La Saga de los Malditos (93 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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El plan estaba diseñado y parecía factible. Werner regresó al mediodía con noticias del matadero. Cuando August escuchó los alegres ladridos del perro, se asomó a la ventana de su dormitorio y, al ver a su benefactor, bajó la escalera precipitadamente. El día era gris y una lluvia intermitente y monótona tecleaba sobre las losas de la entrada.

Werner plegó su inmenso paraguas y, tras dejarlo en el paragüero, colgó en uno de los vástagos del colgador de la entrada, que estaba conformado por una tabla de rústica madera barnizada de la que sobresalían cuatro patas de ciervo invertidas y dobladas en ángulo recto, su empapada chaqueta. Frotándose las manos se acercó a la chimenea.

—Te traigo noticias.

—¿Buenas o malas?

—Buenas.

—¡Alabado sea el Señor!

—Estaremos mejor sentados.

Ambos lo hicieron en el floreado sofá y, apenas acomodados, August indagó.

—¿Qué has averiguado?

—Renata Shenke está viva y no está internada por judía, de lo cual se infiere que por el momento no han descubierto su auténtica personalidad.

August amagó el rostro entre las palmas de sus manos y quedó un momento en silencio.

Cuando ya pudo hablar, musitó:

—Gracias, Werner.

—No me las des, aún no hemos conseguido nada.

—Para mí, mucho. Saber que vive es la mejor noticia que podías darme.

«¿Cómo lo has sabido?

—Hice una generosa gestión en el economato del campo. Dije a mi contacto que tenía que entregar una nota a alguien pero que desconocía si aún vivía. Le ofrecí una buena suma y le hice saber que todavía podía ser mucho mayor.

—¿Cómo sabes que no te ha mentido y se ha quedado con el dinero?

—Primeramente, es de confianza, su mujer y su hijo reciben ayudas y además le exigí que averiguara ciertas cosas que nadie puede saber si no conoce a la persona

—¿Cuáles son estos indicios?

—La interna está en reeducación, acusada de repartir propaganda subversiva y además toca el violín. Estaba en el módulo tres y ahora la han trasladado al C.

—¡Dios mío!, es Hanna. Aclárame esto del traslado.

—El C es un barracón de privilegiados, no conozco el motivo pero así es.

—Y ¿ahora qué hacemos?

—De momento quiero que entres en el campo el próximo día. Habrá bastante barullo. Celebran cada año la fiesta de la Rosa y hay un reparto de premios y un baile; en fechas así descuidan algo la vigilancia, ya sabes, la euforia de hacer algo diferente. Imagino, si encuentro en el economato a la persona indicada, que podré entregar una nota y de paso tú tomarás el pulso al campo. En casos así, la diligencia y el silencio son importantísimos. Si hemos de intentar alguna cosa, a ella le tranquilizará ver ese día una cara conocida. Cualquier duda o dilación puede dar al traste con todo. No olvides que nos jugamos la vida.

—Haré lo que me digas. ¿Cuándo va a ser el día?

—El martes, en la descarga de la mañana.

Faltaban cinco días y en ese tiempo podían pasar muchas cosas.

La fiesta de la Rosa

La fiesta se iba a celebrar en el pabellón Heydrich, así llamado en recuerdo del protector de Bohemia y Moravia vilmente asesinado en un atentado llevado a cabo el año anterior en Praga.

El local estaba adornado para el evento. Se había levantado una tarima de doce metros de ancho, ocho de profundidad y un metro y medio de altura, a la que se accedía por una escalera central y por dos rampas laterales por si había de subir la silla de ruedas de algún inválido. El fondo estaba cubierto por una inmensa esvástica roja y negra y en los laterales destacaban, colocados en sus respectivos soportes, los estandartes de los diversos regimientos de las Waffen SS, la guardia negra del Führer. Enfrente, una gran pista de baile rodeada por las mesas de los comensales de la cena de gala y el techo del local cruzado en todas direcciones por gallardetes de papel con las banderas de las naciones amigas o aliadas del Tercer Reich. La iluminación provenía de las más de trescientas bujías de las arañas del techo, y frente al estrado se levantaba un soporte de tres metros por dos en el que se habían colocado dos focos de carbones de arco voltaico destinados a alumbrar el reparto de premios. En el escenario, a la vista de todos y en una mesa adornada con un rojo tapiz, se podían admirar, en sendas peanas de mármol, tres rosas, de oro, plata y bronce respectivamente, que se entregarían a las tres ganadoras del concurso. En los extremos del pabellón se habían instalado otras dos tarimas, la mayor era para la banda de música del campo, que tocaría los himnos a la entrada de las autoridades y luego la música del baile, y la menor destinada al quinteto de cuerda del mayor Breitner que amenizaría la cena y el posterior concierto y sobre la que se veía un piano de cuarto de cola y cuatro atriles con sus correspondientes sillas y sus respectivas luces horizontales, que iluminarían las partituras.

