Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿Voy con vos y dejo atada la cuerda en la baranda de hierro?
—Voy solo, y no me vengas con prédicas de vieja que tu abuela te encargó que te ocuparas de mí. Estate atento a mi regreso y ayúdame a subir cuando te avise.
En tanto esto decía, Simón se colocó la capa de viaje sobre sus ropas, en cuyo hombro derecho había cosido el infamante círculo amarillo para mejor poder moverse por la aljama sin llamar la atención, y asomándose a la ventana, luego de mirar a través del callejón hacia la plaza de Doña Elvira, con un ágil salto se deslizó hasta el suelo, yendo a parar a los pies de la muchacha.
—A fe mía que habéis adoptado un ingenioso sistema para entrar en la judería.
—Escogí esta posada sin pensar, la suerte me ha deparado la ocasión y me limito a aprovecharla, pero decidme qué ha pasado.
—Vayamos a algún sitio más disimulado, las calles están llenas y no es conveniente que alguien me descubra hablando con un desconocido en tal día como hoy.
—Seguidme, a la vuelta de la esquina vive un guarnicionero al que le he dado a ganar buenos dineros, en la trastienda de su negocio podemos hablar.
Partieron ambos como dos conspiradores mezclándose entre la gente que inquieta y preocupada iba a sus negocios queriendo de esta manera dar un tono de normalidad a sus vidas, deseando ignorar el peligro que se cernía inminente. Llegaron hasta el Mesón del Moro y doblando el muro estaba el establecimiento del guarnicionero sobre cuya puerta un cartel anunciaba su oficio y el patronímico de la ciudad de procedencia. «CUEROS Y ARREGLOS DE TAFILETERÍA» «EL SEGOVIANO» y luego al lado de la puerta, y en letras de menor tamaño, se podía leer: «Se componen Bridas, Barrigueras, Cinchas, Francaletes, Colleras, Apelazos, Cabrestros, y Morriones», aquí la lista de los remiendos que hacía el Segoviano estaba medio tapada por un bando de reciente disposición y que por indicación de Myriam, que quería asegurarse de que nadie les había seguido, se detuvieron a leer antes de entrar.
QUIERO, MANDO Y ORDENO QUE:
NADIE DE LOS JUDÍOS DE LA ALJAMA ABANDONE NI AUN POR CAUSA JUSTA Y CONOCIDA LOS LINDES DE LA MISMA. NI CON NI SIN RAZÓN INTENTE VALERSE DE SALVOCONDUCTO EXPEDIDO ANTES DE LA FECHA DE ESTE BANDO PARA INTENTAR SALIR HACIA OTRA CIUDAD O INSTALARSE EN DOMICILIO EXTERIOR A LOS LÍMITES NI AUNQUE SEA PROPIO. LOS PARIENTES QUE ALOJARAN EN SUS CASAS A DEUDOS O AMIGOS RECAERÁN EN LAS MISMAS PENAS QUE CAIGAN SOBRE ÉSTOS Y QUE COMENZARÁN, A CRITERIO DE LOS JUECES, EN EL PAGO DE MULTAS DE MIL MARAVEDÍES PARA ARRIBA, CINCUENTA AZOTES Y EN CASO DE QUE ALGUIEN INTENTARE SACAR SUS BIENES DE LA ALJAMA, HABIDA POR GENEROSIDAD Y GRACIA DEL AMADO Y DIFUNTO MONARCA JUAN I, INTENTANDO, DE ESTA MANERA VIL, HURTARSE DE PAGAR LOS DEBIDOS PECHOS AL REY, RECAERÁ SOBRE EL QUE TAL HICIERE, LA PENA CAPITAL.
