Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
»"Lo cierto es que está casado con una sobrina del general Von Rusted, que es por cierto muy celosa, y tiene un amor muy especial entre el elenco artístico del Odeon Theater."
»"¡Qué interesante, no será Marika Rock
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! —dije yo—. Eso sería ciertamente peligroso."
»"No, no es la
vedette,
el amor de mi coronel es el primer bailarín, un efebo bellísimo, por cierto, y eso que le aseguro a usted que mi debilidad no son, precisamente, los hombres. Me gustan tanto las mujeres que si yo fuera mujer sería lesbiana."
—Chanceó, riendo su gracia e intentando rebajar la tensión que me había producido la revelación.
»"Vaya, vaya, qué sorpresas depara la vida —dije para evitar hacer cualquier tipo de comentario que pudiera mal interpretarse—. Y ¿en qué me atañe a mí esta, digamos, afición? —respondí."
»"Perdone, Sigfrid, pero mi gratitud hacia usted y mi vanidad estúpida me han colocado en un aprieto."
»"Prosiga, todo en la vida tiene remedio, para eso son los cantaradas, capitán."
"Verá, amigo mío, la ilusión que me hizo la piedra que me facilitó para mi prometida me llevó a mostrarle el brillante al
Obersturmbannführer
y a decirle el conducto por el que había llegado a mi poder. El caso fue que me ha rogado le pida a usted, abusando de su amistad, un zafiro para el bailarín ya que la noche del día 22 hay una gran fiesta, que da uno de los jefazos de las acererías Meinz, a la que asistirán todos los que sienten y piensan como él, y por cierto que en el Estado Mayor y en las SA hay varios. Y yo he de hacerle de tapadera por si su mujer llama al despacho, cosa que acostumbra a hacer siempre que la reunión es por la noche, y atender al teléfono para argumentar que está reunido.
—Me cogió tan de sorpresa que, para ganar tiempo, me oí decir:
»"¿Y no podría ser otra piedra más asequible?"
»"Ha de ser un zafiro, el novio tiene los ojos azules —me contestó sonriendo."
»"Ya, y ¿quiénes serán el resto de los invitados?"
«"Bailarines del Odeon, miembros de profesiones liberales, y sobre todo jerarcas del partido. La condición es que una vez dentro y después de la cena, los invitados se disfracen de dioses del Olimpo y los chicos del ballet, de ninfas y náyades. Ni que decir que dentro se montará una sauna y una piscina y del pastel saldrá una Afrodita saliendo del baño. Todo esto se lo aclaro para que entienda mi compromiso, la única ventaja es que como tengo que hacer de telefonista me voy a ahorrar la asistencia, usted me entiende, tendría que pasarme la velada con aquella parte del cuerpo donde la espalda pierde su honesto nombre, pegada a la pared", volvió a reír su gracia.
»"¿Y cuántos van a asistir al evento?", indagué.
»"Unas cien personas entre todos."
»"No habrá más remedio que buscar esa piedra, no le voy a dejar al aire sus partes pudendas, capitán", le dije.
»"¡Me da usted la vida, querido amigo! En tal ocasión sería particularmente peligroso —me respondió, golpeándome la pierna familiarmente—. Y le reitero que jamás olvidaré el favor."
Ambos hombres quedaron atónitos y en silencio; entonces se oyó la voz de su hermano que estaba al corriente de todo.
—¡Mejor ocasión para intentar algo no se nos ofrecerá jamás! Cualquier cosa que proyectemos les obligará, dada la condición de la curiosa celebración, a mantenerla en secreto, no podrán echarnos encima a la prensa porque tendrán miedo y se tendrán que tragar toda su mierda. La fiesta la da un particular, las medidas de seguridad no serán tales hasta la noche cuando acudan los invitados de las SS y de la Gestapo. El plan que tengo en la cabeza lo podremos preparar sin grandes problemas, tened en cuenta que únicamente se han producido dos atentados contra los nazis en todos estos años y tanto el de Rath como el de Gustloff
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han sido fuera de Alemania. ¡Ahora o nunca! ¿No buscábamos el momento para vengar la Noche de los Cristales Rotos?, ¡pues ésta es la ocasión! Hasta ahora nadie se ha atrevido a golpear a las altas esferas dentro de Alemania, no dudéis que los pillaremos desprevenidos, porque no les cabe en la cabeza que alguien se atreva a desafiarlos.
