Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
La mansión era un lujo, y la admiración de todos los que iban entrando se reflejaba en las expresiones de asombro que se oían. Los invitados dejaban sus abrigos, gabanes y sobretodos en el guardarropa y se adentraban en los salones donde eran recibidos por un tropel de sirvientes uniformados con impecables libreas que les ofrecían diversos cócteles o copas de champán rosado de una exclusiva y carísima marca. Los grupos se iban repartiendo y en tanto los de más edad pasaban a los jardines y terrazas, los más jóvenes se dirigían a los dormitorios del primer piso siguiendo, los nuevos, las directrices de aquellos que habían ya asistido en otras ocasiones a aquel tipo de fiestas. Un cuarteto de cuerda amenizaba sin molestar las conversaciones y de los pebeteros emanaban efluvios de sándalo que contribuían a hacer la atmósfera más íntima y recargada. El comedor ofrecía un magnífico aspecto, la mesa de presidencia era alargada y ocupaba en su totalidad la pared del fondo cuyo paño central, centrado entre dos ventanales, estaba cubierto por un tapiz de gobelinos que representaba una cacería con motivos mitológicos que a su vez se repetían fraccionados, reproducidos en esculturas de porcelana de Rosenthal, a lo largo de la mesa y así mismo ocupaban, rodeados de coronas de flores y de un velón encendido de distintos colores, los centros de cada una de las mesas de ocho comensales distribuidas ordenadamente en el gran salón. El champán y las bebidas iban alegrando el ambiente, y los uniformes de las SS, y los esmóquines de los civiles iban ocupando los lugares respectivos en los veladores, cuyo sitio estaba determinado por unos historiados tarjetones en cuyo centro y en letras góticas figuraban los nombres de los invitados de una forma alternativa, es decir, en medio de dos lugares marcados por un cartoncillo había uno sin marcar. Los hombres fueron ocupando entre bromas y risas los puntos designados en tanto especulaban con los nombres de los que iban a ser sus fortuitos acompañantes, designados por el azar o por la influencia de los más importantes. Cuando todos estuvieron sentados, un chambelán de solemne aspecto llamó la atención con un seco golpe de vara en el parqué y el anfitrión, que presidía la reunión y desde el centro de la presidencia, se levantó y tomó la palabra.
—Buenas noches, queridos amigos, y gracias, señores, por su asistencia. —La voz salía potente y diáfana por los dos altavoces que se hallaban ubicados tras el personaje—. Nos hemos reunido aquí para pasar un rato en amable compañía sin la enojosa presencia de nuestras esposas que por cotidiana se hace a veces algo monótona. —Risas de los asistentes—. En la culta Alemania del sigo XX es normal que, tras haber cumplido con la obligación de haber criado hijos para el Führer, nos podamos permitir alguna que otra licencia que antes que nosotros se permitieron pueblos tan cultos como fueron los griegos o los romanos, sin caer en la tentación de cambiar alguna de nuestras queridas consortes por una cabra o dos ovejas como hacen todavía pueblos de la cordillera del Atlas; sé que a más de uno le he dado una idea. —Más risas—. Es por ello que en ocasión tan señalada como es el ascenso a
Standartenführer
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de mi muy querido amigo, el hasta ayer mayor Ernst Kappel, he decidido homenajearle con esta pequeña fiesta sorpresa entre amigos. Ahora se preguntará más de uno: ¿en qué consiste la sorpresa? Voy a calmar inmediatamente la curiosidad que haya podido despertar mi anuncio. Solamente él tendrá derecho a escoger pareja de baile, y ya suponemos a quién va a elegir, para los demás será una cuestión de azar el acompañante que la suerte o la natural simpatía les depare esta noche, pero es mejor un ejemplo vivo que mil palabras. ¡Señores, levanto mi copa a la salud del coronel! Que por muchos años pueda prosperar al servicio del partido y que podamos reunirnos todos para celebrarlo.
Tras estas palabras, como un solo hombre, los invitados se pusieron en pie alzando sus copas mirando a la presidencia en tanto el anfitrión y el coronel Kappel se daban un afectuoso y cómplice abrazo.
—Y ahora, damas y... ¡perdón, es la costumbre! Rectifico: ahora, caballeros, ¡que empiece la fiesta!
Al momento se apagaron las bujías de la lámpara central y de los apliques de las paredes y quedó la estancia en la penumbra, iluminada únicamente por las llamas de los pabilos de las velas. Las puertas se abrieron y entraron en el comedor unos jovenzuelos cubiertos únicamente por unas cortas clámides blancas, calzados sus pies con doradas sandalias de cintas anudadas a las pantorrillas y cubiertas sus cabezas por coronas de mirto, portando, en unas altas parihuelas y al son de flautas de caña, tamboriles de pastor y cítaras, a Estanislav Karoli, bailarín estrella del Odeon Theater, maquillado de tal forma que sus ojos parecían talmente dos lagos azules y vestido con las mallas y aditamentos que usó Nijinski cuando estrenó en Berlín
La siesta de un Fauno
en el debut de los ballets rusos de Diaguilev. Karoli fue depositado junto al lugar vacío al lado de Kappel; entonces, entre los aplausos de los asistentes, Herr Meinz tomó, de nuevo, el micrófono y, dirigiéndose a los efebos, dijo:
—Señores, lo dicho, cada oveja con su pareja; que cada uno se coloque donde la fortuna lo llame o donde mejor le cuadre, y el invitado que no se conforme que piense que peor estaría en su casa con la propia.
