del náufrago que se agarra a la madera que flota o como la hiedra que para subsistir necesita del tronco del árbol.

Distintas vías, distintos propósitos

Del humilde y asombrado personaje que hacía años había visitado al obispo Tenorio, al que ahora se presentaba por segunda vez en la sede episcopal de Sevilla, mediaba un abismo, y no solamente en su porte exterior que, si no prestancia, había ganado en aplomo y compostura; también en sus maneras, que de asombradas e inseguras se habían tornado soberbias y altaneras, de modo y manera que se presentaba ante el prelado investido de un talante cual si se tratara de un igual, cosa que desagradó sobremanera al clérigo.

La estancia, la sala de recepciones del palacio episcopal y la hora y el día, las once de la mañana del 29 de julio del año 1390.

—Sin duda sois el bachiller Rodrigo Barroso —comenzó el obispo.

—Don Rodrigo Barroso, si no os importa, reverencia, hay que dar a cada uno los títulos y nombradías que correspondan —respondió el Tuerto.

Servando Núñez Batoca percibió la puntillosa y susceptible observación, e intentando recuperar la iniciativa y alzando su diestra adornada con el pastoral anillo, le invitó a avanzar.

—Perdonad mi vacilación, pero veo a tantas gentes al cabo del día que a veces confundo los títulos y honras que cada uno merece, pero, acercaos, hijo mío.

Llegose el bachiller a su altura y, tomando la mano que le ofrecía el prelado con una ligerísima inclinación de cabeza y sin dejar de mirarlo a los ojos, acercó sus labios al dorso y lo rozó apenas.

—Sentémonos, si os parece, y procedamos.

Se llegaron ambos a un conjunto de mesilla y butacas que decoraba un rincón de la estancia y tras acomodarse, ya repuesto el obispo del revés, condujo la charla hacia los derroteros que secundaban sus intereses.

—Y bien, ¿qué es lo que con tanta premura os trae a mi presencia?

—Me ciño a las instrucciones recibidas acerca del día y la hora que figuraba en la nota que me enviasteis al figón donde me alojo. Por la presteza en recibirme intuyo que habéis recibido informes favorables de mi persona y que la entrevista nos interesa por igual a ambos.

De nuevo el descaro del hombre sorprendió al prelado, que en un acto reflejo tamborileó con los dedos de la mano izquierda sobre el tablero de la mesilla.

—La osadía y el comedimiento son virtudes elogiables cuando se emplean con mesura, pero creo que vuecencia va sobrado de la primera y sin embargo adolece de la segunda. Me pedisteis audiencia, os la he concedido en atención a los méritos que adquiristeis al servicio del prelado de Toledo, del que sin duda he recibido informes en los que se me dice, por cierto, que sois sujeto de genio vivo y que si bien le rendisteis un buen servicio, así mismo le ocasionasteis no pocos quebraderos de cabeza a causa de vuestro temperamento incontrolado y de que a veces el odio ciega vuestro entendimiento y la vesania ofusca vuestra razón, y, ¡ahora explicaos!

El tono del obispo había ido
in crescendo
durante la filípica al intentar no perder terreno y el bachiller, que no tenía un pelo de tonto, intuyó que convenía plegar velas y adoptar una postura más acorde con el talante del que va a solicitar algo y desea ardientemente obtenerlo.

—Perdonadme, ilustrísima, pero soy cristiano viejo y me desespero ante algunas actitudes tibias de encumbrados personajes que pretenden lo mismo que yo ansío pero que no gustan de opinar en contra de influyentes voluntades porque su criterio no llegue a oídos del rey y caigan en su disfavor. A eso en el lenguaje del vulgo, y trayendo a colación un refrán por cierto judío se le llama «nadar y guardar la ropa»
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.

—Os comprendo, pero no es mi caso. Como obispo de esta diócesis, mi único superior es el cardenal Enríquez de Ávalos, primado de España, y por encima de éste únicamente el Santo Padre, que os consta cómo opina sobre la cuestión que ambos sabemos os ha traído aquí.

—Me congratulo de que así sea, reverencia, pero no dudéis que la edad y las circunstancias templan el ánimo de las personas y liman sus ímpetus, de manera que si bien soy el mismo que sirvió fielmente a don Alejandro Tenorio, no lo haría ahora con la fogosidad y la desmesura con las que lo hice entonces. Me he vuelto mucho más sutil y precavido; los resultados, los mismos, pero no deseo que me traigan las mismas consecuencias, por ello ahora obraría con mucha más discreción y astucia.

El obispo había recuperado la iniciativa.

