La Saga de los Malditos (52 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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En éstas andaban cuando Rubén atravesó la cancela del patio precediendo a los criados que venían cargando los grandes bultos. El posadero avanzó hacia él obsequioso y antes que lo importunara con su incontenible y fecunda labia, intervino Esther:

—Yo me ocuparé de todo, esposo mío, no vayáis a llegar tarde a vuestra encomienda tras tantas leguas recorridas.

Rubén captó el mensaje.

—Queda todo en vuestras manos, señora, deshaced el equipaje, que los sirvientes coman y descansen, y decidles que nadie abandone la posada hasta mi regreso, yo voy al asunto que ya conocéis. Visitad, tal como os he dicho y si os place, el zoco con el ama y descansad, hace días que no gozáis del deleite de un buen lecho.

Partió Rubén a sus afanes y quedó Esther en medio del patio con un sinfín de bultos a su alrededor y la mirada expectante de los criados clavada en ella entonces. Por vez primera en toda su vida fue consciente de que le habían dado su sitio y que ella era la única dueña de su destino.

Apenas salido de la posada y seguido por dos criados armados y de su absoluta confianza, encaminó Rubén sus pasos hacia la aljama cordobesa y se dirigió, evitando la calle del Potro, donde anidaban los
malasines
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, a la calle del Santo Espíritu, entre la puerta de Almodóvar y lo que había sido la mezquita, donde se ubicaban los establecimientos judíos dedicados a los negocios de la banca, a los que los cristianos no podían acceder ya que su religión se lo prohibía, y también las cecas moriscas que así mismo trajinaban los dineros de los mudéjares. El bullicio era notorio y al punto distinguió el joven cuáles eran los establecimientos importantes y quiénes instalaban sus negocios en pequeños bancos, a los que se acercaban así mismo gentes de humildes pelajes que pretendían conseguir préstamos de poca monta para aliviar sus cosechas o comprar algún animal de tiro o de crianza. Las discusiones eran inacabables y las simulaciones de «ahora me voy pero regreso» eran continuas.

Un cartel fijado en un hierro a modo de banderola anunciaba en medio de la calle la firma que andaba buscando. Sobre una madera pintada de verde que ocupaba de lado a lado el frontispicio de la entrada, y en pomposas letras negras, se leía el oficio y el patronímico del propietario, «CASA DE BANCA DE SÓLOMON LEVI». Rubén se abrió paso entre la muchedumbre que atestaba el lugar y, llegado que hubo a la puerta, indicó a los domésticos que le aguardaran sin alejarse del sitio en tanto que él llevaba a cabo las diligencias que había venido a realizar.

El recinto era solemne. A la sensación de seguridad que respiraba todo el inmueble se unía el recogimiento que inspiraba la elevada bóveda de ladrillo cocido al estilo mudéjar que, unido al grosor de las paredes que lo envolvían, hacía que las conversaciones que allí se desarrollaban fueran contenidas, ya que el eco derivado de las condiciones acústicas del lugar inspiraba a los asistentes una prudencia reverencial, pues parecía que cualquier cosa que allí se dijera podía ser oída por persona que estuviera instalada en el otro extremo del establecimiento. Apenas entrado, abordó a Rubén un amable joven que vestido al uso y costumbre de los hombres dedicados a los temas de los dineros, hopalanda hasta los pies de color azul oscuro, amplias mangas y silenciosos mocasines de piel negra, se interesó por su presencia en la banca.

—Vengo desde muy lejos y necesito ver a dom Sólomon.

—¿A quién debo anunciar?

—Decidle que soy el hijo de Samuel Ben Amía y yerno del difunto rabino mayor de Toledo dom Isaac Abranavel.

El joven, que al punto supo captar la importancia del posible cliente, indicó a Rubén, con un amable gesto, que aguardara en uno de los bancos de madera noble que ocupaban, junto a las paredes, el perímetro del establecimiento.

—Tened la bondad, voy a anunciar vuestra presencia.

Partió diligente, el muchacho, hacia el interior del edificio, desapareciendo por una puerta ubicada al fondo entre dos de los mostradores que, atendidos por sendos amanuenses, se dedicaban a atender las demandas de los parroquianos que en ordenado turno aguardaban en la pertinente cola.

Rubén, en tanto, tuvo tiempo de observar el funcionamiento del negocio. Sus hermanos, desde tiempo inmemorial, habían dedicado sus afanes a las profesiones a las que las diversas leyes promulgadas sucesivamente los habían avocado. Las restricciones en cuanto a ser terratenientes y a poseer bienes raíces, sumado a severas prohibiciones al respecto de desarrollar actividades que pudieran entrar en conflicto con los cristianos, habían dado a su pueblo la posibilidad de desarrollarse en campos muy diversos. Los pobres habían dedicado sus afanes a labores más bien ciudadanas como tintoreros, guarnicioneros, sastres, zapateros, alarifes
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, y los ricos a la banca, la filosofía, la medicina, y a profesiones tan diversas como la de «medieros»
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, joyeros y, sobre todas ellas, la más promocionada por los monarcas de todas las épocas, la de almojarife
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, ya que los reyes debían delegar en otros tal actividad, al no poderla ejercer directamente pues su religión se lo impedía. Y ¿quién mejor y más capacitado para tal empeño que «sus astutos judíos»? Esta labor les había proporcionado pingües beneficios y a la vez no pocos quebraderos de cabeza, aparte del natural encono que inspiraba aquel que directamente se llevaba las rentas de los campesinos mediante un por ciento que en ocasiones, le constaba, era abusivo y que obligó en cierta ocasión al canciller don Pedro López de Ayala a calificar a su raza como «cuervos carroñeros que chupan la sangre del pueblo»
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.

