La Saga de los Malditos (97 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Hanna creyó que se refería a su violación. Estaba demudada, espantada y dolorida por las torpes acometidas de borracho de Breitner. Se calló, se metió en sí misma y no abrió la boca.

—¡Teniente!

La puerta se abrió y asomó el ayudante.

—Llévese a esta basura a su barracón. Diga a la celadora que me responde con su vida de la vida de esta zorra. —Luego se volvió a Hanna—. Vas a volver aquí cuando yo lo ordene. Si eres buena chica serás mi amante y eso es subir en el escalafón de las presas. Cuando me canse de ti, te pasaré al prostíbulo de la tropa y cuando te haya violado todo el campo desearás estar muerta. Y ahora, ¡largo de aquí!

El oficial se agachó y abrió las esposas que la sujetaban al piano. Luego permitió que se vistiera. Salieron de la estancia. Breitner se había recostado en un orejero y su criado intentaba sacarle las botas. La muchacha sintió que le ponían sobre los hombros un capote militar. Su mente se aclaraba. Al día siguiente aprovecharía cualquier descuido para abalanzarse sobre la electrificada alambrada acabando de esta manera su tormento. Sabía que no iba a salir de allí con vida, ya todo le daba igual, se notaba sucia y deshonrada.

De esta guisa llegaron a su barracón. Lo ocurrido al salir del concierto había llegado a los oídos de las demás reclusas. El oficial trasmitió a la celadora la orden del comandante y la nueva jerarquía otorgada a la presa. Ésta vio en ello una oportunidad y decidió cuidar a la querida del jefe, ya que quizás algún beneficio pudiera recaer sobre ella.

Hilda estaba despierta y pese a las terribles circunstancias que habían jalonado la jornada, en el gesto misterioso de su rostro, intuyó Hanna que se ocultaba algo. Al llegar junto a ella se encaramó a la litera y comenzó a llorar. La otra creyó que el motivo era la muerte de sus compañeras y comenzó a acariciarle el pelo y a consolarla.

—No ha sido culpa tuya, muchacha.

—¡Es horrible, lo que me ha pasado es horrible!

La otra no hizo caso y fue a lo suyo.

—Me han entregado en la cocina algo para ti.

Hanna, desecha en llanto no atendía. Creía que su amiga la quería animar dándole alguna chocolatina o alguna otra cosa que a veces hurtaba para ella.

La muchacha lloraba desconsolada intentado que sus agitados sollozos no despertaran a las demás.

—¡Toma!

Entre la bruma de sus lágrimas, Hanna creyó ver que la otra le entregaba un billete, lo tomó y desdoblándolo a la luz de la linterna que bajo la manta había encendido Hilda, pudo leer:

Intenta por todos los medios, el próximo miércoles día 23, estar cerca de las cocinas, en el muelle de carga, a la hora que llega el camión de la carne. Aproximadamente a las 10.30.

¡Ánimo! Te vamos a sacar de aquí.

August

¡La nota había llegado hasta ella tardando tres días! ¡El 23 era el día siguiente!

Karl y Eric

KARL

Se sentó al borde del catre y abrió el primer sobre. Era una escueta nota de su enlace. Decía así:

Camarada. El viejo Bukoski ha muerto. No sabemos exactamente lo que haya podido piar a la Gestapo. Toda precaución es poca. La célula está prácticamente deshecha. Conviene que te esfumes procurando ir donde tu concurso sea todavía útil al partido.

¡El comunismo ganará la última batalla! ¡Suerte!

Karl dobló la nota y se detuvo un instante a meditar. Si Bukoski había muerto, debería aguardar escondido unos días y después indagar cuál de los refugios habituales seguía en activo.

Imaginó que habría sucumbido en el tormento. Su corazón estaba muy tocado. Lo que no hubieran podido sacarle quedaba a salvo. Imaginó que el astuto zorro habría dado a sus captores las suficientes pistas para que se dieran por satisfechos, salvaguardando los muebles lo mejor que pudiera. E imaginó así mismo, que la cervecería de Goethestrasse, que ahora pertenecía a su yerno y cuyo sótano tan buenos servicios había rendido al partido, habría quedado a salvo. Cualquier decisión al respecto quedaba a la espera de la pertinente verificación.

Luego abrió la segunda carta.

El matasellos procedía de un departamento cercano a Kiel.

Decía así:

Apreciado Karl:

No nos conocemos, pero mi íntimo amigo y futuro cuñado, Sigfrid, me dio tu teléfono y dirección para, caso que no pueda contactar con él, cosa que ya ha sucedido, me ponga en contacto contigo por los medios que ha puesto a mi alcance. He telefoneado al número dado pero no contesta, he intentado llamar a diferentes horas y nadie atiende al teléfono. Es por ello que recurro al correo. Voy a estar en Berlín una semana. Mi número es el 275286, mi dirección es Schillingstrasse n.° 121, 4.a y mi nombre es Eric Klingerberg. Es urgente contactar contigo. Estaré a partir de las nueve de la noche hasta las nueve de la mañana en este domicilio durante una semana más o menos y en este teléfono. ¡Ponte en contacto conmigo, es vital para mí!