—A mí, cargarme nazis, enemigos del proletariado, más aún si son importantes, y de paso vengar la muerte del camarada Van der Lubbe
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, me va. Si otros lo hacen por otros motivos, allá cada cual con sus demonios particulares —dijo Bukoski.
Además del aspecto, las actitudes de los dos comerciantes que, por el puente de Alcántara, ingresaban en la capital del reino, diferenciaban completamente a ambos personajes. Al gesto asombrado y al tamaño exorbitante del primero se oponían el afán de pasar desapercibido, la mirada huidiza y la delgadez extrema del segundo. A Seisdedos todo le parecía asombroso, la multitud de transeúntes, el tamaño de los edificios, la magnificencia de los arreos de algunas cabalgaduras y, acostumbrado al silencio, los gritos de la abigarrada multitud que por todas partes le atosigaba. A Simón le obsesionaba, en cambio, la precaución de metamorfosearse entre las gentes y de acercarse donde le pudieran dar razón de lo ocurrido el último Viernes Santo del que ya tenía vagas noticias por los encuentros habidos en el camino de regreso, pero no la certeza de los acontecimientos vividos aquella infausta noche.
Habían salido del bosque, que se ubicaba en los aledaños de Cuévanos, hacía nueve días. La abuela de Domingo, que se despidió de los caminantes con el ánimo entero y la gratitud asomando en sus cansados ojos, en la certeza de que no volvería a ver nunca más a su nieto, les había provisto para el viaje de manera que si les conviniere no tuvieren por qué parar en ningún figón del camino que, por otra parte, buen cuidado tendrían que no fuera el principal sino trochas de montaña y senderos que transitaran lejos de los más concurridos. A Simón le admiró el talante de la anciana, y el muchacho se despidió de ella como el que va por agua a la fuente, no entendiendo el sacrificio infinito de la mujer que, en aquel momento, entregaba sin duda su vida y se condenaba a la soledad más absoluta, en tanto llegara la parca con su curva guadaña, a fin de que su querido nieto tuviera una oportunidad y ésta se la había deparado la providencia. Simón, haciendo honor a la palabra dada, se había responsabilizado del futuro del muchacho y había adquirido el compromiso de cuidar de él para de esta manera agradecer el haber podido conservar la vida. En su cabeza había pergeñado un plan, en tanto que recuperaba fuerzas en la cabaña, de lo que debía hacer en llegando a Toledo. En primer lugar, y como primera prioridad, estaba el conocer noticias de su amada; luego, antes de comprometer a ninguno de los suyos, debía tomar el pulso a la situación y cerciorarse de la veracidad de los sucesos de los que había ido teniendo noticias. Era prioritario conocer hasta qué punto peligraba su vida, si su ausencia se había atribuido a que, conociendo su participación en la aventura de las armas, se le daba como huido o si bien no se le imputaban tales hechos y no se le buscaba, o si tal vez se le había dado por muerto. Según fueran las noticias que de ello hubiere debería ajustar sus planes de futuro, no era lo mismo comparecer ante los suyos como aquel que regresa de un viaje que hacerlo como un proscrito que debe amagarse porque su cabeza tiene un precio. Era por tanto de urgente necesidad el llegar hasta su amigo David conjeturando que hubiera salvado la vida y que así mismo no anduviera oculto o peor aún, preso, como era de suponer caso de que se le arrogara responsabilidad en la compra y recogida de las armas.