Grandes risotadas acompañaron las últimas palabras del anfitrión. Luego, a la vez que los jóvenes eran llamados desde todos los rincones del salón e iban ocupando, alegres y risueños, los lugares que había entre los comensales, se encendieron de nuevo las luces y al ritmo de un vals de Strauss, entraron los criados, uniformados a la federica, calzón corto azul, casaca roja festoneada de pasamanería dorada y medias y guantes blancos, y se colocaron al lado de las mesas. Unos, portando soperas de una crema fría de apios y rábanos; y otros, sobre el hombro, bandejas en las que lucían faisanes decorados con sus auténticas plumas, acompañados de una guarnición de exquisitos manjares. Luego, a una señal del
maître,
comenzaron a servir al unísono entre el jolgorio de los travestidos jovencitos y las exageradas muestras de afecto que los encopetados comensales prodigaban a sus respectivas parejas.
A las diez de la noche, un criado se acercó a la mesa de la presidencia y deslizó al oído del coronel unas palabras que hicieron que éste, dejando su servilleta sobre el mantel, se dispusiera a levantarse para acudir al teléfono. El único que sabía dónde estaba aquella noche era su ayudante, el capitán Brunnel. Kappel se agachó y a su vez habló al oído de su joven amigo, éste asintió con un mohín de contrariedad en su rostro y, en tanto el militar se alejaba, luego de excusarse con su anfitrión, se quedó mirando fijamente su mano izquierda, en cuyo dedo anular refulgía, con iridiscentes reflejos, un hermoso zafiro.
Kappel llegó a la cabina, cerró tras de sí la encristalada puerta y habló.
—Dígame, Brunnel, imagino que el tema debe de ser importante para que me importune aquí en circunstancia tan especial.
Al otro lado del hilo la voz de su ayudante sonaba atribulada.
—Verá, coronel, ha llamado su esposa y me ha obligado a buscarle, creo que su hijo pequeño ha sufrido quemaduras importantes jugando con una botella de gasolina en el garaje de su casa, lo han llevado de urgencia al hospital de San Pablo que está entre Ringer y Pfalburger. Me ha amenazado diciendo que si no lo aviso acudirá personalmente hasta aquí e interrumpirá la reunión pese a que le he dicho se desarrollaba en el despacho del general Holendorf, pero me temo que no me ha creído, pienso que sería bueno que acudiera o la llamara al hospital, coronel. Si se me presenta aquí, ¿qué hago?
—No lo hará en tanto su hijo esté en peligro. ¿Quién está al mando en ese centro?
—El cirujano jefe es el doctor Stefan Hempel; esté tranquilo, mi coronel, es un excelente profesional, fue el que salvó la vida del hijo del
Obergruppenfiihrer
Rheinard Heydrich.
En el teléfono hubo un silencio ominoso a ambos lados de la línea, luego la voz de Brunnel se dejó oír de nuevo y era la de un hombre angustiado.
—Perdone que insista, mi coronel, si por aquellas cosas se presenta, ¿qué hago?
—Váyase a su casa, diga al oficial que esté al cargo que, si acude mi mujer, le diga que he salido hacia el hospital. ¿Está claro?
—Como la luz, mi coronel.
El militar colgó el auricular y se dirigió de nuevo al salón del banquete, sospechando que la llamada obedecía a una de tantas argucias de su mujer cuyos celos la impelían a provocar situaciones que le obligaran a dejar cualquier cosa que estuviera haciendo para acudir a su lado; sin embargo, pensó que en aquella ocasión debía de ser cierto, ya que no creía que se hubiera atrevido a tanto. De cualquier manera, la noche se había roto y comenzó a pensar en la excusa que tendría que dar a su amante.
