Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿Y si está en la cantera?
—Si está en la cantera y aún vive, hay que llegar al jefe de los soderkomandos.
—Y ¿quiénes son éstos?
—Son las ratas. Judíos que vigilan y venden a sus hermanos por un plato de lentejas.
—Y ¿si se quedan el dinero y no entregan el mensaje?
—Se les acabaría el negocio. No, no hay cuidado, amén de que se les paga una parte antes y otra después, cuando el resultado perseguido ha sido, de alguna manera, confirmado.
Tras una pausa que aprovechó Werner para atizar el fuego de la chimenea, argumentó.
—Todo esto tiene un coste elevado, insisto. ¿Dispone de dinero?
—Por este tema en concreto, no se preocupe.
—Está bien. Tengo que ir al pueblo. Tiene comida en la cocina, se la puede calentar en la chimenea. Luego váyase a descansar, mañana será otro día. Su habitación está al final del primer piso. Yo aún tengo cosas que hacer.
—No voy a poder dormir pero voy a intentarlo. Gracias por todo.
—No hay por qué darlas, lo hago por mi hija y por el viejo Harald.
Ambos hombres se levantaron. August tomó su mochila y la fue a dejar al dormitorio asignado. Desde la ventana de su cuarto observó el río. Atada a un poste de la orilla con la popa en medio de la corriente se veía una barquita con un pequeño motor fueraborda, azul y blanca. Al bajar de nuevo, Werner se había ido y el cuco del reloj asomaba burlón su pico rojo de madera punteando la medianoche.
Los sucesos se precipitaron y una constelación de causalidades hicieron que las fechas del cuatro, cinco y seis de junio quedaran marcadas al rojo vivo en la mente de Esther, como con un hierro candente. Al llegar de regreso a su casa y ver que Benjamín no estaba en ella se alteró, pero supuso que estaría con el viejo criado y cuando el niño volviera ya se ocuparía de darle su merecido por haber desobedecido sus terminantes órdenes. Su angustia se desbordó cuando al regreso de Gedeón pudo comprobar que Benjamín no estaba con él. Sus gritos se oyeron desde la calle y los lamentos de Sara acabaron de desquiciar sus nervios.
—¿Pero cómo es posible que estéis tan sorda y tan ciega como para no ver que Benjamín falta de la casa, según me decís desde media mañana?
—Estaba guisando en la cocina y le he dicho que no pisara la calle, pero ya sabéis cómo se ha vuelto de desobediente e inquieto desde que lo constreñimos entre estas cuatro paredes que para él son una cárcel comparándolas con el espacio abierto que tenía para jugar en el jardín de la quinta.
—¡Se me da un ardite que le guste o no le guste, Sara! ¡Vos sois la encargada de vigilarlo en mi ausencia pero por lo visto ya no estáis capacitada para ello!
Esther descargaba su furia con la vieja nodriza lastimándola en donde más le dolía, que era llamarla incapaz por anciana.
Sara estiró el gesto y compuso la cara de dignidad ofendida que tan bien conocía Esther.
—Realmente, estoy ya muy vieja y no sirvo ni para vigilar a un crío, será mejor que me quede aquí en Sevilla con vuestro esposo cuando partáis hacia Jerusalén.
A Esther le cogió de sorpresa la respuesta de su septuagenaria nodriza, ya que hasta la fecha nada le había dicho todavía de su separación ni de los planes que tenía al respecto de su persona.
Entonces aparcó por un instante su angustia y replicó:
—¿Qué es lo que queréis decir, ama?
—Que oigo muy bien y sobre todo os conozco mejor que nadie, seré vieja pero no necia y las paredes oyen en esta casa.
—Ya hablaremos en mejor ocasión, perdonadme si os he ofendido pero ahora busquemos al niño, voy a ir a la sinagoga. Vos, Gedeón, acudid al zoco y preguntad, no vaya a ser que haya ido en vuestra busca y se haya cruzado con vos por el camino. Sara, id a casa de Myriam, tal vez al negarle vuestro permiso haya acudido en mi busca a fin de recabar el mío. Y vos, Rebeca —se dirigía a la joven mucama que cuidaba de la pequeña Raquel—, quedaos al cuidado de la niña y si en el ínterin regresa mi esposo decidle lo que ha ocurrido que yo regresaré al punto.
Los tres partieron a sus respectivos cometidos, pero algo en el interior de Esther le decía que el día de la gran prueba había llegado.
El clima en las calles y plazas era tenso. Los grupos de hombres comentando los sucesos de aquellos días y los coros de mujeres indagando las diferentes actitudes que adoptaban las distintas familias, invadían los portales y los mentideros habituales. En la puerta de los baños, anteriormente siempre concurridos, no había nadie y en el ambiente se palpaba el drama. Cada uno de los tres había ido a su avío y Esther, en cuanto veía una cara conocida, se acercaba a inquirir si por casualidad alguien había visto a su hijo, pero nadie le supo dar razón. En llegando a la sinagoga, advirtió que la puerta principal estaba cerrada y dio la vuelta para dirigirse a la entrada que daba a la parte posterior de la misma. Llegada a la portezuela por la que entraban los rabinos oficiantes, golpeó con la aldaba y esperó. Cuando estaba ya a punto de partir, suponiendo que Rubén ya había marchado, se abrió la mirilla y apareció el rostro de su marido que, precavido, antes de abrir, había adquirido la costumbre, cosa impensable en otros tiempos, de mirar a través de la rejilla, por ver quién era el que lo buscaba.