Su corazón pudo más que su cabeza y sin casi darse cuenta se encontró dirigiendo sus pasos hacia la mansión de los Abranavel, anidando la remota esperanza de que sus ojos alcanzaran a ver a su amada saliendo o entrando, o simplemente pudiendo atisbar de lejos el paso de su ama. Siguió la muralla y circunvalando la ciudad llegó a la Puerta de la Bisagra para acercarse por la parte exterior a la aljama del Tránsito. La gente iba y venía diligentemente a sus afanes y nadie parecía reparar en él, más bien llamaba la atención la envergadura prodigiosa de su acompañante, que le seguía a unos pasos de distancia lo mismo que un can sigue la huella de su amo. La precaución hizo que avanzara con el embozo cubriendo al desgaire una parte del rostro y, como quien no quiere la cosa, con el antebrazo derecho, cuya mano sujetaba el saco de bellotas sobre el hombro del mismo lado, tapando la otra. De esta guisa llegó, con el corazón brincando dentro de su pecho, a la cuestecilla que conducía hasta el arco que marcaba la entrada de la mansión de su amada, y alzando la vista algo le dijo que ya nada era igual.
En aquel momento subían la cuesta que llegaba del río dos aguadores con sendas mulas llevando en la cruz de sus cabalgadura unas grandes alforjas de esparto adecuadas para trasportar en ella las correspondientes tinajas de barro.
—Buenos días tengan vuesas mercedes.
—Con Dios, hermano. —Los aguadores detuvieron el paso de sus acémilas.
—¿Me pueden informar si ésta es la casa de los Abranavel?
Los hombres cambiaron entre ellos una cómplice mirada.
—¿Sois de Toledo? —indagó el más alto.
—De Burgos, soy de Burgos y traigo una encomienda para el gran rabino.
—Mal se la podréis entregar, si no acudís al cementerio, hace ya unos meses que don Isaac entregó su alma al Sumo Hacedor.
Simón, con un hilo de voz e intentando sobreponerse ante la infausta nueva de la que no tenía conocimiento, indagó.
—Pero, su familia, alguien quedará de su familia, ¿no es verdad?
—No en la casa, ahora pertenece a la Duquesa Vieja, aunque tengo entendido que, por el momento, nadie vive en ella.
—Y ¿adónde ha ido su familia? Es importante que entregue a alguien la misiva.
—De eso no os podemos informar y dudo que alguien en Toledo pueda hacerlo, se hacen muchas cábalas pero a ciencia cierta nadie sabe nada, todos se fueron y nadie sabe adónde.
—Gracias por la información y tengan vuesas mercedes un buen día.
Partieron los hombres tirando del ronzal de sus bestias y quedó anonadado Simón cual si le hubieran arreado de nuevo un mazazo en la cabeza. Seisdedos lo observaba pendiente de lo que debía hacer y Simón en aquel instante fue consciente de la responsabilidad que había adquirido ante la abuela del muchacho, ya que si no sabía a ciencia cierta lo que iba a hacer con su vida mal podía proveer sobre la vida de otro ser humano. Dio media vuelta y subiendo por la cuesta de las Monjas se dirigió pasando Zocodover, siempre seguido de Domingo, hacia la catedral para ver en qué había quedado el asalto a la aljama de las Tiendas, del que, por encima, había tenido noticias pero en su cabeza no estaban cuantificados los daños finales recibidos.
Cuando avistó la catedral sus ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo, mejor no viendo, porque el barrio ya no existía. Una multitud de carreteros, albañiles, carpinteros, canteros, maestros de obras y plomeros invadían la explanada en la que no quedaba piedra sobre piedra de los edificios que habían albergado todos aquellos comercios, casas de banca y viviendas particulares que habían recostado sus paredes sobre la muralla que circunvalaba la aljama, de manera que, al estar el terreno expedito, desde el lugar donde él se hallaba se divisaban perfectamente los contrafuertes, arbotantes y arcos de capillas laterales de la catedral. Intuitivamente dirigió su mirada a la abacería que había pertenecido a su padre y a su tío y en el lugar percibió únicamente un montón negro de piedras lamidas por el humo y las llamas, producto sin duda del fuego que arrasó el lugar. Seguido siempre por su hercúleo amigo, descendió hacia la explanada y se metió entre los atareados operarios que trajinaban por toda ella deseando pisar lo que anteriormente había sido su hábitat natural. Dejaron ambos los sacos en el suelo cuando un suceso casual vino a marcar aquella jornada de una forma indeleble que haría que, por siempre, quedara el hecho en la memoria de las gentes que lo presenciaron.