En aquel momento, y cuando ya se dirigía al comedor, el cielo pareció venirse abajo. Una horrísona explosión hizo que el palacete temblara, crujiendo toda su estructura, y estremeciéndose como un animal herido. Las luces se apagaron, las lámparas se vinieron abajo y los cuadros se descolgaron de las paredes. El coronel Kappel se vio proyectado contra una chimenea, en medio de una nube de polvo, por la fuerza expansiva de la deflagración, quedando un segundo atontado sin comprender qué era lo que había ocurrido. Luego comenzaron a pasar ante él sombras gimientes con las ropas hechas jirones y las caras tiznadas de humo y llenas de sangre. Poco a poco una idea terrible se fue abriendo paso en su cerebro: ¡sin duda el gas! Una fuga de gas había explosionado al incentivo de cualquier chispazo o a la llama encendida de cualquier mechero. Intentó ir contracorriente y dirigió sus pasos hacia el salón del banquete, apartando a empellones y codazos a todos los que se interponían en su camino. Pisó cuerpos e inclusive llegó a golpear caras que se le acercaban intentando disuadirle de su empeño. Por fin se pudo asomar a una de las puertas laterales del salón del banquete; el espectáculo era dantesco, el siniestro era total. Cuerpos inánimes cubrían el parqué, las llamas habían prendido en tapices, cortinajes y manteles, heridos que clamaban en el suelo hechos un amasijo de colgajos de carne y sangre, tendiendo sus manos hacia el vacío, cadáveres descoyuntados y miembros esparcidos, restos de cristal y porcelana en todas direcciones. Dirigió su mirada hacia la presidencia; sin saber cómo su atención quedó clavada en un hecho singular: a los pies del que había sido su anfitrión aquella noche, se hallaba un brazo arrancado de cuajo y en su mano destellaba, con un brillo fúnebre y acerado, una gota de hielo azul, el zafiro que acababa de regalar a su amante. El recién ascendido coronel Kappel se apoyó en un canterano y vomitó.
El viaje de los Ben Amía tocaba a su fin. Había durado nueve días con sus correspondientes noches y había transcurrido por muy diversos parajes siguiendo la ruta alternativa de Al Idris
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. Siempre precedidos por la escolta que el rey había tenido a bien concederles para cumplir la promesa hecha al gran rabino en su lecho de muerte, y cuya sola presencia disuadía de acercarse a ellos, a aquellos cuyo único oficio radicaba en el expolio y la rapiña de viajeros. De Toledo habían dirigido sus pasos a Yébenes para, pasando por Malagón, descender hasta Calatrava y de allí en dos etapas hasta Caracuel, para descansar una jornada completa en la Venta de Alcudia. Luego, bien protegidos por la escolta que anduvo ojo avizor y mano presta al pomo de la espada, a causa de las partidas de bandoleros, indistintamente moros o cristianos, que anidaban en aquellos riscos, pasaron Sierra Morena por los abruptos puertos de Yabal al Harir —Monte de la Seda— y Calatroveño, para, dejando atrás el castillo de Pedroche, dirigirse a Montoro para finalmente desde allí descender hasta Córdoba.
Esther, que partió de Toledo absolutamente desolada, a medida que el viaje transcurría y los días iban mitigando su dolor fue captando las indiscutibles calidades que adornaban el espíritu de su esposo no sólo a través de las conversaciones mantenidas con su ama sino también por el trato exquisito que éste tenía para con ella; todo ello coadyuvó a que poco a poco Rubén fuera ganando su voluntad, y lo que más influyó en tal logro fue la actitud de respeto que el muchacho mostró hacia su persona, pues no hizo insinuación alguna en lo referente a consumar el matrimonio, permitiendo que cada noche y en las paradas que fueran haciendo, ya fuera en una población donde se hallara acomodo en un posada, venta o albergue, o en campo abierto en donde a veces las circunstancias les obligaban a detenerse y entonces se pernoctaba en las galeras, la muchacha compartiera acomodo con Sara, que no comprendía la manera de comportarse del recién casado. Cierto día, habiendo ya sobrepasado Puertollano, Rubén la invitó a montar la mansa acanea que a veces cabalgaba Gedeón, ya que el día era hermoso e invitaba a viajar al aire libre y a respirar fuera de la carroza. El viejo criado se encaramó en el carricoche junto a Sara, y Esther agradeció la oportunidad que se le brindaba, ya que su juventud le pedía ejercicio y los días pasados bajo el acharolado tejadillo del carruaje se le hacían eternos. De hacer el camino, como sin duda lo hubiera hecho, con su amado Simón, caso que sus planes referidos a aquel maldito Viernes Santo de los cristianos hubieran salido tal como había planeado y no hubiera caído sobre sus cabezas el cúmulo de desventuras que habían acaecido en aquella infausta noche.
Cabalgaba Esther, instalada en sus pensamientos, acomodada de costado en la alta montura de dama que, al desmontar Gedeón, habían ajustado los postillones
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, rumiando lo increíble de toda aquella circunstancia, cuando percibió que su esposo había adecuado el paso de su cabalgadura al de la de ella; tiempo después todavía recordaba perfectamente el diálogo:
—Tenemos pocas ocasiones de hablar, esposa mía, ya que durante el día debo andar vigilante junto a la escolta para que nada perturbe la seguridad de vuestro viaje; y de noche, roto por el cansancio y por el respeto que tengo a vuestro reposo, me parece improcedente turbaros con exigencias de marido que, en estas circunstancias, me parecen inadecuadas.
Recordaba que, azorada, respondió algo parecido a:
—Estoy aquí, acatando la póstuma voluntad de mi padre el gran rabino y dispuesta a ser una obediente y buena esposa.
—Cosa que os agradezco, Esther, pero mi deseo más íntimo es que algún día consiga ganarme, no vuestro respeto sino vuestro amor que por otra parte intuyo, pertenece a otro.