La Saga de los Malditos (51 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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Ella no esperaba aquella respuesta y su momentáneo silencio corroboró a Rubén que su conjetura estaba justificada.

—Considero, Rubén, que malo es fundamentar cualquier relación, sea de amigos o de marido y mujer, en la mentira y no va con mi carácter ni jamás ha sido ésta mi manera de proceder; realmente tenéis razón pero os habéis equivocado en el tiempo del verbo, no es pertenece, es pertenecía. El hombre al que yo había entregado mi corazón ofreció su vida por nuestro pueblo y eso hizo posible que me desposarais; sois un buen hombre y si esta unión ha sido el último acto que pude hacer por complacer a mi padre, ésta fue mi ofrenda porque ya todo daba igual.

—Aquélla, en verdad, fue una terrible noche, y, ¿puedo saber quién era el elegido de vuestro corazón?

—Qué más da, dejemos a los muertos con los muertos, seré vuestra esposa de hecho y consumaré nuestros esponsales cuando vos lo deseéis y os agradezco que hayáis respetado mi duelo y aplazado nuestro primer encuentro como marido y mujer para mejor ocasión, pero sabed que estoy dispuesta.

—¿Añadiréis, tal vez, que al sacrificio?

—No es preciso el amor para cumplir la obligación que me he impuesto, entendedlo, Rubén, el día que dispongáis me hallaréis preparada.

—Difícil me lo ponéis, señora. Si ignorar quién es mi rival es asaz complicado, más lo es tener que disputar vuestro amor a un fantasma cuya muerte lo ha adornado, ante vuestros ojos, de las más excelsas virtudes.

Tras este razonamiento, Rubén permaneció en silencio un buen rato en tanto que la mente de Esther evocaba momentos y frases que formaban el acervo de recuerdos que los cortos instantes vividos junto a su amor habían depositado en su corazón cual rescoldo de hoguera inextinguible.

Súbitamente sintió que el pecho de Rubén exhalaba un profundo suspiro y oyó de nuevo su voz.

—Os agradezco infinito vuestra actitud que por otra parte os ennoblece y descubro en vos cualidades más propias de hombres, como son la sinceridad y la conciencia del deber, que no de mujer. Si no una amante esposa, cierto estoy que en vos hay un excelente y fiel camarada que velará por nuestros comunes intereses; creo que merecéis la confianza que voy a depositar en vos relativa a todas aquellas cosas que conciernan a nuestra familia y que he arreglado.

Esther lo miró interrogante.

—Me honráis y no lo dudéis: si no amor, hallaréis en mí una firme compañera; vuestra empresa será la mía y míos vuestros intereses.

Rubén, sin solución de continuidad, comenzó a hacerla partícipe de sus planes y a ampliar todas las confidencias que anteriormente le había hecho en Toledo.

—Antes de partir, me puse en contacto con el rabinato de Sevilla a través de mi padre, pero sin decir que soy su hijo, y he obtenido plaza de maestro en la jeder de la aljama para dar clases a los jóvenes, así mismo ejerceré de
chazán
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en la sinagoga que está junto a la Puerta de las Perlas
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en la plaza de Azueyca, que tiene su entrada por la calle de Archeros, y además también practicaré de
mohel
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, tarea para la que así mismo creo estar dotado. Sin contar con la herencia de vuestro padre podremos vivir con dignidad del fruto de mi trabajo. Sevilla es una gran ciudad y, al igual que a Toledo el Tajo, baña sus aledaños el Guadalquivir, un río caudaloso y navegable, a cuya orilla viviremos en una quinta preciosa que he adquirido a través de apoderados que lo fueron de vuestro padre, que Elohim haya acogido en su seno, ya que el adelantado del rey, don Alvar Pérez de Guzmán, conde de Niebla, nos ha autorizado, como a alguna otra familia, a morar fuera de la aljama. Gozaremos de la protección real; y ahora debo deciros lo más importante.

Esther lo miró expectante.

—Cuando lleguemos a Sevilla desaparecerán los apellidos de Ben Amía y de Abranavel. El rey nos ha autorizado a cambiarlos por los segundos de mi familia: Labrat Ben Batalla, a fin y efecto de que se desvanezcan los vestigios de nuestra historia, para lo cual ya me he proveído de los correspondientes salvoconductos y acreditaciones selladas por el mismísimo Juan I. De esta manera espero que nuestros días transcurran en paz con nuestros vecinos y que nuestros hijos no tengan que sufrir otra calamidad como la que asoló la aljama de las Tiendas. En llegando a Córdoba despediré la escolta y continuaremos hacia Écija sin ella, prefiero arriesgarme a un encuentro embarazoso antes que, a través de alguna indiscreción, se sepa en Toledo adónde hemos encaminado nuestros pasos y cuál es el destino final de nuestro viaje.

—Agradezco infinitamente vuestra confianza y no dudéis que de mi boca nada ha de salir sin vuestra autorización, aunque no os niego que me va a resultar dificultoso recordar que a partir de este momento ya no me llamo Abranavel. Pero decidme, ¿qué es lo que vais a hacer con los criados?