—¿Está con vos Benjamín?
La angustiada voz de su mujer, el tono de la misma y el hecho de indagar algo sin siquiera saludarlo encendió todas sus alarmas. En tanto retiraba el pasador y abría la puerta, Rubén preguntaba a su vez:
—¿Qué es lo que pasa, Esther? No, no está conmigo.
—Antes de las doce salió de casa y nadie sabe ni adónde ha ido ni qué iba a hacer, únicamente faltan su espada y su caballito de mimbre.
—Pero Gedeón y Sara...
Esther interrumpió al padre de sus hijos y en pocas palabras le puso al corriente de los avatares acaecidos aquella mañana. Rubén fue al interior y tras recoger su picudo gorro y colocárselo, cerró la puerta de la sinagoga y seguido de su ya ex mujer, se dirigió a paso rápido hacia su domicilio. Sara había vuelto de la casa de Myriam y Gedeón llegaba en aquel instante de la plaza del zoco. Al niño se lo había tragado la tierra. El desconcierto y la angustia se instaló entre ellos y cada uno en su interior se responsabilizó del dramático suceso. Para Esther era el castigo que le enviaba Yahvé por su infidelidad, para Rubén la pena por haber antepuesto sus obligaciones como rabino a las que sin duda tenía como padre. Gedeón andaba como alma en pena por no haber estado en casa aquella mañana a recoger a Benjamín como tenía por costumbre, cosa que de haber hecho nada de lo que estaban lamentando hubiera sucedido, y la pobre Sara pensaba por vez primera que tal vez sí fuera ya vieja y no se hubiera enterado bien de lo que le decía el niño.
—Me voy a ver al alguacil mayor, alguien ha de responder de esto y adecuar los medios necesarios para buscar a nuestro hijo. Voy a mostrarle los anónimos recibidos y me hará caso.
—No os dejarán salir de la aljama, las puertas están cerradas y tras ellas se amontonan una caterva de desalmados que no buscan otra excusa que alguien les provoque para asaltarla.
—Me haré acompañar de dom Mair Alquadex, él sabrá lo que haya que hacer.
Fue tarea inútil. Dom Mair intentó sin éxito salir de la aljama para entrevistarse con el alguacil mayor y, al no poder hacerlo, le hizo llegar una misiva a través de uno de los guardias que custodiaban la puerta de Minjoar diciendo que no se movería de allí hasta que llegara la respuesta. Esta llegó al cabo de dos largas horas de espera. Don Pedro Ponce de León, en una breve y desabrida nota, le informaba que entre sus funciones, en aquellos turbulentos días, no se hallaba precisamente la de hacer de ayo de niños perdidos judíos, cuyos padres, sin duda, habían eludido el deber de cuidar de ellos. Que tenía toda la ciudad soliviantada y que aquellas minucias no eran oficio de sus hombres, que buscaran dentro de la aljama, ya que, gracias a su providencia al haberla sellado, sería mucho más fácil el encontrarlo y, finalmente, que bajo ningún concepto salieran de los límites de la misma.
Rubén regresó a su casa con el ánimo encogido pese a que dom Mair le aseguró que haría una llamada al vecindario para que todos aquellos que no tuvieran cosas puntuales que hacer dedicaran su tiempo a buscar al niño. Cuando abrió la cancela del patio, por la expresión de Esther supo que, en su ausencia, algo grave había ocurrido. Ella se llegó hasta donde él cerraba la puerta y le entregó, con los ojos llorosos y una mirada desquiciada como de loca, una nota bañada en lágrimas. Rubén, temblando, desplegó la misiva y ante él apareció las ominosa y conocida caligrafía.
Vuestra terquedad ha condenado a vuestro hijo a las mismas penas que vuestros antepasados infligieron a Nuestro Señor. El niño será azotado, coronado de espinas y crucificado. Cuando todo se haya consumado, os diremos dónde debéis acudir a recogerlo para enterrarlo tal como hizo José de Arimatea. Con la salvedad de que él no resucitará al tercer día.
El amigo cuyo consejo desechasteis
En aquel instante el cuerpo de Esther se desmadejó y cayó al suelo del patio como un odre vacío.
Cuando Esther despertó, el piso de abajo de su casa estaba lleno de amigos y vecinos que habían acudido a su encuentro, pues la mala nueva había corrido por el barrio, en boca de las comadres, como una mecha encendida.
Nadie había visto a Benjamín desde la mañana, y por tanto nadie podía dar razón de su paradero. A su lado se hallaba Myriam velando su descanso y humedeciendo sus sienes con un pañuelo empapado con agua de verbena.
En cuanto sus sentidos rigieron, se incorporó en el lecho y, volviéndose hacia su amiga, indagó:
—¿Se sabe algo?