DADO EN SEVILLA A 4 DE JUNIO DE 1391
FIRMADO
EL CORREGIDOR MAYOR,
DON PEDRO PONCE DE LEÓN,
SEÑOR DE MARCHENA
Leído el bando y ante la ausencia de inoportunas miradas, Myriam y Simón se adentraron en la tienda del guarnicionero. Estaba el hombre en su banco con la lezna en la mano remendando la cincha de una cabalgadura y colocándole una hebilla nueva cuando, al apercibirse de la presencia en la cancela de ambos, levantó la vista del trabajo que estaba concluyendo y reconoció al punto a aquel tan buen cliente que en días anteriores le había proporcionado buenos maravedíes por el arreglo y repaso de una cantidad grande de arreos, amén de la compra de una excelente silla de montar repujada en plata y confeccionada al estilo árabe.
—Que Yahvé presida vuestros días, maese Pérez.
—Que Él os acompañe, ¿a qué debo la visita de vuestra persona?
Myriam se mantenía en un discreto y segundo plano.
—Necesito me prestéis vuestra trastienda durante un breve tiempo, debo mantener una conversación lejos de oídos indiscretos y en días como hoy los figones y tabernas están llenos de desocupados que distraen sus ocios metiendo sus orejas donde no les incumbe.
—Dom Simón Silva, clientes como vos honran mi casa, ¿cómo voy a negaros favor tan sencillo? Lo único es que el lugar no está acondicionado para recibir a visitantes de calidad y que al ser almacén de cueros los olores no son ciertamente gratos para el sensible olfato de una dama.
Al decir esto último, el adulador comerciante cruzó con Simón una elocuente mirada referida a Myriam.
—No importa, sabremos disimular el inconveniente y sabré agradeceros el favor.
El hombre se levantó del banco donde estaba trabajando y en tanto se despojaba del mandil de cuero y dejaba sobre él la lezna que estaba manejando para mejor atender a sus visitantes alegó:
—Comprendo que busquéis un lugar discreto para conversar con una dama, hoy en día no se puede acudir a ningún sitio sin sufrir molestias. Ayer, sin ir más lejos, en la plaza del Pozo Seco un bribón intentó meterme el «dos de bastos» en la faltriquera para sacarme el «as de oros»
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en tanto su socio me preguntaba la dirección de una calle para mejor distraerme.
El guarnicionero introdujo a la pareja en un pequeño cuchitril y se apresuró a acercar un par de banquetas que aparecían arrimadas a la pared en tanto que, melifluo, decía:
—Siento no poder ofreceros nada más acorde con vuestra categoría pero esto es apenas un pequeño desahogo donde guardo trozos de cuero para remiendos pequeños, así de esta manera no debo bajar al almacén a cada momento.
—No os preocupéis, estaremos bien y sobre todo alejados de escuchadores indiscretos.
—De eso podéis estar seguro, nadie que no pase antes por la tienda tiene acceso hasta aquí y yo me ocuparé de que tal no ocurra hasta que vuestra merced tenga a bien avisarme.
Y, tras estas serviles palabras, el hombrecillo del delantal de cuero se retiró cerrando la puerta tras de sí.
Myriam se despojó de la capucha dejando en el respaldo del banquillo la capa en tanto que Simón, tras hacer lo propio, indagaba ansioso:
—¿Por qué tanto misterio?, ¿qué es lo que pasa?
—Mi marido está de viaje y todavía tardará un tiempo en regresar pero es muy celoso, no quisiera que alguien nos viera y fuera a tener problemas a su vuelta. Esto lo hago por Esther, la condición de la gente es muy mala y nada hay que destroce mejor el buen nombre y la honra de una dama que la maledicencia, que siempre es hermana de la envidia, y que alguien intuya maldad donde únicamente hay un recado que dar porque una amiga esté en grave apuro.
—¿Qué es lo que pasa, Myriam?, ¡hablad de una vez!
La mujer se había sentado en el escabel y Simón permanecía en pie ante ella.
—Han raptado al hijo de Esther y le han enviado un terrible y amenazador anónimo diciendo que van a crucificar al pequeño; como podéis comprender, la madre está al borde de la hipocondría, me ha encargado que os lo diga y que hagáis todo cuanto esté en vuestra mano para encontrarlo.