En éstas andaba su discurso mental cuando la puerta se abrió de nuevo y apareció en ella un hombre de media edad lujosamente vestido que tras recorrer con la mirada el establecimiento y a una leve indicación del ordenanza que había aparecido tras él, se dirigió sonriente a su encuentro con las manos tendidas y el paso franco.

—¿Cómo por esta ciudad el hijo de mi dilecto amigo Samuel?

Rubén se alzó respetuoso del banco donde se hallaba y se adelantó al encuentro del ilustre personaje sintiendo la curiosa mirada del acompañante fija sobre su persona.

—Mis más respetuosos saludos en el nombre de mi señor padre y en el mío propio.

—¡A mis brazos, muchacho, el hijo de mi amigo es algo hijo mío!

El director y propietario de la afamada banca judía cordobesa acercó su barbado rostro al de Rubén y depositó en sus mejillas tres cálidos ósculos, como era costumbre entre gentes de pareja calidad, ante el asombro de los presentes que no acostumbraban a observar tales demostraciones de afecto en tan encumbrado personaje y que a la vez propalaban la estirpe del recién llegado al tratarlo como a un igual.

Sólomon Levi pasó su brazo por los hombros de Rubén y mientras se interesaba por su familia y por el motivo de su viaje lo condujo afectuosamente hacia su despacho.

—Allí estaremos mejor y podremos hablar más privadamente, allá afuera hay demasiados oídos interesándose por las cosas ajenas.

Rubén se dejó conducir a través de salas y pasillos hasta la soberbia pieza y en llegando a ella no pudo dejar de admirar tanto la amplitud de la estancia como la riqueza de la ornamentación. Era ésta una sala de regias proporciones con amplios ventanales a dos calles que, cubiertos por traslúcidos cristales, proporcionaban al aposento una matizada luz. Al fondo y bajo el abovedado techo se veía una imponente mesa de trabajo de roble, de torneadas patas, taraceada en finas maderas de palo de rosa y cubierta de documentos. A su derecha, una mesa auxiliar de menor tamaño ocupada por un escribano que en aquellos instantes pasaba a limpio un historiado documento y tras ellas, y en la pared, un fastuoso esmalte que en policromados colores representaba un negocio de banca en el que dos hombres depositaban ante otro individuo una cantidad de monedas de diferentes pesos y países para que este último las guardara en un cofrecillo abierto entre ellos; las vestimentas y abalorios de las tres figuras correspondían a la forma de vestir de un comerciante veneciano, un almojarife genovés y un banquero judío; la indumentaria de este último correspondía a la moda mudéjar. Bajo las ventanas lobuladas, sendos armarios venecianos y frente a la mesa principal, dos sillones del mismo estilo destinados a los visitantes.

—Podéis retiraros, Matías, acabad lo que estabais haciendo, poned al día las cuentas de don Fidel Santángel y preparad la letra cambiable que vendrá a recoger don Jusarte Orabuena. Ambos comparecerán a retirar sus respectivos documentos antes de que acabe el día.

La voz del banquero resonó bajo el abovedado techo indicando al amanuense lo que debía hacer; éste se retiró al punto, no sin antes recoger sus trebejos y listas de números, cerrando la puerta tras él.

—Acomodaos, Rubén, que debemos de hablar de muchas cosas.

El joven tomó asiento ante la imponente mesa y esperó a que se acomodara el banquero en su no menos soberbio sillón. Ya ambos solos y relajados procedieron a darse noticia de todo aquello que interesara al otro.

—Y decidme, amigo mío, ¿a qué debo el honor de vuestra inesperada visita?

Rubén rebuscó en su bolsa de viaje y de ella extrajo una carta que a través de la atestada mesa entregó a su anfitrión. Éste, haciéndose con un abrecartas de mango de ámbar gris, se dispuso a rasgar el sello de lacre y, tras tomar una lupa proveída de una piedra tallada y colocándosela sobre el ojo derecho, recostándose en el respaldo de su sillón, se dispuso a leer. A medida que sus ojos recorrían las apretadas letras un tono ceniciento invadía su cara en tanto que su mirada adquiría una expresión henchida por un igual de horror y de angustia. Cuando llegó al final de la misiva depositó sobre la mesa el pergamino junto a la lupa y, luego de un silencio preñado de nefastos augurios, se dirigió a Rubén.

