Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¡A fe mía que jamás había visto cosa igual! —El maestro de obras Antón Peñaranda se dirigía a Simón—. ¿Es vuestro criado este angelito?
—Más que criado digamos que es mi pupilo.
—He adquirido con él una deuda de gratitud, el hombre al que ha salvado la pierna es uno de mis más queridos operarios y lo que hoy he visto, y he visto muchas cosas, no lo había presenciado en mi larga vida de constructor de catedrales. Si queréis dejármelo para que aprenda un oficio, con gusto tomaré esta tarea bajo mi competencia y os puedo asegurar que como cantero le auguro un buen y remunerado porvenir.
Simón vio el cielo abierto ante el ofrecimiento del maestro de obras, a fin y efecto de librarse de la obligación contraída con el mozo, e interrogó a Domingo con la mirada, pues sabía que su parquedad en palabras rozaba la mudez, y ante su asombro escuchó la voz del otro que, compungido y cabizbajo, argumentó:
—Yo, si no me echáis a la fuerza de vuestro lado, jamás querré apartarme de vos.
—A eso llamo yo fidelidad, rara moneda en los tiempos que corren, ¡a fe mía!
Entonces el maestro de obras extrajo de su escarcela un papelillo doblado en el que se podía leer junto a su nombre una dirección y se lo entregó a Simón, añadiendo:
—Si en alguna ocasión puedo hacer algo por vos o por vuestro pupilo, al que sin duda esta mañana guió el buen Dios sus pasos hasta aquí, no dudéis en buscarme. Soy hombre que acostumbra siempre a pagar sus deudas.
Y dando media vuelta dejó a Simón en medio de la explanada, asombrado, con el papel en la mano y mirando a Seisdedos sin acabar de creer lo que habían presenciado sus ojos.
Tomaron de nuevo los sacos de bellotas del suelo y se dirigieron sin demora al barrio del Peso del Rey que se había edificado en lo que fue el solar de los Escribanos; allí habían alquilado sus tiendas al cabildo y en él tenían sus negocios mezclados cristianos y judíos. Al lado de los primeros se encontraban comerciantes tan importantes como Yucaf, bolsero, Jacob Chapatel, tendero, Mair Mohep Benjamín, alfayate; amén de mesones y otros negocios de prestamistas y cambistas como el de Abrahem Alfandari y plateros como Mose David. Cruzaron de nuevo la ciudad y fueron descendiendo por la calle del Hombre de Palo y, atravesando el callejón del Fraile, llegaron a Chapinería, para desembocar en la calle del Nuncio Viejo, donde el padre de Simón tenía su modesta vivienda. Lo primero que divisaron los ojos de éste, al atravesar el callejón de las Ánimas, fue el tejado de su casa, y sobre él se alzaba la torreta del palomar artesanal que había construido con sus manos a fin de cuidar a sus amadas avecillas. Seguido por Seisdedos fue llegando hasta la entrada del patio y al atravesar la cancela, al fondo, junto al pozo, divisó la figura de su madre que vistiendo negro luto estaba cuidando las flores de un arriate. Al verlo se le cayó de las manos la jofaina con la que estaba regando las macetas y, llevándoselas a la cara y cubriéndose el rostro con ellas, tuvo que apoyarse en el brocal para no desmayarse.
Toda la tarde pasó la familia junto a la lumbre intercambiando noticias y dando gracias a Adonai por la buena fortuna de haberse podido reunir de nuevo con vida unos y otros, pese a que la suerte parecía haberse apartado del camino de los judíos de Toledo.
Cuando ya se calmaron las ansias de las mujeres, arreglaron un cuartucho en el desván para que hiciera de dormitorio para Domingo. La madre de Simón fuese a descansar extenuada por tantas emociones y éste quedó a solas con su padre que, recobrado del pasmo que había representado la recuperación de su hijo, porfiaba con él sobre la conveniencia de lo que se debía hacer a fin de no llamar la atención y pasar lo más desapercibido posible en aquel Toledo en el que, para los judíos, los dedos se hacían huéspedes. La conversación ante dos medidas de orujo se alargó casi toda la velada y Simón, a través de las explicaciones de su padre, pudo calibrar la inmensa tragedia que se desencadenó la noche del último Viernes Santo.