Simón estaba pisando las ruinas de la que había sido la tienda de su padre cuando un ruido estremecedor, acompañado de lamentos y gritos, vino a despertarlo de su ensimismamiento; un polipasto cargado en la torre norte, y del que pendía una inmensa piedra, se había soltado porque la cuña que encajaba en los dientes de una rueda de madera que sujetaba el freno del cilindro donde se iba enrollando la cuerda se había partido y los dos hombres que lo manejaban se habían visto impotentes para sujetar la manivela del artilugio, que giraba enloquecida. La inmensa piedra tomó velocidad y se estrelló contra la plataforma de un carro de cuatro ruedas que volvía de vacío de transportar otra piedra a la base de la torre para ser izada a continuación. El impacto fue brutal, el pedrusco destrozó el carromato partiendo las ruedas delanteras, tumbando los percherones cuyas yugadas estaban sujetas a las varas del carro, quedando aprisionadas las piernas del carretero entre el eje de la plataforma, destrozada por la piedra, y el suelo. Los gritos del hombre se mezclaban con las exclamaciones de los observadores de la desgracia (los consejos atolondrados que siempre parten de la multitud de curiosos que presencian un percance) y las órdenes imprecisas y apremiadas de uno de los encargados que, sobrepasado por lo urgente de la maniobra, no atinaba con lo que se debía hacer. El personal se arremolinaba alrededor del lance y entonces, apartando a manotazos a los curiosos, apareció un hombre que, con la cabeza en su sitio, comenzó a dictar órdenes acertadas y precisas y que por lo menos daba la sensación de que sabía lo que se traía entre manos. Rápidamente se presentaron un par de obreros portando una gruesa estaca, para hacer palanca, y una piedra de menor tamaño para buscar en ella el punto de apoyo necesario. El problema subsiguiente fue que no había manera de introducir, bajo el volcado carromato, el brazo de palanca necesario para hacer una fuerza capaz de mover la plataforma y que, así mismo, parecía tarea de titanes soltar los arreos de las caballerías para que éstas, libres de sus cinchas y colleras, pudieran ser apartadas a fin de que no entorpecieran la operación. Los gritos del carretero, cuya pierna había quedado aprisionada, atronaban toda la plaza. El maestro de obras, maese Antón Peñaranda, vacilaba y la situación se había tornado harto comprometida en tanto los lamentos del hombre iban remitiendo en intensidad. Entonces, Simón, asombrado, captó lo que estaba a punto de suceder: Seisdedos, apartándole a un lado, se había abierto paso hasta el grupo y desprendiéndose de su capa la introdujo entre sus manos y la plataforma a fin de no lastimarse; entonces, arqueando sus poderosas piernas, cual si fueran los flejes de una catapulta, comenzó a tirar de la plataforma hacia arriba ante el asombro de los presentes, que vieron cómo los tendones de su cuello se tensaban cual cuerda de ballesta y, cuando parecía que iban a reventar, la plataforma se movió lo suficiente para que, sin meter la palanca, los presentes pudieran tirar del hombre por sus sobacos liberando su maltrecha pierna. Una ovación espontánea salió de las gargantas de los espectadores a los que la demostración de fuerza del mozo había cautivado. Una voz sonó a la espalda de Simón, en donde de nuevo Seisdedos había ocupado su lugar, obligándole a voltearse.