—Los únicos que seguirán con nosotros serán el viejo Gedeón y Sara, vuestra ama; a los demás se les abonará la mitad de sus emolumentos en Córdoba y la otra mitad en Toledo a su regreso. Nadie sabrá nada al respecto de nuestra nueva identidad.

Tras esta larga charla Esther regresó a la carreta.

Córdoba la Sultana, arrebatada al islam por Fernando III, apareció en una revuelta del camino ante sus asombrados ojos, hermosa y engalanada como una novia. La riqueza de su vega y su desbordante arquitectura árabe contrastaba fuertemente con la sobria construcción de la ciudad castellana dejada atrás junto a sus recuerdos más queridos. Pronto ante su vista apareció Medina Azahara, el palacio que Abderramán III enamorado edificó en el 936 en un risco a dos leguas de Córdoba, sembrando las laderas del monte de flores de azahar a fin de que su amante cristiana, la bella Al-Zahara —La Flor— viera en la amanecida la blancura de la nieve a la que estaba acostumbrada en el frío reino del norte del que procedía. El palacio fue en tiempos estandarte y orgullo de la dinastía omeya, y fue allí donde Rubén despidió a la escolta agradeciendo los servicios prestados y entregando al capitán una fuerte suma a repartir con sus soldados, diciéndole que habían llegado al final de su viaje. El destacamento volvió grupas tras desearles los mejores augurios y, a las dos horas, las galeras acompañadas de las cabalgaduras de los criados se adentraron en la ciudad a fin de descansar unos días y reponer fuerzas, antes de completar la última etapa de su viaje, que pretendía Rubén fuera en compañía de algunas de las caravanas de comerciantes que se dirigían a mercar a Sevilla. Luego de intentar hallar una fórmula que asegurase el transporte de los tesoros que iban ocultos en el interior de las carretas, para lo cual, en Córdoba, debía acudir a la Casa de la Banca, antigua ceca mora, y ponerse en contacto con el dayanim que amén de serlo ejercía de banquero, antiguo amigo de su padre al que por cierto, éste, debía algunos favores.

Fueron entrando en la ciudad y aunque su momento de esplendor ya había pasado, a través de la visión de calles, plazas y edificios, Esther, que observaba el exterior por la rendija que mediaba entre la persianilla que cubría la ventana y el marco de la misma, quedó prendada del espectáculo que se ofrecía ante sus ojos. Las gentes eran muy diferentes a las de Toledo y el contraste entre la seriedad de los castellanos forjada por las inclemencias del tiempo y la dureza del agro de Castilla, y la alegría que, por todos los poros, respiraba aquella ciudad, la sorprendió y cautivó su espíritu.

—Ama, ¡¿ven vuestros ojos lo que ven los míos?!

Sara replicó adusta:

—No es conveniente que os distingan desde el exterior, niña, tiempo habrá, si vuestro esposo nos da permiso, de acudir a las plazas y visitar lo que haya que ver.

—¡Qué rancia sois, ama! ¡Harta estoy de consejas
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de vieja, por mi vida que no pienso ser una sumisa esposa hasta el punto de no mover un dedo sin la autorización de mi marido! Cuando era soltera porque era soltera y estaba sometida a la autoridad de mi padre, ¡que Adonai haya acogido en su seno!, y ahora que me he casado, porque debo respeto y obediencia absoluta a mi marido, ¿me queréis decir cuándo, una mujer judía, puede disponer de su tiempo a su libre antojo?

—Nunca, niña, el libro así lo dice: «La mujer deberá ser como la candela encendida que aguarda, alumbrando la noche, el regreso del esposo.»

—Pues ese libro no me interesa.

—¡A fe mía que, además de atrevida, sois olvidadiza! ¿A mí me queréis decir que siempre guardasteis obediencia a vuestro señor padre? Si tal hubierais hecho y si mi amor por vos no me hubiera empujado a intentar aliviar vuestras cuitas, nos habríamos ahorrado un sinfín de desazones y quebrantos.

El recuerdo de Simón volvió a la mente de Esther y sin pretender lastimarla arremetió contra Sara.

—¡Ama, tenéis el don de la oportunidad, no sé cómo lo hacéis, pero siempre que algo me place y me ayuda a olvidar, conseguís que la tristeza y la añoranza se instalen de nuevo en mi espíritu!

En aquel momento el caballo de Rubén llegó a la altura del carricoche y oyendo voces en el interior, alzó la cortinilla, interrogando:

—¿Ocurre algo, señoras?

—Nada, esposo mío, comentaba con mi ama cuán diferente parece ser esta ciudad respecto a Toledo.

—Los climas son los que condicionan el carácter de las gentes, señora, el invierno en Toledo es crudo e invita a resguardarse en el interior de las casas y arrimarse al amor de la lumbre; en cambio aquí es templado y durante medio año las gentes hacen vida en las calles.

La llegada de Rubén había propiciado la oportunidad de dejar alzada la cortinilla de la galera, circunstancia que Esther aprovechó.

—¿Os importa, esposo mío, que alce la cortinilla a fin de que Sara y yo podamos ver desde aquí la animación de Córdoba en tanto llegamos a nuestro destino?