Ante la noticia, quedó Simón anonadado y a lo primero, sin respuesta. Luego las preguntas y aclaraciones se fueron sucediendo hasta que se hizo cargo de toda la situación en su conjunto. Preguntó el cómo, el cuándo, qué era lo que decía el anónimo y cuál era la actitud adoptada por el padre del niño. Myriam le fue aclarando hasta donde ella sabía. De ello dedujo Simón que alguien había aprovechado el terrible clima de inseguridad que reinaba en aquellos días para asestar un golpe terrible a aquella familia, guiado sin duda por su rencor personal, ya que por lo visto no reclamaba rescate alguno; por tanto el móvil no era económico, de otra forma algo así era inconcebible.
—No se me alcanza por el momento lo que pueda hacer, pero decidle a Esther que voy a dedicar al asunto todo mi tiempo y empeño. Voy a indagar por posadas y figones principalmente fuera de la aljama y si descubro alguna cosa me pondré en contacto con vos, a través de Domingo mi criado, para que le trasmitáis cualquier averiguación a la que tenga acceso. Visitaré las tahonas del exterior, iré al afamado barrio del Compás donde se aloja la flor y nata de los malandrines sevillanos, por ver si capto algo, ya que imagino que, tal como decís, el interior de la judería estará registrado por muchas más personas que desde este instante ya estarán buscando al niño y que al día de hoy no pueden salir al exterior. —Aquí hizo una pausa y luego prosiguió—: Decidle que la amo con todo mi corazón, que sé cuánto sufre, que no he de parar hasta saber algo y que cuando esto ocurra nos ocuparemos de poner en marcha nuestro proyecto de futuro, que ahora lo único importante es su hijo, y gracias, Myriam, por arriesgaros tanto por nosotros.
—Lo hago con gusto y nada es demasiado para aliviar el pesar de mi mejor amiga, hacedme saber cualquier novedad que descubráis a través de vuestro criado y, ¡haga Yahvé que sea pronto!
La mujer tras estas últimas palabras, se puso en pie y tomando su capa del respaldo se la colocó sobre el brial, echándose la cogulla sobre el rostro.
—Dejadme partir a mí en primer lugar, no es bueno tentar a la fortuna. Prefiero salir sola. Adiós, Simón.
Salió Myriam a la tienda y con una breve inclinación de cabeza dedicada al guarnicionero que estaba de nuevo en su banco de trabajo, ganó la calle.
Dos horas después de que la Gestapo se llevara a sus amigos, un aterido y acongojado Karl Knut, luego de descender hasta el suelo bajando por el canalón del desagüe que se deslizaba por el ángulo del edificio, cruzaba el parque, silencioso y encogido como un gato ganando la calle, tras saltar la verja que delimitaba la posesión que había pertenecido a los Pardenvolk y se mezclaba entre las gentes que, saliendo de los refugios, regresaban a sus casas para ver los desperfectos que hubieran podido causar las bombas, pese a que, en aquella ocasión, el ataque aéreo había sido en otras zonas.
Karl estaba desorientado. Vortinguer y Glassen habían muerto sin duda y Sigfrid había caído en manos de la Gestapo. Su suerte estaba echada.
