Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Llegaron a la cuadra y, cosa rara, no vieron a nadie a su cuidado. La mula estaba comiendo en el pesebre y los caballos relincharon y piafaron alegres, presintiendo la llegada de sus amos.
Peludo,
que iba sujeto a Seis por la correa, solamente entrar en la cuadra, se puso a olfatear el aire moviendo inquieto el rabo.
—Suelta al perro, Domingo, y vamos a embridar los caballos. Si cuando terminemos no ha aparecido nadie, dejaremos los dineros de la cuenta en uno de los pesebres y partiremos.
El gigante se agachó y, soltando el gatillo de la trailla, dejó suelto al animal, que comenzó inquieto a seguir rastros por la cuadra.
—Debe de olfatear alguna rata, amo.
Ambos hombres dejaron a la vez de atender las idas y venidas del animal y se dedicaron enjaezar a los caballos. Las sillas, las bridas y el resto de arreos estaban en la pared, colocados sobre unos vástagos de hierro que sobresalían de la misma.
Domingo comenzó por la mula, ya que, siendo el animal más díscolo, siempre le ocasionaba más trabajo y Simón principió a embridar a su caballo. Iban ya por la mitad de la faena cuando los ladridos de
Peludo
hicieron que ambos pararan en su quehacer y atendieran al extraño comportamiento del can. Éste, de pie sobre sus cuartos traseros, ladraba sin parar hacia el altillo superior al que se accedía mediante una escalera de mano que yacía arrumbada junto a una de las paredes.
—Arriba entre la paja debe de haber una rata grande, si no, no se pondría de esta manera, amo.
—Déjalo que ladre, el instinto guía a los animales y es inútil luchar contra ello.
Siguieron ambos a lo suyo, pero el perro no cejaba.
—¿Me dejáis que lo suba?, la rata debe de ser enorme y no es bueno contrariar el olfato de un can; si no se les permite actuar cuando su instinto los acucia, luego creen que aquel olor no es perseguible y en otra ocasión no señalan la presa.
—Haz lo que mejor te cuadre, pero primero termina de enjaezar tu caballo.
Seis se dio buen tino y al poco subía por la escalera de gato con
Peludo
sujeto entre sus brazos. Simón seguía a lo suyo cuando vio asomar la cabeza de Domingo que, desde el altillo de arriba y venciendo los histéricos ladridos del perro, le quería decir alguna cosa. Dejó lo que estaba haciendo y luego de sujetar al caballo en una anilla de la pared, salió hacia la parte exterior para mejor oír lo que le quería decir Seisdedos.
—Si no haces callar al animal no te puedo oír, Domingo.
El otro colocó sus manos en bocina junto a su boca y soltó un escueto:
—Subid amo, esto es muy raro.
Encaramose Simón por la escala de barrotes y, nada más asomar la cabeza al nivel del suelo superior, pudo observar como el perro se había encaramado sobre las balas de paja y se descosía ladrando hacia el tabique de madera del fondo que tenía enfrente, sin intentar rascar con las patas buscando rata alguna. Terminó Simón de subir la escalera cuando ya Domingo, provisto de una horquilla de cuatro puntas que halló clavada en una de ellas, comenzó a apartar la paja con golpes certeros y poderosos. Ya llegaba al final de la tarea cuando por la escalera asomó el rostro demudado de Felgueroso que interpeló desabrido:
—¿Qué es lo que hacen aquí arriba vuesas mercedes, si es que se puede saber? ¡Dejen esto y bajen de inmediato abajo que es donde tienen sus cabalgaduras!
En la actitud del dueño de la cuadra y en el tono conminador vio Simón algo extraño a la vez que Domingo, con aquel raro sentido de la anticipación del que hacía gala en contadas ocasiones y con voz contenida, murmuró:
—Amo, lo que buscáis está cerca.
Y apenas dicho lo dicho comenzó a retirar con violencia las balas de forraje que ocultaban la pared del fondo.
Entonces Felgueroso se equivocó, y a la vez evidenció que algo muy importante se ocultaba tras el fondo del altillo. Acabó de subir la escalera y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre el gigante con ánimo de impedir que acabara de apartar la paja. Ni tiempo tuvo Simón de actuar. Cual si un molesto insecto le quisiera obstaculizar la tarea, Seis, al notar sobre su espalda el peso del otro, hizo con los hombros un ligero escorzo rotando, y el socio del bachiller salió volando por los aires aterrizando en el enlosado suelo del piso inferior. Los gritos del individuo advirtieron a su coima que estaba en un cobertizo vecino a la cuadra y éste acudió presto, creyendo que se había prendido fuego o algo parecido.
—¿¡Qué es lo que ocurre aquí!?
El otro se limitó a decir:
—¡Ved que lo han hallado!
