Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Bien. De cualquier manera pernoctará usted todas las noches en la dirección que me facilitó a bordo. Cuando haya conectado con quien tengo que hacerlo, recibirá instrucciones.
—Desde luego, mi comandante.
—Si tiene que ver a alguna muchacha véala durante el día.
—La persona que quisiera ver no está en Berlín e ignoro en qué situación se halla.
—Comprendo. Bien, saldrá para la capital con un pase que le facilitará la oficina de la Abwehr
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en Kiel, yo personalmente me ocuparé de ello, nadie osará molestarle.
—Lo que usted ordene, mi comandante.
—Por cierto, invente una excusa para su amigo Winkler, no debe saber nada de lo que aquí se ha dicho.
—Descuide, no estoy casado con él. Si mete las narices ya me ocuparé de decirle que no es de su incumbencia lo que se ha hablado; cosas del servicio, por ejemplo que me han de dar instrucciones para el manejo del nuevo aparato emisor que van a instalar a bordo.
—Puede retirarse. Mañana a esta hora estará usted metido en el tren camino de Berlín.
Hanna fue esposada y conducida a tirones hasta la villa de Breitner, que estaba ubicada en un montículo desde el que se dominaba la zona del campo destinada a las reclusas no judías ingresadas allí por diversos motivos que iban desde los raciales hasta los antisociales, pasando por los subversivos y los religiosos.
El oficial encargado de su custodia pidió que le trajeran del cuerpo de guardia dos pares de esposas. La amenaza del comandante había sido tajante: «Usted me responde de la mujer con su vida», y si intentaba alguna estratagema durante la conducción, al no poder pegarle un tiro, que era la medida que se adoptaba siempre que un preso intentaba algo, cargaría con las consecuencias y no estaba dispuesto a tener que pagar el fiasco; para lo cual tomó sus precauciones no fuera ser que le aconteciera algún incidente y tuviera que tragarse el sapo.
El miedo y la congoja de Hanna eran totales. La rebeldía de Mirskaya y su irreflexiva acción había ocasionado, además de su muerte, la de tres de sus compañeras y ahora sin duda la suya, aderezada, no sabía aunque lo presumía, con qué sutiles y pérfidos refinamientos. Estaba dispuesta a morir pero estaba cierta de que no iba a resultar tan sencillo. La férrea mano que tiraba de ella la obligaba a seguir la zancada de su propietario, sin poder remediar que sus pies se metieran en los charcos que el deshielo de la nieve provocaba, haciendo que el barro salpicara sus medias.
A la vez que las luces del campo se abrían paso desmayadas, intentando horadar los jirones de niebla, asimismo una claridad meridiana inundaba su interior clarificando sus ideas y obligando a su cerebro a seleccionar la opción más favorable o, mejor dicho, menos siniestra. La decisión que tomara debía afectarla únicamente a ella. No quería perjudicar a cualquiera de las personas que la habían ayudado y que dentro de aquellas alambradas consideraba amigas. Era muy común entre los nazis hacer pagar las culpas de cualquier acto de rebeldía a gentes que nada tenían que ver con él, cargando en la conciencia del sujeto que lo provocaba, las secuelas que su actuación originara. Eso era lo que había ocurrido con la irreflexiva conducta de Mirskaya.
La villa era una apaisada construcción de dos alturas, encajada entre dos torreones, en la que destacaba la balaustrada de madera barnizada del balcón del primer piso situado en el centro de la fachada y que se sustentaba en la acristalada tribuna de la planta baja; los tejados eran de pizarra vitrificada, a dos aguas el de la parte central y a cuatro los que correspondían a las torres (rematada la de la derecha por un anemómetro y la antena de un emisor y la de la izquierda por un altísimo pararrayos). La entrada estaba en un lateral y se accedía a ella ascendiendo una corta escalera de tres peldaños. El conjunto estaba rodeado de una valla de madera que circunvalaba el jardín. En el exterior, y junto a la entrada, estaba situada la garita del centinela y en el interior, y echados junto a su caseta, sujetos por sendas cadenas, se veían una pareja de dobermans negros con el pecho color canela que, nada más olfatear el viento, enderezaron sus orejas adivinando que algún extraño se aproximaba y se pusieron a ladrar furiosamente.
Llegando junto al uniformado SS que estaba de guardia, el Obersturmführer
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que la acompañaba se presentó y el otro cuadrándose y saludando, dejó el paso franco.
El consiguiente tirón de la cadena casi la hizo caer de bruces al suelo. Se rehizo y, trastabillando, siguió a su captor. Los perros estaban acosándola furiosos, alzados sobre su patas traseras, sin poder alcanzarla. La desigual pareja subió la escalerilla de la entrada, y el oficial hizo sonar el timbre. Al punto se abrió la puerta y el criado, asistente del comandante, apareció en el iluminado quicio. Al ver al oficial al que conocía de otras veces se cuadró.