—Pero esto es tremebundo, mucho más terrible que las noticias que hasta mí habían llegado.

—Mi padre me leyó la carta antes de sellarla, creo que se ha quedado corto en sus apreciaciones, los hechos desbordaron en mucho al relato, los sucesos fueron aún más terribles, la aljama de las Tiendas ha sido arrasada por completo. Nada volverá en Toledo a ser como antes.

—¡Pero, por Adonai! ¿Cómo es posible tanta vesania y tanto odio contra nuestro pueblo? ¿Qué culpa tenemos nosotros que un preso judío fuera crucificado hace más de mil años por Roma? ¿Qué precio debemos pagar por ello?

Rubén procedió, por indicación del banquero, a relatar con pelos y señales los sucesos ocurridos en Toledo el último Viernes Santo, así como también los avatares de su boda, del entierro del rabino y de su partida. Al concluir tenía la boca seca y el ánimo acongojado, tal era el cúmulo de recuerdos que asaltaban su mente. Dom Solomón, al verlo tan afectado, le ofreció una copa de vino especiado que en una frasca reposaba en una mesilla auxiliar y el joven bebió con avidez.

—Tengo mucho miedo de que llegue el día que debamos de lamentar aquí en Al Andalus algo semejante... Hace unos años algo así era impensable, esta tierra fue durante muchos siglos tierra de acogida para nuestros hermanos, los tiempos del Califato y luego los de los Taifas fueron buenos para nuestra raza, Meir Aiguadés y Abiatar Ben Grescas llegaron a ocupar el alto honor de ser médicos de los califas y Yehuda Shenofer fue su astrónomo predilecto, inclusive se instauró aquí la Academia Rabínica, famosa en toda Europa; pero ahora sopla el viento del otro lado y los cristianos realmente no son los islámicos. Fijaos bien que cuando los visigodos eran arríanos no teníamos problemas, éstos llegaron cuando sus reyes se convirtieron al cristianismo, estas gentes no perdonan que su Dios fuera judío y muriera en la cruz.

—¿Por qué decís que hasta aquí puede llegar otra hecatombe?

—Hace ya tiempo que alguien está azuzando a los perros.

—Y ¿quién es ese alguien?

—Ferrán Martínez es su nombre y su cargo es el de arcediano de Écija.

—Y ¿qué es lo que está haciendo?

—En cuanto tiene ocasión y desde todos los púlpitos lanza furibundas diatribas y arremete contra nuestro pueblo; y no va a parar hasta que el fuego prenda y arrase todas las aljamas de Al Andalus.

—Y ¿qué hace el rey?

—Lo mismo que hizo en Toledo, quiere y duele, le venimos muy bien para muchas cosas pero no osa enfrentarse abiertamente al papa de Roma; pero no seamos aves de mal augurio. Decidme, ¿qué puedo hacer por vos?

Rubén se llevó la copa a los labios y tras una pausa habló de nuevo:

—Quiero instalarme en Sevilla, donde me esperan; y hasta aquí he tenido la protección de la escolta que brindó el rey; no a mí sino a la hija del gran rabino a la que el canciller don Pedro López de Ayala prometió salvaguardar en su lecho de muerte, y que es mi esposa; pero ahora deseo garantizar la seguridad de los bienes que hasta aquí he traído ya que no dispongo de protección hasta Sevilla.

—Y ¿por qué no os hicisteis acompañar hasta Hispalis?

—No deseaba que persona alguna que regresara a Toledo supiera mi destino final. La inquina y malevolencia que todavía despierta el apellido Abranavel es inaudita al punto que el rey me ha autorizado a cambiarlo y a usar, en llegando a Sevilla, mi segundo apellido a fin de desorientar a cualquiera que nos busque para nuestro mal.

—Y ¿a nombre de quién he de redactar los documentos que haya lugar para llevar a cabo los negocios que os interesen?

—Labrat Ben Batalla son los apellidos adoptados y así se conocerá a los miembros de mi familia a partir de ahora y a mis descendientes el día de mañana. Quiero tener la certeza de que quien busque a un Ben Amía o a un Abranavel, hallará el vacío más absoluto.

—Os comprendo y alabo vuestra prudencia, pero entonces decidme, ¿qué puedo hacer por vos?

—Desearía proteger mis bienes durante el viaje y hasta Sevilla. Mas, si me decís que ese Arcediano tiene su centro en Écija, por donde inevitablemente debo transitar, ¿existe alguna fórmula para ello?

—Sin duda, amigo mío, es parte de los riesgos que acostumbramos a asumir.

—Y ¿cómo se lleva a cabo este negocio?

—Los dineros no tienen problema, vos me los traéis al banco y yo os libraré unos pagarés que en cualquier banca de cualquier país os cambiarán, el crédito de mi negocio alcanza todos los rincones del orbe conocido. —Esto último lo dijo el banquero con un adarme especial de orgullo—. En cuanto al ajuar y a vuestros bienes físicos, empleamos habitualmente otra fórmula.

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