El sereno rostro de Myriam negó con un suave gesto.
—Oigo voces abajo, ¿quién ha venido?
—La casa está llena, Esther. Gentes que quieren ayudar y otras que acuden siempre que acontece alguna desgracia.
Los ojos de Esther se contrajeron y una mirada de odio contenido asomó en ellos.
—Myriam, bajad y decidle a Rubén que suba. Y luego, hacedme el más grande servicio que me haya hecho alguien jamás.
—¿Qué es ello, amiga mía?, que si está en mi mano ya está hecho.
—Id a la hostería donde se aloja Simón y ponedle al corriente de lo que pasa, que cualquier novedad que sepa me la haga saber a través de vos y, ¡por Yahvé, no me dejéis en este trance!
Partió la amiga y sin demora entró Rubén en la estancia. El gesto cansino y el rostro cariacontecido.
—¿Cómo estáis, Esther? —Desde la visita a la casa del gran rabino para firmar los documentos de la separación, evitaba el llamarla «esposa mía».
Esther se arrancó hecha un basilisco:
—No sé si era yo en mis aprensiones o erais vos con vuestra calma y vuestro sentido del deber el que pese a los anónimos sostenía que nada nos iba a pasar, el que iba a tener razón, pero los hechos son empecinados. Vuestra cerrazón, como yo temía, ha acabado perjudicando a esta familia y la vida de Benjamín corre peligro. Quiero que sepáis que si algo le ocurre a mi hijo no os lo perdonaré de por vida y maldeciré la hora en la que os conocí. Debíamos habernos ido cuando las cosas se torcieron y empezaron las amenazas, y quiero que sepáis que preferiría mil veces haber hecho apostasía de nuestra maldita religión y ser conversa en otra ciudad, y por tanto estar allende de estos malditos muros, que permanecer aquí como una oveja esperando que el cuchillo del
shohet
descienda sobre mi cuello y el de los míos. Pero ya sé, porque lo habéis repetido hasta la saciedad, que vos nos preferís a todos muertos, eso sí, dignamente, y conservando la religión de vuestros mayores. Jugad con vuestra vida, si es que os place y sois tan obtuso para no entender que la primera obligación de un buen judío es subsistir al precio que sea, pero no ofrezcáis en sacrificio la vida de aquellos que todavía no tienen criterio para decidir por sí mismos. ¿Qué es lo que os creéis que sois?, ¿acaso os habéis investido del poder de Yahvé para decidir quién debe morir y quién no?
Después de esta perorata, los sollozos interrumpieron el discurso de Esther y se dejó caer hacia atrás, reposando su cabeza sobre los almohadones. Rubén se llegó hasta su lado y fue a tomar su mano en un gesto de comprensión y consuelo.
—¡No me toquéis! ¡Dejadme y si algo queréis hacer por mí encontrad a mi hijo! Sabed que a partir de este momento me noto desligada de vos. Sentiré en el alma cualquier cosa que os ocurra, pero ya sois mayorcito y mi única obligación son los niños, ya que por lo visto su padre tiene otras prioridades.
Rubén, calmo y con una voz ronca que Esther no había conocido anteriormente, respondió:
—Es éste un triste final, Esther, voy a luchar por mis hijos, que lo son tanto como vuestros, con todas mis fuerzas, pero quiero que sepáis que sé que no es por este último argumento por lo que os pierdo, hace mucho que ya no sois mía. Estemos unidos por el bien de los niños en este trance y luego podéis marchar adonde queráis y tratar de ser feliz, prefiero recodaros como erais antes que como sois ahora y sabed que no os tomo en cuenta vuestras últimas palabras. Me habéis dado demasiada felicidad durante estos años para que un momento de ofuscación y rencor, que por otra parte comprendo, deshaga tan bellos recuerdos. Intentad recuperaros y unamos nuestras fuerzas para encontrar a Benjamín; tiempo habrá después para que me echéis en cara todos vuestros desafectos y rencores, que en el fondo son solamente rechazos hacia mi persona ante vuestro deseo de ser libre. No busquéis excusas, bien mío, no os hacen falta y pese a este triste final yo os amaré siempre.
Tras estas palabras, Rubén abandonó la estancia en tanto que un sollozo convulso sacudía a Esther de una forma incontenible.
El campo de Flossemburg, instaurado en 1938, estaba situado en Ober Baviera cerca de la frontera checa entre los de Buchenvald y Dachau y ocupaba una extensión de treinta hectáreas. Estaba rodeado de una doble cerca de alambre electrificada soportada por unos postes de hormigón curvos de más de cinco metros de altura. Unas torres de vigilancia, hechas de piedra con una sola entrada bajo cuyo tejadillo a cuatro vientos se abrían unas ventanas que permitían vigilar tanto el interior como el exterior del campo, se alzaban en las esquinas del mismo. Hacia la mitad de las alambradas, se elevaban unas casamatas de madera que cubrían toda la extensión del terreno y por cuyas aberturas asomaban las negras bocas de cuatro ametralladoras, acompañada cada una de ellas por un potente reflector móvil.