—Traigo un poco de carne para el comandante —dijo mostrando a la muchacha— y digo poca porque está muy flaca, no puedo dejártela como otras veces, me he de esperar hasta que regrese.
El hombre se hizo a un lado.
—Está usted en su casa, mi teniente, ya sabe el camino.
—Voy a esperar en la salita de trabajo, tráeme una copa, me hace falta. La velada ha sido agitada, esta perra ha ocasionado un incidente que ha puesto en entredicho la solvencia del comandante y lo ha colocado al límite de la histeria, vendrá de un humor peligroso, se ha cargado a tres de estas putas. Conviene andar finos porque la noche aún es joven y pueden pasar todavía muchas cosas y no precisamente buenas.
El hombre, mientras cerraba la puerta, agradeció la advertencia.
—Gracias, mi teniente, no echaré en saco roto el aviso. —Y añadió después—: ¿Le va bien coñac?
—Me va bien.
Hanna, en tanto seguía al hombre, maquinaba un final digno. De haber tenido ocasión, hubiera intentado arrastrar a su carcelero, de un brusco tirón, hasta la electrificada alambrada y de esta forma morir los dos achicharrados, pero no había tenido oportunidad, ya que el camino que conducía a la casa transcurría alejado de los límites del campo.
Llegaron a la estancia y el teniente, soltándole las manos, la esposó por el tobillo —mediante la cadena y otro par de esposas—, a la pata del piano que estaba a un lado de la salita. El asistente entraba en aquel momento por la puerta portando en una bandeja de plata una copa valón de coñac francés que depositó sobre una mesilla auxiliar.
—¿Pues qué es lo que ha ocurrido, mi teniente?
El otro, que ya estaba paladeando el excelente licor, paró en su cometido.
—Esta zorra, que era la encargada del quinteto de cuerda que había montado el comandante, se ha puesto de acuerdo con la pianista y delante del general visitador y del Standartenführer jefe del campo, se han atrevido a variar el repertorio y tocar una pieza de uno de los compositores cuya música fue símbolo de la resistencia polaca.
—¡Esa gente no tiene derecho a la vida!
—Pues eso es precisamente lo que ha pensado el comandante. Las ha hecho salir del salón y se ha cargado a cuatro, a ésta me la ha hecho traer aquí.
El criado la observó displicente de arriba abajo.
—Con su permiso, mi teniente. Está muy flaca, a mí me van las hembras con más turgencias.
Hanna miraba al suelo. Las reclusas tenían prohibido mirar a la cara a sus carceleros.
—Pues ésta come bien, las disposiciones del comandante acerca de las componentes del quinteto han sido generosas, hasta incluían el capítulo de raciones. Las quería mostrar sanas y bien alimentadas.
—¡Así se lo han pagado!
Sonó el timbre de la entrada.
—Ya está aquí. —El criado partió en tanto el teniente dejaba su copa en la mesilla y poniéndose en pie se estiraba la guerrera.
La voz estropajosa y ronca avanzaba por el pasillo.
—¿¡Dónde está esta maldita puta!? Te vas a enterar de quien es el comandante Hugo Breitner.
La imagen apareció, como una tromba, encuadrada en la puerta. El lacio cabello rubio sobre la frente perlada de sudor, la mirada de loco, la señal de la quemadura de la mandíbula enrojecida, la guerrera desabrochada, las negras botas sucias de barro y la fusta en la mano. Abarcó de una turbia ojeada el cuadro. A un costado, y en postura de firmes, su oficial ayudante, la reclusa atada por una cadena a la pata de su piano de cuarto de cola, las luces encendidas. La estancia parecía moverse bajo sus pies como un barco en la tempestad. Súbitamente pareció serenarse y una expresión helada se instaló en su rostro.
Hanna no osaba alzar su mirada.
De repente, la voz de Breitner se dejó oír.
—Teniente, ¿a usted le gusta la buena música alemana?
—Desde luego, mi comandante.
Se paseaba por la estancia ignorando completamente a Hanna.
—Descanse y relájese, ya he visto que estaba bebiendo mi coñac favorito, cosa que celebro.
El otro se movió incómodo. Las reacciones de su comandante en tales situaciones eran legendarias y la incontinencia de sus ataques de furia, famosos.
—Perdone, mi comandante. Me he tomado la libertad pensando que tal vez...
—No importa, teniente.
Entonces se dirigió a la muchacha.
—Imagino que sabes tocar el piano.
Ella sin levantar la vista, respondió:
—Un poco.
—¡Un poco, mi comandante!
Y, acompañando el exabrupto con la acción, le cruzó la cara con la fusta.
La muchacha, al estar sujeta por un tobillo y cogida por sorpresa, cayó, tropezando, sobre la banqueta del piano llevándose las manos a la cara.
Él, como si nada hubiera ocurrido, indagó:
—¿Schubert, por ejemplo?
Hanna no respondió.
