La Saga de los Malditos (98 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Lo siento, señora, en tiempo de guerra primero son los militares.

La mujer se retiró cerrando la puerta violentamente y murmurando frases sobre «la maldita guerra» y Eric se encaramó en el asiento posterior. El coche era un Horch, la prestigiosa marca de los cañones cruzados, que había vivido mejores épocas. La tapicería desgastada, las alfombrillas agujereadas, el cenicero lleno de colillas; el conductor, un hombre ya entrado en años, que observó su examen a través del espejo retrovisor, pareció excusarse.

—Son los tiempos, no vale la pena ocuparse de conservarlo limpio. Faltan taxis, el coche hace dos turnos, cuando lo dejo yo lo coge mi cuñado.

—No tiene importancia, está bien así.

—¿Adónde vamos? —indagó el conductor.

—Blumen esquina Schilling, cerca de Alexanderplatz.

El hombre puso la primera y el poderoso motor de seis cilindros impulsó suavemente el vehículo.

—No ha bajado la bandera —indicó Eric al observar que el hombre se había olvidado de poner en marcha el taxímetro.

—A los héroes de los submarinos los llevo gratis.

—No tiene por qué hacerlo, paga la marina.

—Con mayor motivo. —Luego comentó con sorna—: Iba yo a subir a la gorda esa pudiendo llevar a un oficial del arma con más prestigio del Reich.

—Bueno, pues muchas gracias.

El chófer tenía ganas de hablar y a Eric le vino bien enterarse de todo lo que iba ocurriendo en la retaguardia.

Durante el trayecto pudo observar los desperfectos causados por las bombas aliadas en su ciudad y maldijo el momento en que aquel loco había alcanzado el poder. Al cabo de quince minutos llegaron a su destino. La casa que sus padres poseían en Berlín, y que usaban cuando venían a la capital, se mantenía en pie y el barrio no parecía
ser
el
más
damnificado. El coche se detuvo junto a la acera.

—¿Le va bien aquí?

—Perfectamente. ¿Insiste usted en no cobrar?

—Es un honor el que usted me hace. Cuando esta noche se lo cuente a mi nieto, que cuando sea mayor quiere ser submarinista, no se lo va a creer.

—Entonces, si me lo permite, le voy a hacer un regalo para el niño.

El hombre se giró en su asiento y lo observó con curiosidad. Eric rebuscaba en su bolsa de viaje. Al poco encontró una fotografía de su nave, obtenida por su amigo Winkler desde la nave nodriza en uno de los repostajes; sacó el capuchón de su Montblanc y preguntó:

—¿Cómo se llama su nieto?

—Richard.

En tanto escribía, fue deletreando.

—«A Richard, futuro compañero de armas. Su amigo, Eric Klingerberg.»

Luego sopló sobre la imagen a fin de secar la tinta para que no se corriera sobre la satinada superficie y se la entregó. El conductor encendió la lucecilla del espejo y, calándose los lentes observó la fotografía.

—¡Se va a morir, señor! En nombre del niño y mío propio, le doy mis más efusivas gracias.

—No tiene importancia. —Y aclaró—: Está hecha en un punto del Atlántico norte desde otro barco.

—¡La voy a ampliar y la voy a colocar en un marco, a mi cuñado le va a dar un ataque de envidia! Muy amable, capitán, muchas gracias.

—Teniente, solamente teniente, y el agradecido soy yo.

Descendió del coche, se abrochó el cinturón de su trinchera azul, se puso la gorra, tomó la bolsa y, cerrando la portezuela, tras saludar con la mano libre al amable taxista se dirigió a la casa de sus padres.

El reloj de la torre del edificio de la Winterthur que se hallaba al otro lado de la calle, marcaba las diez de la noche. La portería estaba cerrada. Los transeúntes pasaban por su lado, como si viniera de tomarse un café en el bar de la esquina sin darse cuenta de que regresaba de una patrulla por el océano en la que había estado a punto de morir en varias ocasiones, y que a su vez había ayudado a hundir una exorbitante cantidad de naves enemigas que se habían ido al fondo del mar, arrastrando consigo una inmensa cantidad de hombres que tenían mujer e hijos a los que nunca más volverían a ver.

