La Saga de los Malditos (59 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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El regreso de Volandero

La vida de Simón durante aquellos años transcurrió triste y monótona. Su amigo David había tomado la ruta del camino de Santiago y había partido hacia tierras allende los Pirineos, sin precisar cuál sería el destino final de sus pasos. Antes de su marcha se había entrevistado con Simón y en diversas y frecuentes ocasiones le había rogado que lo acompañara, pero éste adujo que la única posibilidad de conocer de alguna manera un indicio sobre el destino de Esther radicaba en la permanencia en la ciudad, ya que, si partía de Toledo, todo vestigio de rastro o pista se perdería para siempre. Infinidad de veces encaminó sus pasos hacia la casa de la Duquesa Vieja en la vana esperanza de que algún milagro sucediera o que alguien le supiera dar noticias del destino de su amada, pero resultó siempre pretensión baldía, y cada vez que lo intentó regresó a sus lares con el corazón roto y la desesperanza instalada en su espíritu.

Por otra parte, la causa que originó la hecatombe en la aljama de las Tiendas había periclitado hacía años y el claustro de la catedral del obispo Tenorio estaba concluido, por tanto la provocada persecución de judíos parecía por el momento calmada y las gentes convivían en Toledo con los inconvenientes del cotidiano devenir, pero yendo cada cual a su avío sin otros problemas. Lo que al principio fue una total reclusión en su casa, con el tiempo fue cambiando y, si bien al inicio cuidó de no mostrarse en público en ocasiones donde las gentes se aglomeraran —ferias, mercados, reuniones y demás eventos parecidos—, luego, lentamente, fue saliendo más y a nadie le pareció extraordinario el verlo, ya que si los encontradizos eran hermanos de su aljama se cuidaban muy mucho de indagar, y si eran de fuera no acusaban su presencia porque no habían tenido ocasión de echarlo en falta.

No sabiendo qué hacer con Seisdedos, le vino al pelo que el maestro de obras maese Antón Peñaranda acudiera a su casa en busca del muchacho, cuya fuerza descomunal lo había asombrado, ofreciéndose, en agradecimiento a la salvación de la vida de su hombre, a enseñarle el oficio de picapedrero para lo cual debería acudir cada mañana al despertar el día a la cantera que se hallaba a tres leguas de Toledo en el camino que arrancaba del Puente de Barcas y se dirigía a Talavera de la Reina. Cada amanecida, el ya de por sí inmenso individuo, montaba su mula torda y se encaminaba al trabajo. Su natural fortaleza y el manejo diario del martillo y las piedras hicieron que, al paso de un año, la musculatura del muchacho fuera tan extraordinaria que a Simón, cuando transcurrido ya un largo tiempo se pudo mostrar en público, le divertía sobremanera acudir con él, en ocasiones señaladas, a ferias y a festejos y admitir apuestas con las gentes de otros predios que, desconociendo las capacidades de Domingo con las piedras, se atrevían a apostar sobre si era o no capaz de alzar sobre sus hombros alguna de aquellas que ni siquiera tres hombres corrientes eran capaces de mover.

Cierto día a la mañana, Simón, que aún dormía, sintió cómo lo zarandeaban en su lecho. Abrió los ojos e inclinado sobre él distinguió, entre las brumas de su cerebro, aún no despabilado, la imagen de su protegido que con aquella su peculiar habla, en ocasiones monosilábica, le intentaba decir que algo extraordinario había ocurrido en el palomar.

—¿Qué me quieres decir, Domingo?, ¿no sabes que mi padre se disgusta si no cumplo el
shabbat?
{189}

—Amo... un palomo... casi muerto... quiere entrar... con las otras.

Simón supuso que, como en anteriores ocasiones, un palomo torcaz buscaba a sus compañeras más civilizadas.

—Alcánzame las calzas y dame la casaca.

Simón se apresuró a ponerse las medias y a calzarse los zapatos, y estando en ello sintió de nuevo la voz del muchacho.

—Viene muy herido.