La frase espoleó a Domingo que, en dos patadas, dejando a un lado la horquilla, ayudado por Simón, terminó de retirar las balas de paja que ocultaban el portillo, instigados ambos por los ladridos de
Peludo
que intuía la presencia de su antiguo compañero de juegos. El individuo del ojo velado ya estaba asomando en el mismo borde del altillo portando un cuchillo de monte en la boca, en tanto que su compañero, mientras daba voces llamando en su auxilio a dos mozos que trabajaban para él y que ya aparecían por el fondo de la cuadra, le seguía escaleras arriba. Simón estaba absorto en el grueso candado que aparecía ante sus ojos cuando la voz de Seis le previno:
—¡Cuidado amo, nos requieren cuatro!
Ante el aviso de su criado, Simón dejó de atender el asunto del candado y, tomando del suelo el tridente que había abandonado Seis y una gualdrapa vieja que colgaba de un clavo, se dispuso a repeler el ataque. Felgueroso ya había a su vez coronado la escalera y la tropa de refresco subía por los laterales del altillo. En aquel limitado espacio se iban a enfrentar contra cuatro individuos cargados de malas intenciones.
—¡Yo os voy a enseñar a meter las narices en negocios que no os incumben! ¡Por mi vida que pagaréis cara vuestra osadía!
Simón, ante la amenaza de Barroso, avanzó la punta del tridente, cual si fuera un reciario
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, hacia el rostro del bachiller en tanto hacía voltear la gualdrapa sobre su cabeza. El otro se agachó girando a su alrededor, cuchillo en mano y con un odio siniestro brillando en su única pupila. En tanto, los otros tres se habían ido hacia Domingo. En un momento determinado, cual si se tratara de un ritual, aquel ballet siniestro se puso en marcha, evocando una primitiva danza de la muerte. El grito de un niño rasgó el aire e hizo de desencadenante de lo que ocurrió a continuación. Simón y Seis se dieron cuenta al unísono de que no podían perder tiempo en aquel envite. Uno de los mozos de cuadra, el más corpulento, se vino hacia Domingo, éste flexionó las piernas y dejó que medio cuerpo del otro pasara sobre su hombro izquierdo, enderezándose acto seguido. Con el corpulento individuo sobre su hombro dio medio giro y, cual si de un corderillo se tratara, lo lanzó por los aires sobre su compañero de fatigas, que recibió el impacto de aquel montón de libras yéndose ambos a estrellar sobre el enlosado suelo de la planta baja de la cuadra, dándose una descomunal costalada. Uno quedó allí aullando y cogiéndose con ambas manos la rodilla izquierda, en tanto que sobre el otro, que intentaba subir de nuevo, se lanzaba gruñendo, la sombra, canela y negra, de
Peludo
que, derribándolo hacia atrás, cerraba sus poderosas fauces sobre su hombro derecho inutilizándolo. En aquel momento, y a la vez que el trapo volaba al encuentro del bachiller, éste se abalanzaba sobre Simón, al que la artera acometida cogió desprevenido cayendo hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un saliente y viéndose obligado a soltar la horquilla que voló hacia un extremo del altillo. Una vez en el suelo, el otro, aprovechando su aturdimiento, se lanzó sobre él, cuchillo en mano, y colocándose a horcajadas encima suyo se dispuso a rematar la faena asestándole una puñalada definitiva. Simón, cuando vio el brazo alzado, armado con la daga, creyó que su último instante había llegado; su pensamiento evocó los momentos vividos con Esther, recordó a sus padres, a David y pasaron ante sus ojos las más importantes vivencias de su existencia y, coronándolas todas, el primer encuentro, con su amada, en el Esplendor. Se encomendó a Yahvé y alzó instintivamente un brazo para protegerse, en tanto que con la mano siniestra intentaba coger la muñeca de su enemigo.
Seis había hecho frente a los otros dos, pero de refilón vio lo que estaba a punto de suceder y, lanzando un patadón terrorífico al brazo alzado del bachiller, consiguió que el machete saliera volando por los aires en tanto el bramido de éste se mezclaba con el grito angustiado del niño que sonó, de nuevo, al fondo del altillo. Las fuerzas se habían equilibrado, eran dos contra dos y ninguno estaba armado. Simón, aprovechando el desconcierto del Tuerto, consiguió zafarse de su presa y se hallaron de nuevo en pie y forcejeando. Felgueroso cometió un error fundamental, se lanzó, armado con una hachuela que descolgó de un gancho de la pared, sobre Domingo. El gigante no se inmutó, apartó el armado brazo de la trayectoria que le había dado su propietario, como el que aparta un molesto insecto y, tomándolo por la cintura, lo alzó en el aire lanzándolo contra el suelo, con tan mala fortuna que cayó sobre la horquilla de agavillar la paja que yacía en un rincón. El rostro de Felgueroso iba del terror a la incredulidad cuando vio asomar por su pecho tres de los cuatro pinchos de la herramienta y al punto su camisola se cubría de sangre. En aquel instante, el bachiller, consciente de su inferioridad y aterrorizado, pidió cuartel.
—¡Clemencia, por Dios santo, tened piedad de un pecador que irá a los infiernos si muere sin confesión!
Seis ya se iba a abalanzar sobre él, cuando la voz de su amo lo detuvo:
—¡Alto, Domingo! Cuando hayamos abierto la puerta del fondo concluiremos si cabe nuestra tarea.