Extrajo el llavín del bolsillo del pantalón y, abriendo la pesada cancela de hierro, se introdujo en el viejo y suntuoso portal. La memoria del olfato lo retrotrajo a tiempos más felices. El silencio era absoluto y recordó las dos veces que había subido con Hanna, en ausencia de sus padres y venciendo sus escrúpulos, a hacer el amor.

Tomó el viejo ascensor que subía encajonado en una jaula de alambre y pulsó el botón del cuarto. El camarín crujía en tanto ascendía lentamente. Se miró en el espejo y casi no se reconoció. Barbudo, macilento y agotado. Su cansancio, más que físico, era de otra índole. Su vida y la de su querida Alemania caminaban hacia un fatal desenlace. El mundo estaba en contra de ellos por causa de las barbaridades que aquella pandilla de enajenados había obligado, por vía democrática, a hacer al buen pueblo alemán. Y el mismo pueblo que había dado a luz genios como Wagner, Beethoven, Goethe, Schopenhauer, Shubert y tantos otros, en todas las disciplinas tanto artísticas como científicas, había caído en errores imperdonables.

La cabina del elevador de detuvo en el cuarto piso. Cuando estaba cerrando las puertas se abrió la de sus vecinos de toda la vida y, curiosa, asomó la señora Eckberg, vestida de riguroso luto, que quedó un tanto sorprendida al verle. A lo primero no le reconoció. Luego se iluminaron sus facciones, salió al rellano y llorando, se abrazó a él. Eric permaneció quieto un instante respetando su dolor, luego indagó el motivo. Su hijo mayor, con el que, en infinidad de ocasiones, había jugado de pequeño, había muerto, aún no hacía una semana, en el frente de Rusia. Eric la consoló cómo pudo.

—Mi marido —le dijo entre hipos y lágrimas—, desde que llegó la noticia no se ha levantado de su sillón.

—Es una guerra terrible, señora Eckberg. ¡Ánimo!

—¡Si al menos su muerte y la de tantos jóvenes sirviera para algo...!

Luego cambió de tema.

—La semana pasada estuvo tu padre, entró a darnos el pésame. ¿Sabe que ibas a venir?

—Ni yo lo sabía. Estoy en misión especial, mañana los llamaré a Essen.

Se despidieron y Eric se metió en su casa.

Todo estaba igual que siempre. El tiempo se había detenido entre aquellas paredes. El gran cuadro presidiendo el recibidor que representaba la batalla de Solingen, bajo él, el alargado sofá de torneadas patas tapizado de almohadones a rayas salmón y gris, a juego con el respaldo, el rincón del paragüero y al otro lado, junto a la puerta que daba al salón grande, la consola donde se dejaba la correspondencia. Solamente había una carta, supuso que su padre se había llevado las que hubiere encontrado. Él, tras tantos meses, no esperaba ninguna. Se acercó, estaba dirigida a él y no llevaba remite. Rasgó el sobre con vehemencia y desplegó la hoja de papel.

Únicamente se leía una frase:

Ponte en contacto con la hermana Charlotte, superiora del convento de las Adoratrices.

Karl

Armagedón

Amanecía el 6 de junio de 1391. Las llamas de las antorchas iluminaban temblorosas y fantasmagóricas una madrugada de perros. La multitud vociferante se había aglomerado frente a las tres puertas de la aljama, pero no satisfecha con tal medida estaba ya apoyando escaleras en los contrafuertes del muro ante la pasividad de los guardias que, desde las garitas y las casamatas que guardaban las esquinas de la muralla, observaban inquietos, conscientes de que eran incapaces de detener aquella marea humana.