Algo en el interior de Simón comenzó a vibrar. Un presentimiento profundo, un pálpito, un aura que le anunciaba algo. No supo por qué pero se precipitó a la escalerilla que conducía al tejado, asomó la cabeza por el tragaluz y allí, en el exterior, junto a la portezuela, lo vio: era un palomo, flaco, desmedrado y herido, con las plumas del pecho llenas de sangre, que le miraba con sus ojillos encerrados en un circulo rojo y nada más verlo intentó, sin conseguirlo, acercarse a él. El corazón de Simón comenzó a bombear al ritmo del galeote cuando se apresta a entrar en combate y el comitre ordena boga de ariete, y su recuerdo evocó la imagen soberbia de un
Volandero
mucho más joven y en plenitud, como fue el que él regaló a su amada. Rápidamente sacó el resto de su cuerpo por la abertura y se precipitó hacia el lugar donde la avecilla, en precario equilibrio, se mantenía junto a la entrada del palomar. Seisdedos, que había asomado su corpachón por el agujero, miraba extrañado sin saber a qué se debía aquella agitación que había acometido a su amo porque un palomo hubiera acudido junto al palomar. Simón ya lo tenía y la avecilla, como si supiera que su misión había terminado, reclinó su cabecita y quedó yerta en sus brazos. La apretó el muchacho junto a su corazón en la certeza de que aquel palomo era su querido
Volandero,
la carúncula era inconfundible, y al hacerlo reparó en la anilla que llevaba en la pata; se sentó al punto en el borde del tejadillo a dos aguas que en forma de caseta se alzaba en la azotea para alojar una ventana que era la que proporcionaba claridad a su cuarto, y desenrollando con mimo el canutillo se dispuso, tras dejar junto a él el cuerpo inane del ave, a leer la misiva. Las letras eran borrosas debido al agua que sin duda había caído en el trayecto, pero al instante descubrió la amada caligrafía de Esther y casi se quedó sin aliento. Leyó y releyó la carta una y mil veces, luego, llevando al cuerpecillo del palomo consigo y sin dar explicación alguna a Domingo, que seguía atónito y asombrado del extraño comportamiento de su amo, comenzó a descender las escaleras de madera que conducían a su buhardilla. Llegados a la estancia, Simón se dirigió a su amigo:

—Domingo, hazme un favor, no quiero romper otra vez el
shabbat
y no puedo hacerlo yo y, ¡por Dios que quisiera hacerlo en persona!, baja al jardín y entierra junto a la balsa a este palomo, justamente en el centro del arriate, quiero que descanse cubierto de flores, marca el lugar con una piedra para que luego puedas reconocer el lugar e indicármelo.

Domingo, acostumbrado como estaba a no discutir orden alguna de su amo, tomó a la avecilla entre sus manos y se dispuso a salir.

—Hazlo con tiento, amigo mío, él me ha traído la nueva que más he esperado en toda mi vida y si alguna posibilidad me resta de ser feliz a él se la deberé.

Partió el gigante a cumplir la disposición de su patrón y Simón se tumbó en su camastro un buen rato intentando aclarar sus ideas. Luego de mucho cavilar y siempre con la idea fija de partir, decidió hablar con su padre.

Era
shabbat
y Zabulón estaba en una pequeña estancia ubicada al lado del comedor leyendo el
Zohar o Libro del esplendor
de Moisés de León
{190}
. A Simón aquella habitación le retrotraía invariablemente a su niñez y le causaba un gran respeto, recordaba cuando, llegando de la
jeder
con una anotación desfavorable en conducta, escrita en la tablilla por su maestro, su madre le obligaba a presentarse en aquel aposento donde le aguardaba el barbado y, para él entonces, imponente rostro de su padre.

Simón, luego de pedir y obtener la venia para entrar en la sala, se inclinó ante su padre.


Lejaim,
padre.

—Por la vuestra, hijo mío.

Luego de dirigirse el ritual saludo, Zabulón interrogó:

—¿Habéis orado esta mañana?

—Aún no he tenido tiempo.

—Pues ésa es la primera obligación de un buen judío. Id a por vuestro taled, tomad vuestro
siddur
y tendré la satisfacción de entonar el Shajarit
{191}
con mi hijo.

Simón, que conocía a su progenitor, decidió no polemizar, ya que de no obedecerlo en aquello no tendría ocasión de exponerle lo que tan importante era para él. Cumplió el mandado y regresó al punto y para complacer mejor a su padre se colocó las filacterias que únicamente era obligado ponérselas en los actos celebrados en la sinagoga.

—Así me gusta, hijo mío, observaréis que cuando un buen judío comienza de esta manera el
shabbat,
las cosas luego caminan mejor.

—¡Que Adonai os oiga, padre mío, que buena falta me va a hacer!

Zabulón se preparó al igual que su hijo y después, conducidas por él, rezaron ambos las pertinentes oraciones. Cuando ya hubieron terminado, se despojaron uno y otro de los signos del ritual y, con un talante totalmente positivo, Zabulón invitó a su hijo a que le explicara el motivo que le traía, a aquellas tempranas horas de la mañana y con tanta premura, a hablar con él.

Se sentó Simón en un pequeño escabel frente a su padre y aguardó a que éste se acomodara para empezar.

—Veréis, padre mío, ya hemos hablado en infinidad de ocasiones del tema que motiva mis ansias e impide el reposo de mi espíritu.

—Ciertamente, hijo, y ya conocéis mi respuesta al respecto. Debéis luchar contra este sentimiento y cuanto antes lo desterréis de vuestro corazón, mejor recobraréis la calma y enderezaréis vuestra vida, esa carrera que habéis emprendido no tiene final.

Simón, sin responder, extrajo del bolsillo de su corta túnica el mensaje y se lo tendió a su padre. Éste lo tomó, extrañado, en su mano y poniéndolo ante sus ojos comenzó a leerlo. Al finalizar la tarea, devolvió la nota a su hijo y lo miró con ternura.