De momento y sin saber bien el porqué, se encontró caminando en dirección a Menzelstrasse hacia el convento de las Adoratrices. En el recorrido pudo observar edificios derruidos en anteriores
raids
aéreos en la mitad de una manzana, que parecían inmensas melladuras en la boca de un monstruo gigantesco. Grupos de gentes, aprovechando la calma y la luz naciente del día, se afanaban en buscar, entre los calcinados escombros, objetos queridos o tal vez enseres ajenos que les hicieran falta en sus viviendas y que estuvieran abandonados porque sus propietarios hubieran muerto. Patrullas de vigilancia rondaban en coches por las calles y en un momento dado le pareció prudente meterse entre las ruinas de un inmueble y trajinar una vieja mecedora simulando estar buscando algo. Cuando la patrulla se alejó, tiró a un lado el deteriorado balancín y siguió su camino. Sus ideas se iban aclarando. Fritz Glassen, el pusilánime camarada de las primeras horas que, pese a sus miedos, siempre cumplía con su deber, había muerto al igual que Vortinguer; este último había sido un buen compañero y, pese a no ser comunista, había luchado junto a ellos hombro con hombro defendiendo Alemania desde otro prisma. Sentía con igual intensidad sus muertes, pero sabía que no habían tenido tiempo de torturarlos. Otra cosa era Sigfrid. No estaba en su mano ayudarle y rezar no era lo suyo. No creía en Dios. Su Dios era José Stalin y al parecer estaba muy ocupado. Entonces cayó en la cuenta del motivo que le traía al convento de las Adoratrices. Necesitaba el consejo de Poelchau. Si todos los curas fueran como aquél tal vez volviera a creer en el Dios al que le hacía rezar su madre cuando era pequeño.
Llegó hasta la capilla de Saint Joseph Kirche y buscó a la hermana Charlotte. Esta acudió a la sacristía en medio de un rumor de cuentas de rosario. Al ver la expresión de su barbudo rostro se asustó.
—¿Qué ha ocurrido?
Karl no respondió a su pregunta.
—Hermana, avise al padre Poelchau.
La superiora, ante el aspecto del hombre, se asustó y partió a avisar al sacerdote. Éste llegó al cabo de un cuarto de hora. Al oír sus pasos en el corredor de la sacristía, Karl se levantó del camastro. El religioso, tras un discreto golpe en la puerta, se introdujo en la pequeña estancia y, prevenido por la hermana, ordenó sin demorarse:
—Cuéntame qué ha pasado. Hay demasiado en juego.
Knut se llevó el reverso de su diestra a la cara y se enjugó los enrojecidos ojos.
—Ha sido horrible, padre. Han matado a Glassen y a Vortinguer y a Sigfrid lo ha cogido la Gestapo.
Poelchau quedó unos instantes en silencio y luego ordenó:
—Explícamelo todo con pelos y señales y deprisa, si Sigfrid se va de la lengua, estamos perdidos.
—No hablará, puede que lo maten pero no hablará.
—No estés tan seguro. He conocido a hombres durísimos que se han venido abajo.
—Él no.
—No es tiempo de porfías, siéntate y habla.
Ambos hombres se acomodaron en los catres y Karl relató al cura las vicisitudes acaecidas aquella terrible madrugada.
Cuando finalizó, habló Poelchau:
—Vamos a esperar que Dios le dé fuerzas. Si habla estamos perdidos, pero es imposible ocultar a las personas que escondo en mi casa cambiándolas de lugar; hay un matrimonio mayor y ella no puede moverse, amén que perjudicaría grandemente a las hermanas si me ocultara. La Gestapo no distingue, cuando detiene a alguien, si es un religioso o un seglar. Los hábitos no son una salvaguarda como en otras épocas y no creerían que las monjas ignoraban mis actividades. A ti hay que quitarte de en medio. Eres una bomba de relojería, no puedo perjudicar al convento.
—Estoy desorientado, padre, no sé qué hacer. Al esconderme aquí cuando apresaron al jefe de mi célula, no tuve tiempo de avisar a mi contacto de lo que iba a hacer. Si tengo algún mensaje será en mi buzón secreto, en donde mi correo deposita cualquier carta o nota que llegue a mi antiguo domicilio si es que no he comparecido por mi casa. No es la primera vez que me he tenido que ocultar.
—No entiendo.
—Es fácil, padre. Mi portero es un buen comunista. Cuando voy a casa me da las cartas en mano pero si por circunstancias no voy, su mujer, al cabo de dos días, deposita lo que haya en un falso cepillo de la iglesia de San Bartolomé cuyo párroco está sobre aviso. El cepillo está en el altar dedicado a san Tarsicio protomártir y yo tengo la llave. Si tengo alguna orden del Partido allí estará.