Los gritos, las imprecaciones y los reniegos invadían el aire y de esta guisa se iban dando ínfulas unos a otros, esperando a que alguien osara ser el primero en liderar el asalto. Súbitamente, ante la Puerta de las Perlas apareció un grupo portando un ariete y sin demora comenzó a golpear, con saña y al ritmo que marcaba uno de los cabecillas que dirigía el cotarro, el centro de las gruesas hojas de roble macizo que resistían crujiendo el brutal envite.

Esther, que había recibido la tarde anterior el mensaje de su amiga, lloraba desconsolada sin saber qué más podía hacer y a dónde dirigirse para buscar a su hijo. Las gentes que anteriormente habían colaborado en la búsqueda, se habían retirado para ocuparse de sus cosas ante la gravedad manifiesta de la situación. El sol aún no había salido y ya andaba ella por las calles enloquecida, acompañada del viejo criado, ora indagando ora preguntando y siempre gritando a voces el nombre de Benjamín. En cada una de sus angustiadas demandas subyacía la angustia desesperada de una madre doliente a la que le han arrancado el motivo principal de su existencia.

Rubén, totalmente desbordado por las circunstancias por las que estaba atravesando su familia, no tenía más remedio que atender a cuantas personas acudían hasta él en busca de consuelo y amparo, sin dejar por ello de ir gestionando la situación y enviando a gentes de su confianza a todos los mentideros de la ciudad a fin de que le informaran de cualquier rumor o novedad que tuviera algo que ver con la desaparición de su hijo. Para ello había organizado su cuartel general en la sinagoga, y desde allí igual aconsejaba a uno de sus feligreses que atendía al portador de cualquier nueva que le pudiera conducir hasta Benjamín.

Simón se había pasado la tarde anterior, luego de la visita de Myriam y acompañado de Seis, cuya envergadura le facilitaba mucho las cosas en aquellos ambientes, visitando figones, tugurios y lugares de encuentro, sobre todo en aquellos locales donde la clientela era de la más baja condición y particularmente en el barrio del Compás, por si a sus oídos llegaba alguna noticia que le aportara luz sobre el lugar o la circunstancia del rapto del hijo de su amada. En ocasiones hizo correr la confidencia de que «alguien estaba dispuesto a recompensar generosamente a cualquiera que le aportara la más pequeña luz sobre la cuestión» y el lugar donde, si la hubiere, tenía que remitir la noticia.

La mañana había salido y a la sinagoga de Rubén fueron llegando nuevas alarmantes. La multitud había saltado los diques de contención de la muralla por varios lugares y las hojas de la Puerta de las Perlas habían cedido, dando paso a una riada de elementos incontrolados que había ya incendiado las casas de los barrios extremos y degollado a varias personas. Grupos de aterrorizados judíos iban acudiendo junto a su rabino y se arremolinaban en las puertas del templo discutiendo posibilidades y en busca de no se sabía qué consuelo o qué seguridad. Un Rubén apesadumbrado y sereno desde la
bemá
se dirigía a todos los presentes dando ánimos y diciendo que Adonai estaba sobre todas las cosas, que nada ocurriría sin su consentimiento y que si enviaba a su pueblo aquella prueba de desolación y quebranto era porque por sus pecados la habían merecido. En un momento dado, un acólito, le comunicó que Esther lo buscaba en la dependencia posterior. Rubén se excusó con los asistentes y, descendiendo el peldaño de la tarima, se dispuso a acudir junto a la madre de sus hijos. Su visión le impresionó. La mirada perdida, los cabellos desparramados por su espalda, sin redecilla ni cofia alguna, el escote de su pellote desgarrado, el borde de su brial deshilachado y lleno de manchas y las
sankas
llenas de barro hasta los tobillos, parecía talmente la imagen de la locura.

—Benjamín sigue sin aparecer, ¿qué hacemos ahora?

—Todo lo que está en mi mano ya está hecho, pese a las circunstancias por las que está pasando la aljama tengo hombres registrando todos los rincones. Más no cabe hacer, ahora estamos todos en manos de Jehová, y pensad que, ante lo que se avecina, lo nuestro es una gota de agua en el mar, aunque entiendo que es nuestra gota.