—No imagino cómo ha llegado esta epístola a vuestras manos, lo que es evidente es que lo que me contabais no eran elucubraciones de vuestra arrebatada imaginación y que la hija del gran rabino, que Adonai haya tenido la caridad de mostrarle su rostro, os amaba. Pero sabéis que es una mujer casada, que han pasado los años y que por otra parte ignoráis su paradero, no entiendo qué es lo que queréis de mí.

—Padre, ella, sin saberlo, me está buscando, el mensaje ha venido del cielo y me lo ha traído una de las mensajeras que le regalé hace años, la avecilla ha llegado reventada de puro agotamiento, eso quiere decir que viene de lejos aunque estos animalitos pueden volar ciento veinte leguas o más en una jornada. Quiero partir y ver de encontrarla, padre, y sería para mí muy importante que me dierais vuestra bendición.

El anciano se mesó la barba con un gesto familiar y casi reflejo.

—Me desgarráis el corazón por varios motivos, y de saberlo vuestra madre va a morir. Sabido es que los hijos deberán abandonar a sus padres y emprender su camino, lo dice la Torá, todos lo hicimos llegado el momento, pero no de esta manera y con los fines que presumo pretendéis; así, no puedo daros mi bendición.

—Dejadme explicaros, padre, no me hagáis partir sin ella.

—Os escucho.

—En primer lugar, voy tras mi destino, mi vida sin volver a ver a Esther no tiene sentido; en segundo lugar, sé que voy tras una quimera, ni sé dónde está ni siquiera si podré hallarla, pero lo que es claro como la luz es que para mí la felicidad no existe mientras mis ojos no alcancen a verla.

—Es una locura, hijo mío, y vais a ser muy desgraciado. Ahora os parece que fuera de ella no existe la felicidad, a todo hombre le ocurre esto alguna vez, pero veréis, cuando peinéis canas y vuestros hijos os rodeen, cómo estos amores de juventud son vientos huracanados que arrasan los corazones cuando éstos nacen a la vida. Os habéis enamorado del amor, que es lo que corresponde a vuestra edad, no lo confundáis con el amor sereno y definitivo, que es otra cosa. Cuando mi padre y el padre de vuestra madre acordaron nuestros esponsales, nosotros ni tan siquiera nos conocíamos y hemos sido y somos muy felices.

—Eran otros tiempos, y no olvidéis, padre mío, que mi edad ya no es la de un adolescente.

—A todos nos ha parecido alguna vez que nuestros tiempos son otros y ya os daréis cuenta de que, en cuanto a experiencia de la vida, vuestra edad, para fortuna vuestra, aún no es nada.

Simón insistió empecinadamente.

—Si la encuentro y puedo respirar el aire que ella respira ya me conformo.

—Quien busca el fuego se quema, hijo mío.

—Padre, como sea, la he de volver a ver y si más no, quiero vivir a la sombra de su sombra.

—Os repito, Simón, que es una mujer casada, y además esa misiva nada indica acerca de sus intenciones, una cosa es expresar sentimientos y otra muy diferente tomar decisiones, convertir la energía potencial en acción decisoria es muy difícil; ella os supone muerto, como en su momento imaginamos todos, y ha lanzado a los cielos un mensaje de esperanza porque ese sentimiento que nació entrambos no ha tenido tiempo de corromperse en la vivencia del cada día y ella lo ha sublimado en su corazón. Además no sabéis dónde hallarla, únicamente dice que os recuerda.

Simón intuyó en la última parte de la respuesta de su padre, un fallo en su coraza de argumentos.

—No me dice dónde hallarla pero me habla que ve las estrellas reflejadas en el Guadalquivir.

—El Guadalquivir recorre Baeza, Córdoba, Lora del Río, Sevilla, etcétera; ya me diréis dónde vais a hallarla, ni tan siquiera os dice si sigue allí, creo que es buscar una aguja en un pajar.

—En primer lugar, la misiva dice más cosas. La primera, que está viva, la segunda, que ama mi recuerdo y finalmente que ve el río y nada dice que vaya a partir, eso ya limita mi campo de búsqueda, el mundo es mucho más grande que las tierras que besan las aguas del Guadalquivir. ¡Padre, si me amáis dadme vuestra bendición, voy a partir de todas maneras, no me obliguéis a marchar sin ella, no hablo de felicidad, dentro de mí no habrá paz ni sosiego si no la vuelvo a ver, aunque sea por última vez!

—Me habréis de jurar que no habréis de hacer nada que vaya contra el santo vínculo que ha contraído.

—En nuestra religión está considerado el repudio; si tal situación se diera, quiero estar cerca de ella.

—No sé qué clase de
ibbur
os ha poseído, hijo mío, pero os auguro grandes penalidades.

—Es mi vida, padre, quiero vivirla como me cuadre, pero vaya donde vaya y haga lo que haga, os aseguro que jamás os tendréis que avergonzar de mis actos.

—Nada diréis de todo esto a vuestra madre, se moriría de pena, diremos por el momento que la comunidad os ha encargado una misión de la que nada podéis decir.

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