—Bien, seamos claros, tengo un problema que me incomoda y que debo resolver de un modo u otro al respecto del rabino dom Rubén Labrat Ben Batalla, que según dejasteis escrito en vuestra nota conocíais bien de Toledo y por lo visto su verdadero apellido es Ben Amia.

—Podéis asegurarlo, ilustrísima, fue una casualidad descubrirlo, que surgió gracias a mi manía de bucear entre las gentes de las aljamas acerca de sus principales mentores, y doy fe que éste es el individuo que desposó a la única hija del gran rabino de Toledo, Isaac Abranavel, que Dios confunda; conozco bien al personaje.

—¿Cómo lo descubristeis?

—Veréis, excelencia; siguiendo las prédicas del arcediano, vine a parar a Sevilla y la casualidad hizo que diera con él, tal como manifesté a vuestro coadjutor el primer día que pisé vuestra sede. Desapareció de Toledo hace años y aunque lo busqué pareció talmente que se había evaporado; cierta tarde observé que un crecido número de personas vestidas con sus mejores galas se introducían en la sinagoga que está en la plaza de Azueyca, al final de la calle Archeros; me coloqué la
kippa
que siempre llevo conmigo para ocultar mi peculiar calvicie y, aprovechando el crecido número de invitados, me mezclé entre ellos. Un rabí desde la
bemá
{194}
se dispuso a presentar al oficiante de la Pidyon Haben
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como el rabino Rubén Labrat Ben Batalla, y cuál no sería mi sorpresa cuando compareció en el estrado el que yo conocía de fijo y de Toledo como Rubén Ben Amía, de lo cual deduje que el rabino era un impostor. Eso hizo de catalizador para que me decidiera, además de denunciaros el hecho, a ofrecer mis servicios a su ilustrísima dándole referencias de mi pasado y poniéndome a su entera disposición. Saber quién es cada cual es importante, sobre todo si alguien oculta su nombre, ya que quien tal hace tendrá seguramente motivos ocultos y perversos. De cualquier manera, celebro que la divina providencia haya guiado mis pasos hasta vos para poder brindaros mis conocimientos y que éstos os sirvan para mejor conocer a este peligroso individuo, dándoos pormenores del carácter del tal Rubén, pues las hablillas que de él me han llegado son todas coincidentes.

—Y ¿cuáles son esas hablillas?

—Creo que es hombre de convicciones profundas que únicamente cambiaría si intuyera que las consecuencias de su cerrazón pudieran repercutir gravemente en su aljama, y tal vez no solamente en ella si no en toda la corporación semita y, por qué no decirlo, particularmente en su familia.

El obispo había escuchado atentamente la parrafada del bachiller y tras una rápida meditación decidió usar de sus cualidades sin comprometerse en exceso con aquel peligroso individuo, pero antes de decidir, indagó:

—¿Alguien sabe algo al respecto de vuestro descubrimiento?

—En absoluto, ilustrísima, creo que la discreción es la madre de los grandes logros, únicamente vuestro secretario tuvo conocimiento de mi afortunado hallazgo.

El prelado, tras escuchar las razones de Barroso, en una larga perorata puso en antecedentes al bachiller de los inconvenientes que le aportaban las actitudes del tal rabino y así mismo de las soluciones que le había ofrecido sin conseguir que aceptara ninguna de sus propuestas.

Rodrigo Barroso meditó su respuesta, en su interior estaba exultante al comprobar que el yerno del causante de los costurones que tenía en su espalda era el mismo que estaba ocasionando problemas al prelado, pero decidió obrar con prudencia no fuera a ser que su enardecimiento provocara sospechas; quería dar la imagen del cirujano aséptico que se dispone a extirpar un mal sin otro interés que el remediarlo. Con voz calma, como experto en el tema, comenzó a aportar soluciones al problema aducido por el obispo.

—Está bien, pero atendedme. No quiero entrar en un juego que me está vetado, no olvidéis que soy hombre de iglesia y mi religión me prohíbe perjudicar al prójimo, pero debo decir que estoy desorientado, he intentado por todos los medios convencer por las buenas a este individuo a fin de que abrace la verdadera Fe o abandone Sevilla, inclusive me he ofrecido para buscarle acomodo en Granada con cuyo califa Yusuf II mantengo una, digamos, más que cordial relación, pero todo intento ha sido vano.

—No los conocéis bien, reverencia, son una raza obstinada que no atiende a otras razones que el palo, no diré que la zanahoria no ayude, ya que aman el dinero por encima de cualquier otra cosa, pero cuando se les considera y se les trata como a iguales, entonces invariablemente surgen los problemas.

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