A Hanna y a sus compañeras las habían recluido desde la tarde en una de las habitaciones del primer piso del edificio de la entrada, ubicado sobre el cuerpo de guardia, en uno de cuyos rincones se veía un piano vertical. Allí acudieron dos presas dedicadas a la peluquería que las adecentaron colocándoles en sus rapadas cabezas pelucas de pelo, que a Hanna le pareció natural. Una sastra les ajustó unas batas negras ceñidas por un cinturón, con el cuello blanco y en cuyo bolsillo superior estaban bordadas unas siglas: QCPCF (Quinteto de Cuerda y Púa del Campo de Flossemburg). Luego les proporcionaron medias negras y finalmente de la zapatería les trajeron unas cajas de zapatos del mismo color para que cada una tomara los correspondientes a su número.

Excepto Mirskaya, la pianista, mujer de gran temperamento, las otras tres estaban, más que angustiadas, horrorizadas. Hanna las confortó:

—¡No penséis! Imaginaos que estáis tocando ante un auditorio normal, no podemos hacer nada ni negarnos. No solamente repercutiría en nosotras sino también en nuestras compañeras. ¡Pensad únicamente en la música! Esto pasará pronto.

Las cuatro desgraciadas se dieron las manos y se dispusieron a hacer el último ensayo.

Al cabo de una hora, un oficial acompañado de dos soldados vino a buscarlas. Tomaron sus instrumentos y se dirigieron en fila hacia el pabellón donde se iba a celebrar el acto. A la entrada quedaron abrumadas por lo que vieron sus ojos. Las luces y el empaque del lugar acongojaron sus atormentados espíritus y un temblor especial agarrotó sus músculos. Los uniformes de la Wermatch y los de las SS se mezclaban con los trajes de las damas y la vistosidad y la pompa con la que estaba ornamentado el recinto.

—Yo no puedo tocar —musitó al oído de Hanna la húngara.

La polaca la oyó.

—Tú vas a tocar, ¡idiota! ¿Qué pretendes, arruinarme la noche?

Hanna la oyó extrañada. Aquella mujer odiaba cordialmente a los alemanes y le sorprendió su respuesta. Entendió que su alma de concertista superaba al reparo de tener que actuar para sus verdugos.

—¡Callaos inmediatamente! —La voz del
Sturmarscharfürer
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resonó a sus espaldas.

No hubo tiempo para más disquisiciones. La banda había terminado su actuación y se retiraba por la salida del lado opuesto. Casi sin darse cuenta se encontraron subidas en su tarima y, en tanto la gente ocupaba sus lugares en las mesas, ellas iniciaron su repertorio elegido por el mayor Breitner: Mozart, Schubert, Schumann, Beethoven, etcétera.

La noche fue transcurriendo con milimétrica puntualidad germánica. Terminó la cena y el mayor subió al escenario para cumplimentar a las autoridades visitantes y, tras una pausa, nombrar a las ganadoras del concurso de la Rosa de Oro; finalmente, tras los plácemes de ritual, se inició el baile. La orquesta, compuesta por músicos de la banda militar, comenzó a tocar los ritmos que estaban de moda en Berlín. Corrió el vino, subió la temperatura del local y la animación llegó a su grado máximo. Finalmente, a la hora en punto terminó la danza y todos se dispusieron a oír el pequeño concierto que iba a ofrecer, para cerrar el acto, el quinteto de cuerda y púa del campo. La gente tomó las sillas de las mesas de la cena y las fue colocando en el anfiteatro frente a la pequeña tarima desde la que iban a actuar sus componentes. Se apagaron las luces de las arañas del techo y los focos iluminaron el espacio, centrando al grupo en un círculo blanco. Un general de la Wermatch con la solemne banda roja a lo largo de su pantalón y el
Standartenführer
Waserman, jefe de Flossemburg, presidían el acto. A un lado y en pie, se había colocado el comandante Breitner dispuesto a recibir, al finalizar, los parabienes que sin duda propiciaría su iniciativa.

Dirigió la mirada a su superior, éste dio su venia con una leve inclinación de cabeza y comenzó el concierto.

La música sonó melódica y ajustada. El quinteto estaba magníficamente conjuntado. El comandante había programado un solo de violín y otro de piano que cerrarían la primera y abrirían, respectivamente, la segunda parte. Hanna atacó su pieza y lo hizo con brío, procurando abstraerse de las circunstancias que la rodeaban. En un momento dado, le pareció que Breitner la miraba con un inusitado interés. Estaba, si no borracho, sí en un estado etílico avanzado. Terminó la sonata y el público aplaudió, entusiasmado, su actuación. Hanna se hizo a un lado y aguardó que la pianista atacara su solo. De nuevo se apagaron las luces de la sala y el círculo se circunscribió sobre la pianista. Un estremecimiento de horror recorrió la espalda de las cuatro componentes restantes. La polaca, con un aire de venganza y refocilándose en lo que estaba haciendo, atacó
La Polonesa
de Chopin, el más odiado de los compositores polacos.