El oficial ayudante estaba pálido.
Breitner, como si estuviera solo con su ayudante e ignorando completamente a Hanna, prosiguió su perorata.
—Hace muchos años presencié en Ginebra una memorable actuación en una sala muy peculiar. Era muy jovencito. El local, aún lo recuerdo, se llamaba Bataclán. ¿Ha oído hablar de él, teniente?
—Claro, mi comandante.
—¿Sabe cuál era su peculiaridad?
—La imagino, mi comandante.
Breitner, como si no hubiera oído la respuesta de su subordinado, prosiguió:
—La pianista, que por cierto era mediocre como por lo visto nuestra amiga, tocaba el piano en cueros. Éste fue su éxito.
Hanna temblaba como una hoja.
La orden estalló en su cerebro como una explosión de dinamita.
—¡Desnúdate, guarra, y toca para el teniente y para mí!
Aunque lo hubiera intentado, no hubiera podido, tal era el terror que la embargaba. Súbitamente, aquella bestia se le vino encima hecho un energúmeno y, sujetándola de los pelos, la obligó a levantarse.
La voz silbó de nuevo, ahora baja y amenazadora.
—Te he dicho que te desnudes.
Hanna temblaba como una hoja al viento y temió lo peor.
—Teniente, déme su pistola.
Hanna se dio cuenta de que su último momento había llegado y en una fracción de segundo repasó los hitos principales de su existencia. Estaba paralizada ante el negro cañón de la Luger, al igual que un pajarillo lo está ante la amenaza de la bífida lengua de una serpiente.
Aquel animal se dio cuenta, en medio de los vapores del alcohol, que aquella mujer no le obedecía, no porque no quisiera, si no porque el terror la incapacitaba.
—Teniente, ¡ayúdela!
El ayudante, pese a que no le gustó la orden, se dispuso a cumplirla. Sabía de sobras lo ligero que tenía el gatillo y lo peligroso que resultaba su superior con una pistola en las manos y tres copas de más.
Hanna sintió, más que vio, cómo el ayudante se llegaba hasta ella y de un fuerte tirón le desgarraba el traje saltándole los botones, arrancándoselo.
—¡Las bragas también! —Ladró la voz.
—He de soltarla, tiene el pie sujeto por la cadena, mi comandante.
—¡Use su machete, oficial!
Hanna sintió cómo la hoja de la daga rasgaba la tela. Entonces, cubriéndose con los brazos, intentó ocultar sus partes pudendas.
—Ahora vas a tocar para mí.
A la vez que oía esto último sintió el frío metal del cañón de la pistola en su sien derecha.
Las ganas de sentarse para ocultar su desnudez y el instinto de conservación hicieron que de repente se viera en la banqueta del piano tocando una partitura de Schubert.
La música salía a empellones al igual que sus lágrimas.
Luego que hubo finalizado, quedó inmóvil cubriéndose la cara con las manos y el perfil de sus pechos con los antebrazos.
En el rostro del beodo había asomado la lujuria.
La orden sonó queda y amortiguada:
—Retírese teniente, y espere fuera.
El oficial, dando un seco golpe con los talones, salió de la habitación.
Breitner y Hanna quedaron solos.
—Acuéstate en la alfombra, perra, y abre las piernas.
Hanna, llorando silenciosamente, no se movió de la banqueta y pensó que prefería morir.
El comandante, fuera de sí, la comenzó a golpear con tal saña que ella dejó de cubrirse, se dobló sobre sí misma y cayó al suelo, desmadejada, golpeándose la sien con la esquina del piano.
El verla indefensa aún lo excitó más. Se quitó la guerrera lanzándola sobre un sillón, luego se desabrochó el pantalón y lo dejó caer a la altura de sus botas; finalmente, separándole las piernas, se echó sobre ella.
La muchacha estaba inconsciente.
El comandante de las SS Hugo Breitner, jefe del campo de Flossemburg, con una brillante carrera por delante, quedó consternado. Por más que lo intentó fue inútil. La erección no llegó debido sin duda a los efectos de la borrachera. Con el gesto hosco y pálido como un muerto, comenzó a vestirse. Si alguien se enteraba de aquel fiasco, las burlas y el descrédito entre sus compañeros estaban garantizados. La anécdota de su gatillazo sería el comentario en la sala de banderas y en los corrillos de sus subalternos.
Hanna comenzaba a recobrar la conciencia. En su embriaguez, Breitner había imaginado que ella no hacía nada por complacerlo y que aunque había adoptado una actitud pasiva, sí se daba cuenta.
Ella, agarrada a la banqueta del piano, intentaba sentarse y cubrir su desnudez con los rasgados restos de su bata.
—Puedes morir de muchas maneras, perra, la mejor es de un tiro, es rápido e higiénico. ¡Como digas a alguien lo que ha pasado aquí te meto con los judíos y juro que esparciré las cenizas que salgan del horno en la pocilga de los cerdos!