Gracias anticipadas,

Eric Klingerberg

ERIC

Los hilos del telégrafo que iban enlazando los postes de la electricidad, subían y bajaban al ritmo del traqueteo que producían las ruedas del vagón al pasar las juntas de los raíles. Eric observaba el paisaje acodado en la ventanilla de su compartimiento. Sus compañeros de viaje eran un oficial mutilado que regresaba a casa, un pastor protestante que hacía el viaje enfrascado en su Biblia, una madre y una hija que regresaban a Berlín luego de haberse reunido en unas cortas vacaciones con el esposo y padre respectivo y un técnico en fortificaciones que regresaba luego de inspeccionar las defensas que protegían las rampas de lanzamiento de cohetes en las costas noruegas.

Su mente no podía apartarse de Hanna. Desde una cabina telefónica de la base de submarinos y antes de que supiera que iba a poder ir a la capital, había intentado contactar con Sigfrid. Vano empeño. Por más que lo intentó, a diferentes horas y respetando la clave convenida, el teléfono sonaba una y otra vez en el vacío más absoluto. Luego hizo un nuevo intento llamando al número que le había proporcionado para, caso que no lo encontrara, probara contactar a través de él. Empeño baldío. Al tal Karl Knut parecía habérselo tragado la tierra. Finalmente, al día siguiente de que Schuhart le informara de que iba a visitar Berlín para llevar a cabo una misión que por el momento desconocía, y antes de recluirse en el refugio de descanso por él escogido entre las varias opciones que se le ofrecieron, envió una carta a la dirección que así mismo le había facilitado Sigfrid y a nombre de Knut. El mensaje indicaba a su destinatario que iba a estar en la capital más o menos una semana, que su dirección era la que figuraba en el interior y en el remite y así mismo le indicaba su teléfono. Que entre las veintiuna horas y las nueve de la mañana permanecería, todos los días a la espera; que por favor, y para que le diera noticias de unos comunes amigos, se pusiera en contacto con él y firmaba con nombre y apellido. Lo que Eric ignoraba en aquel momento era que su carta, antes de llegar a las manos de su receptor, tendría que hacer un extraño recorrido cuyo trayecto pasaba inclusive por el cepillo de una iglesia.

El tren tuvo que hacer un sinnúmero de paradas para dejar paso a otros convoyes cuya prioridad era manifiesta, por su destino o por el tipo de mercancías que trasladaban. Otras detenciones se debieron al estado de la vía férrea, continuamente perjudicada por los bombardeos aliados y por los sabotajes de patrullas de guerrilleros que, conocedores del terreno, boicoteaban el paso de trenes causando estragos en los raíles mediante la colocación de cargas explosivas, escondiéndose a continuación, impidiendo con sus acciones que el flujo de la sangre de la industria de guerra, tan necesaria para inclinar la balanza del curso de la contienda, fluyera vital por las arterias de Alemania acudiendo a los frentes de combate.

En una de las múltiples paradas, el tren de Eric fue obligado a detenerse en el apeadero de un pueblo y se anunció por la megafonía de los vagones que el convoy se detendría más de una hora. Eric decidió apearse para estirar las piernas y tomar algo en la cantina de la estación. Descendió al pequeño andén y le extrañó ver en las inmediaciones una compañía de las SS aguardando en descanso la llegada del convoy que les había obligado a detenerse. Pasó por alto el curioso incidente, pues en aquel recóndito lugar le pareció que no había circunstancia ni cosa alguna que cautelar y se dirigió a la cafetería. Estaba tomando una cerveza cuando vio que, por el ramal de la vía que acababan de abandonar, aparecía una cansada y piafante locomotora arrastrando una larga retahila de vagones de ganado, que se dirigía al depósito de carbón a cargar el vital alimento de su fogón. Apenas el tren se detuvo, la compañía de las SS, obedeciendo las atropelladas órdenes que gritaba su
Hauptsturmführer
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, lo rodeó impidiendo que persona alguna pudiera acercarse hasta él. A Eric le extrañó que un convoy que obviamente no transportaba vehículos ni plataformas con armamento pesado requiriera de tanta vigilancia. Súbitamente, los pitidos de la máquina y el silbar del escape del vapor de su caldera se amortiguaron y pudo percibir, desde la lejanía del andén de la estación al que se había asomado, cómo desde los vagones parecían salir gritos y lamentos de gentes que fueran allí encerradas. Lo primero que se le vino a las mientes era que podía tratarse de prisioneros de guerra que fueran conducidos a cualquier lugar. Pero entonces, afinando la escucha, pudo distinguir que entre los sonidos se oían nítidamente llantos de niños y chillidos de mujeres. Eric, sin poder remediarlo se dirigió al capitán que mandaba la compañía.