Al principio nadie se atrevió a moverse, luego todo ocurrió rápidamente. Breitner pareció recobrar la lucidez. Dio una orden seca y dos soldados subieron a la tarima parando la música, luego quedaron expectantes esperando órdenes. Breitner ladró más que ordenó. En tanto el público se levantaba de sus sillas, las componentes del quinteto fueron arrastradas a la parte posterior del pabellón. Luego apareció Breitner.

—¿Así pagáis mis desvelos, hatajo de furcias? —Se volvió hecho un basilisco hacia su ayudante—. ¡Déme su pistola!

El teniente, desabrochando la funda de su Luger, le entregó el arma.

Breitner, totalmente cegado, encañonó a la pianista. Mirskaia le dirigió una mirada entreverada de odio y desprecio pero que no delataba el menor temor y le escupió en la cara.

Sonó un disparó. Luego dos, tres y cuatro. Sus compañeras se desplomaron abatidas una a una sobre los retazos de crujiente encaje de sucio hielo que la nieve formaba al deshacerse. Hanna cerró los ojos, pensó en Eric y entendió que su última hora había llegado, pero la detonación no se produjo. Luego escuchó la voz de su verdugo.

—¡Teniente, acompañe a esta zorra a mi pabellón y quédese con ella hasta que yo vaya para allá! Voy a ver al coronel y luego acudiré, me responde con su vida si intenta algo aunque sea suicidarse, ella mandaba al grupo.

Luego se dirigió a Hanna:

—¡Vas a arrepentirte de haber nacido!

La búsqueda

El desasosiego había anidado en el pecho de Simón. El ambiente en Sevilla aquel 5 de junio de 1391 era terrible. El arcediano, «inductor y protagonista de los más execrables hechos», la mañana del día anterior desde el púlpito de la catedral y desobedeciendo a su obispo había lanzado anatemas y diatribas contra los judíos soliviantando, todavía más, si ello fuera posible, a un populacho sediento de sangre, que únicamente necesitaba una excusa para derribar las puertas y desbordarse por el interior de la judería arrasándolo todo. Su labor había comenzado muchos años antes: allá por 1378, en tiempos de Enrique II una
albalá
promulgada le recordaba entonces que «Los judíos son de nuestra cámara y que no tenía derecho a proceder contra ellos sin mandamiento real». A esto replicaría Ferrán Martínez defendiendo su actitud y justificando el proyecto de destrucción «de las veinte y tres sinagogas que están en la judería de esta ciudad edificadas contra Dios e contra derecho y si cupiere cegar los caudales que alimentan a esta raza de malditos quemando sus negocios, pues ésta es la interpretación que cave hacer de las directrices que llegan de Roma». Así estaban las cosas y a aquel punto sin posible vuelta atrás habían llegado.

La ventana del cuarto de Simón era un observatorio impagable para poder desde ella advertir lo que ocurría en la aljama y, por otra parte, solamente asomarse a la puerta de la posada que daba a la plaza de la Contratación, podía constatar el caldeado ambiente que se vivía en la parte de los cristianos.

Comentaba Simón en aquel instante los sucesos acaecidos aquel día con dos comerciantes mozárabes que debían partir para Granada y que no lo hacían por temor a la atmósfera de la calle, cuando apareció Seis en lo alto de la corta escalera que desembocaba en el piso donde se hallaba su habitación, abarcando con su mirada la pieza que hacía las veces de comedor. Simón lo llamó con un gesto de su mano y el otro se precipitó hacia él, sin duda portador de alguna nueva que afectaba a su amo, éste, despidiéndose de sus interlocutores, salió a su encuentro.

—¿Qué ocurre, Domingo?

—Subid, amo, la señora Myriam se ha llegado bajo nuestra ventana y ha lanzado un puñado de arena contra el postigo, la he abierto y me ha dicho que os diga que es portadora de un mensaje urgente para vos.

Sin decir palabra, subió las escaleras saltando de tres en tres los peldaños, entró apartando de un empellón la entornada puerta de la estancia y se precipitó hacia la entreabierta ventana asomándose al exterior. Al pie de la misma se veía el bulto de una mujer, oculto el rostro por la capucha del manto que le cubría el pellote y que inquieta miraba a uno y otro lado de la calle.

—¿Qué es lo que sucede, Myriam, le ha ocurrido algo a Esther?

—Y algo grave por cierto. ¿Podéis bajar?, ya sabéis que no podemos salir de la aljama y no puedo hablar desde aquí a voz en grito.

—¡Aguardad un momento, en un instante estoy con vos!

La maniobra ya la habían hecho Seis y él en otras ocasiones, pero esta vez y dado a cómo estaban las cosas, Simón decidió andarse con más cuidado.

—Domingo, dame la capa de viaje y ten preparada la maroma para cuando regrese, seguramente no podré pasar por la puerta ya que la orden del alguacil mayor ha sido terminante, no se puede entrar ni salir de la judería.

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