—¡Ya os dais cuenta de lo que vuestro Dios permite que le ocurra al pueblo escogido!, ¡para este viaje no hacían falta alforjas!, ¡quizás fuera mejor que no nos hubiera escogido! ¡Perdonadme, Rubén, un dios que permite que estas cosas sucedan ya no me interesa!

—Desbarráis y lo comprendo, pero no es éste el momento de dilucidar el porqué de los designios de Yahvé. Si me admitís un consejo, en este tiempo de tribulación solamente cabe que rezar.

—¡Vos todo lo arregláis orando! Yo prefiero morir buscando a mi hijo pero quiero, antes de partir, deciros algo: ¡adiós, Rubén! Presiento que ésta es la última vez que nos veremos en este mundo y no sé si hay otro. He intentado ser hasta el final una buena esposa, nunca os engañé diciendo que os amaba, pero encuentre o no a mi hijo, si es que no muero en el intento, marcharé de vuestro lado para siempre.

—Si cambiáis de opinión o algo no sale como habéis planeado, si salgo de esto con bien, sabed que os esperaré siempre, y ahora permitid que intente aliviar la angustia de tantos que me buscan.

Simón y Domingo habían acudido a la cuadra para enjaezar las cabalgaduras, cincharlas, embridarlas y colocarles las alforjas, por si fuera necesario huir rápidamente. Simón estaba decidido a agotar las posibilidades de encontrar al pequeño Benjamín pero, habiéndole llegado noticias de lo que estaba ocurriendo dentro de la aljama, estaba dispuesto a salvar la vida de su amada aunque fuera en contra de su voluntad y a pesar suyo.

En aquella situación la ventaja de la ubicación de su posada era inmensa, ya que con su agilidad y la fuerza de Seis el salir y entrar de la aljama saltando y regresando por la ventana de su habitación no representaba dificultad alguna. Las calles de la judería eran un pandemónium de gentes, yendo y viniendo como hormigas ciegas sin tino ni concierto alguno, y las noticias que llegaban de los barrios extremos eran alarmantes e inciertas.

Simón había concebido un plan, ya que era consciente de que la hora suprema había llegado y ya no cabía aguardar fecha alguna. Había que huir de Sevilla y alejarse antes de que aquella hoguera lo arrasara todo. No estaba dispuesto a permitir que el destino gobernara de nuevo su vida sin luchar hasta el final para que las cosas sucedieran como él las había planeado. Por la mañana se había llegado a la aledaños del Guadalquivir, y en la orilla donde se hacían las transacciones comerciales había alquilado la galera de un mercader fenicio que había descargado el día anterior y al que le vino de perlas encontrar un cliente que le arrendara la nao hasta Sanlúcar donde, sí, tenía carga para regresar a su país bordeando la costa en cabotaje tocando varios puertos de la ribera mediterránea, ya que su bajel solamente podía navegar viendo tierra. En él pensaba Simón embarcar a Esther y a sus hijos, caso que encontrara a Benjamín, junto con sus criados, y así mismo meter en ella su equipaje, el de Domingo y los caballos. Una vez en Sanlúcar ya se ocuparía de encontrar una carabela que lo condujera lejos de la península Ibérica. Por el contrario, y caso de no hallar al niño, según y cómo fueran las cosas, escondería a Esther y a los suyos en cualquiera de las alquerías que bordeaban el río y, cuando las aguas volvieran a su cauce, regresaría a Sevilla para seguir buscando a Benjamín, ya que intuía que sin su hijo, o por lo menos sin la certeza de conocer cuál había sido su destino, su amada se negaría a partir. En cuanto a Rubén, en aquellos momentos, ni le venía a las mientes, tal era el trágico futuro que auguraban los acontecimientos. Solamente cabía esperar y ver en qué paraba aquel drama y, según cómo finalizara, actuaría. Al fin y a la postre, Esther ya era una mujer divorciada y por lo tanto independiente.

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