—Buenas tardes, capitán.

El oficial vio ante él a un teniente de la Kriegmarine que lucía en charreteras y bocamangas el distintivo de la prestigiosa unidad de submarinos del Atlántico Norte y, percatándose de que no le había saludado con el preceptivo «a sus órdenes», respondió con un seco:

—¿Qué se le ofrece, teniente?

Eric, simulando que su malestar radicaba en el retraso al que se había visto sometido su convoy al tener que ceder el paso al mercancías, indagó:

—¿Qué tan importante material transportan, capitán, para que nos hayan metido en este aparcadero?

—Las órdenes que se me han dado son de vigilarlo. Lo que transporten me trae sin cuidado, no es de mi incumbencia e imagino que de la suya tampoco.

En aquel instante un grito más fuerte y más angustiado que los demás rasgó el aire. El militar se movió incómodo.

Ante la mirada inquisitiva de Eric, el otro reaccionó a la defensiva.

—Material confidencial, yo no me cuestiono las órdenes, me limito a obedecerlas.

Eric ignoró la última parte del discurso del oficial.

—Un material confidencial que grita y gime. ¿No es eso muy extraño?

El otro se descaró.

—¡Dedíquese a lo suyo, teniente, creo que lo que se transporta en ese maldito tren tampoco le atañe a usted!

Eric, que venía muy lacerado por el internamiento de Hanna, se soliviantó al comprobar de primera mano que las tan terribles deportaciones eran un hecho incuestionable.

—Pues mire por donde, capitán, sí me conciernen. —Extrajo del bolsillo superior de su guerrera el pase de privilegio que le había facilitado Schuhart y se lo puso bajo las narices del otro—. ¡He de llegar a Berlín a la mayor brevedad posible y me encuentro con que me detienen a cada momento y, lo que es peor, demando información para saber a qué atenerme, por si es conveniente que me busque un transporte por carretera, y se me contesta de malos modos!

El otro observó de refilón, en el salvoconducto, el grafismo de la Abwehr, las temibles siglas del Servicio de Contraespionaje Militar y decidió no complicarse la vida.

—Mano de obra judía, eso es lo que transporta el maldito tren.

—¿Y los niños?, ¿también son mano de obra cualificada?

El militar respondió desabrido:

—Imagino que es por no separar a las familias.

—Y ¿los vagones de ganado?

—Es lo que hay, teniente, estamos en guerra, ¿piensa usted que hay que transportarlos en coches cama? Si usted precisa un transporte por carretera, déjeme hacer una llamada e intentaré facilitárselo.

Eric entendió que había ido demasiado lejos y le convino bajar velas. No fuera ser que alguien indagara el motivo de su pase y pudiera comprometer a su comandante.

En aquel momento, un sirenazo hondo y seco informó que la máquina había repostado carbón y se disponía a arrancar.

El oficial comentó:

—Parece que la vía va a quedar libre.

—Eso parece, que tenga usted un buen día, capitán.

El otro, queriendo salvar el incidente, mostrándose amable y haciendo alusión de su grado de oficial de submarinos, respondió:

—Lo mismo le deseo, teniente, buena navegación y mejor arribada a puerto.

A las diez de la noche, tras un sinfín de rodeos, su tren entraba en la estación de Postdam en Leipzigerplatz. La gente se preparaba en los pasillos para abandonar el vagón, harta de aquel incómodo e inacabable viaje. Eric tomó su maleta y una bolsa de lona de la redecilla que estaba sobre los asientos y tras ayudar a la madre y a la niña a recuperar su equipaje, tras despedirse de sus compañeros de compartimiento, se dispuso a apearse del tren.

La mitad de los focos de la gran armadura metálica que cubría los andenes estaban apagados, sus cristales rotos y cubiertos, de forma que su luz llegaba al suelo amortiguada. Imaginó que era a efectos de evitar en lo posible los bombardeos de los nudos ferroviarios. Las gentes iban a sus asuntos recelosas y atemorizadas, comprendiendo que estaban en zona peligrosa. Las despedidas y abrazos de bienvenida, así mismo, eran breves, convenía no demorarse. Sacos terreros se apilaban en las bases de las curvadas columnas de hierro que sustentaban el armazón.

Eric atravesó la zona y luego de acreditarse a la salida de los andenes, cruzó el gran
hall
central y salió a Hafenplatz. En la parada de taxis no se veía ningún coche. Berlín estaba desconocido; se dirigió a la avenida de Schóneberger para ver si allí tenía más suerte. Las expresiones de los rostros de los viandantes que se cruzaban a su paso eran hoscas y desconfiadas. Finalmente, en la lejanía, divisó la luz encendida de un coche, alzó la mano y lo detuvo al tiempo que una mujer intentaba hacer lo mismo. Dudó un instante y el chófer le sacó del apuro, luego intuyó que el pretexto había sido su uniforme. La mujer abrió la portezuela de un costado en tanto él hacía lo mismo por el otro.

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