En la parte baja llegaban los gemidos de ambos mozos mezclados con los gruñidos de
Peludo
que ante la llamada imperativa de Simón había soltado la presa y, mostrando sus afilados y brillantes colmillos, los mantenía inmovilizados.
—¡Abrid inmediatamente este candado y mostradnos lo que tan arduamente habéis defendido!
—Nada hay, dómine, sino el hijo de este pobre —señaló a
Felgueroso— que no está en sus cabales y al no tener madre, lo encierra aquí mientras trabaja en la cuadra e inclusive le ha de suministrar un calmante para que no se pase el día gritando, pues no tiene con quien dejarlo ni quien cuide de él.
Simón, iba a replicar, cuando la voz de Seis sonó queda y amenazadora.
—Vuestro compadre ya la ha espichado
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, si no queréis que os envíe a reuniros con él, para hacerle compañía en tan incómodo viaje, cosa que me causaría un placer ilimitado, ya estáis abriendo esta puerta!
El bachiller que, como buen jugador de quinola, sabía perfectamente cuando, al llevar malos naipes, tenía el envite perdido, evitó el órdago, se acomodó al punto intentando sacar alguna ventaja y, dirigiéndose a Simón, aventuró:
—¿Me juráis por vuestro Adonai y por el Arca de la Alianza que respetaréis mi vida si os facilito la entrada en este reducto del que la única noticia que tengo me la ha dado este desventurado?
Simón no quería perder el tiempo porque apremiaba.
—Va en ello mi palabra.
—No es suficiente, ¡jurad!
Ya se iba, Seisdedos, de nuevo, hacia el Tuerto, cuando el gesto de Simón le detuvo. La mente de Barroso pensaba a mil leguas por minuto; si conseguía que lo dejaran con vida ya habilitaría los medios de encalabrinar al personal y salir tras ellos arguyendo que habían asaltado su cuadra, matado a sus compañeros, y lo más importante, que eran unos puercos judíos.
—De acuerdo, lo juro.
—Que vuestro Dios os lo demande si lo hacéis en falso.
Entonces, llevándose la diestra al cuello, deshizo el nudo de un fino dogal de cuero del que pendía una pequeña llave y se dirigió al portillo. Simón y Domingo se mantenían expectantes junto a él para impedir cualquier felonía. Introdujo la llave en el ojo del candado y, tras soltar el cierre y retirarlo de las anillas, abrió la puerta haciéndose a un lado en la esperanza que sus enemigos mordieran el anzuelo y entraran primero para, de esta forma, y con un hábil movimiento, poderlos encerrar junto al niño. La añagaza no surtió efecto, la poderosa garra de Seis lo tomó por el cuello de su ropón y, forzándolo a agacharse, lo introdujo en el cubículo. Lo que vieron los ojos de Simón cuando se acostumbraron a la débil penumbra reinante le aterró. Allí, tirado como un animalillo, acurrucado en un jergón de paja, con un cuenco de bazofia a su lado, yacía un bulto gimiente que no era otra cosa que Benjamín, el amado hijo de la dueña de su alma, al que reconoció al punto, pues lo había visto jugando muchas veces por los aledaños de su casa.
Eso no era todo. Dando fe a la amenaza anunciada en aquel vil anónimo, arrimada a la pared se podía ver una cruz de madera de una vara y media de alto, una corona hecha con espinos, tres grandes clavos, un vergajo de siete colas y un gran mazo de mango de roble y cabeza de hierro.
Simón se volvió a Seis.
—Dame el mazo, sube a los otros dos y enciérralos junto a esa escoria aquí dentro, y vayámonos, que el tiempo apremia. —Y dirigiéndose a Barroso—: ¡Si movéis un dedo os descalabro!
Al oír esto último, las neuronas de Barroso se pusieron a funcionar y con voz lastimera rogó:
—¡No hagáis eso, señor, nadie oirá mi llamada cuando hayáis partido y moriré de hambre! ¡Os juro que no me asomaré al exterior hasta que vos no me lo ordenéis!
La orden de Simón fue determinante:
—¡Enciérralos!
Domingo, tras mirar con desconfianza al bachiller y recomendar a su amo que tuviera cuidado, bajó a cumplir el mandado.
Barroso decidió rápido, ya que de no hacerlo estaría condenado a una muerte lenta y terrorífica, allí no había agua, le constaba que el escondrijo era totalmente seguro y discreto y que su enemigo tenía prisa, entonces decidió quemar sus naves. Con un gesto resuelto lanzó la llave hacia el exterior donde se hallaba amontonada la paja, perdiéndose en ella. Seis, seguido de
Peludo
que se había encaramado por un lateral, ya llegaba trayendo consigo a uno de los coimas en su hombro y al otro andando vigilado por el can. Cuando la comitiva entraba en la ergástula, la voz del bachiller sonó impertinente:
—Ved que tenéis prisa amén de mi palabra —dijo meloso—. Mejor os convendría marchar y fiaros de mí, ya veis que la llave se ha extraviado.