—No tenéis por qué ocultaros, esposa mía; nosotros somos judíos, nuestra religión no obliga a las mujeres a ocultar el rostro tras un velo y menos aún un perfil como el vuestro, al que sin duda envidian los ángeles. El recato no está reñido con la mesura.

Esther lanzó sobre Sara una mirada triunfal que ésta acusó.

—No me refería a ningún precepto de nuestra religión, aludía únicamente a la obediencia que debéis a vuestro esposo y al recato y decoro que deben presidir los actos de una esposa judía.

En el ínterin, Rubén había espoleado al noble bruto, y sus oídos, habiéndose adelantado cuatro o cinco varas, no pudieron captar el último párrafo de la conversación que mantenían las dos mujeres.

—Como comprenderéis, no voy a pasar toda mi vida pidiendo autorización para nimiedades. Os repito por última vez: soy una mujer casada y creo tener criterio para distinguir entre las cosas que conciernen a mi marido y las que dependen de mí; pediré permiso cuando crea que debo hacerlo procurando no importunar a mi esposo con pequeñeces y espero que, a la vez, vos hagáis lo propio conmigo y que, por cierto, dejéis de considerarme como una chiquilla y me tratéis con el respeto y consideración que corresponde a mi nuevo estado; para que os hagáis un barrunto, lo mismo que tratabais a mi madre.

En esto andaban cuando, a los gritos y silbos del auriga y con los pertinentes chasquidos del restallar del rebenque y el crujir de los ejes, el carricoche se detuvo en la puerta de una posada y tras él lo hicieron las otras carretas.

Rubén, que había desmontado, se acercó a la portezuela del carruaje y en tanto el postillón sujetaba a los caballos, asomándose a la ventanilla se dirigió a su joven esposa:

—Aquí descansaremos un par de días a fin de que pueda llevar a cabo las diligencias que he venido a hacer; los criados bajarán vuestros baúles y las caballerías recibirán el trato pertinente. Cuando ya estéis instalada, y en tanto regrese, creo que os agradará visitar el zoco, su mercado es famoso desde tiempos inmemoriales y en él encontraréis telas, abalorios, perfumes, marfiles, jades y otras mil mercancías valiosísimas que vienen de lejanos países y que no habéis visto jamás; no olvidéis que, en tiempos de Abderramán, esta ciudad fue faro del mundo y pese a que, desde que es cristiana, ya no es lo que era, todavía conserva vestigios de su antigua grandeza.

Descendieron las mujeres de la galera y recogiendo el revoloteo bullanguero de sus sayas para evitar el polvo, atravesaron la cancela de la posada y se introdujeron en un umbrío patio empedrado con grandes e irregulares losas cuya sombra procuraba un tupido limonero, y su frescor, el regate de una fuente cantarina que manaba de un historiado bitoque en forma de basilisco.

Apenas llegadas, un servicial posadero salió al encuentro de aquel grupo que parecía adinerado a fin de ofrecerle los servicios de su afamada hostería. Vestía el hombre un jubón cerrado en su escote con una fina guindaleza y que le llegaba hasta los muslos; cubrían sus piernas unos calzones de ruda sarga que ajustaba bajo sus rodillas mediante una cintas que a su vez sujetaban unas medias de vasta urdimbre que se embutían en unos zuecos de cuero y madera y cubría todo el conjunto un mandil que en tiempos debía de haber sido blanco pero que en la actualidad ofrecía un tono amarillento y que mostraba algún que otro lamparón.

—¡Bienvenidos, señores, al Mirlo Blanco, la mejor hospedería de Córdoba! Aquí hallaréis reposo para vuestros cansados huesos, condumio excelente para reponer el desgaste del camino amén de cualquier cosa que pueda hacer más placentera vuestra estancia. Todo aquello que no tengamos a mano y que os plazca, industriaremos, sin duda, los medios necesarios para que lo podáis hallar y quien os lo pueda ofrecer sin cobraros por la información y por mediar en el trato, una maldita dobla castellana o un maldito dirham, que todavía circula por aquí moneda árabe. Lo primero para nosotros es el bienestar de nuestros parroquianos, quien prueba la hospitalidad del Mirlo Blanco sin duda repite. Deseo que vuestra estancia entre nosotros sea inolvidable.

Y tras este verborreico discurso, el hombre enderezó su espinazo que desde el principio de la ditirámbica perorata había doblado en servil reverencia, se volvió hacia el interior de la casa y dando voces y palmadas urgió a los domésticos que acudieran al patio a atender a los huéspedes y a recoger los bultos de mano que éstos portaban, en tanto los mozos del camino trajinaban los baúles y los enseres grandes. Esther quedó anonadada y, acercando sus labios discretamente al oído de su aya, comentó:

—¿Os habéis fijado en el acento de este prójimo? No solamente el aspecto exterior de la ciudad sino también las gentes son distintas, ¿habéis visto, ama, la cantidad de palabras que ha gastado el buen hombre para darnos la bienvenida? En Toledo tal verborrea no se estila ni entre los voceadores de mercancías que intentan, los días de mercado, atrapar a los posibles blancos
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invitándoles a comprar.

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