—Todo esto se venía venir, de ahí colijo que nuestros rabinos, intuyéndolo, industriaran los medios pertinentes para poder defendernos. Es por ello que os enviaron a vos y a David, que por cierto ha desaparecido de Toledo, a recoger las armas que se habían comprado en Cuévanos; pero alguien, por lo visto, dio el cañuto
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y las consecuencias fueron las que fueron y casi os cuestan la vida. Lo que no os perdonaré jamás es la falta de confianza en vuestro padre para que nada me dijerais hasta el día de hoy de lo peligroso de vuestra misión.
—Hubiera faltado a mi juramento; el empeño era de tal importancia que a fin de no preocuparos inventé una ausencia para un negocio de amores que vos, desde vuestra experiencia y dada mi juventud, pasasteis por alto sin nada preguntar, pensando que cuando dos amigos se van a una feria sin nada que mercar andan por medio sayas o briales. Y de haber ido todo según lo planeamos jamás os hubiera dicho nada.
—Cuando el rabino de la sinagoga de Benzizá, tío de vuestro amigo, dom Ismael Caballería, se presentó en esta casa a los dos días de la quema de la aljama, al instante supe que algo muy malo había ocurrido. Su sobrino David había regresado y por él supo de vuestra desventura aunque no el final, lógicamente, y tal cual, me la transmitió. Ahora no quiero que la inmensa alegría de haberos recuperado obnubile mi buen juicio al respecto de lo que debemos hacer, para que este gozo no devenga en drama. La pérdida de mi comercio fue un duro golpe, pero ni vuestra madre ni yo soportaríamos el perderos de nuevo ahora que os hemos recuperado.
—Padre, antes de determinar lo que voy a hacer con mi vida, he de preguntaros muchas cosas, ahora que las mujeres se han retirado.
—Todo lo que yo pueda hacer para ayudar a aclarar vuestras dudas nada más tenéis que preguntármelo; una única cosa os pido y es que no me ocultéis nada; cuando seáis padre lo entenderéis, lo peor del mundo es la ignorancia, tened en cuenta que tras la visita del rabí rezamos el Kaddish en dos ocasiones. Lo que he pasado estos meses en la duda inmensa de vuestro destino y en la angustia inmensurable de vuestra pérdida ha hecho que la nieve de la decrepitud haya blanqueado mis cabellos.
Simón abrió el corazón a su padre y luego de explicar todo cuanto había sucedido desde el lejano día que Esther pisó junto a su dueña la abacería hasta el momento de su visita, aquella misma mañana, a lo que había sido su tienda, nada quedó sin esclarecer. El padre lo escuchó sin interrumpirlo con la sapiencia que dan los años y el amor inmenso que anidaba en su alma por el hijo único dado por perdido y recuperado. Entre los dos se estableció un silencio tácito y luego el padre, mesándose la barba, habló de nuevo:
—La juventud es osada e imprudente, nada os puedo decir si no que el
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del gran rabino fue enterrado a menos de un mes del terrible suceso, que antes se llevó a cabo la boda de su hija con Rubén Ben Amía, y que apenas cumplido el tiempo del Shivá
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todos partieron y de los Abranavel, en la casa de la aljama del Tránsito, no queda ni la mezuzá. —En esta ocasión, la comparación era cierta, pero no por destruida sino porque Esther la extrajo y se la quiso llevar consigo fuere a donde fuere.
—Pero padre, ¡alguien sabrá lo que ha sido de ellos!
—No os digo que no, pero nada ha trascendido al respecto y no olvidéis, hijo mío, que soy un modesto comerciante, en estos momentos casi en la ruina, al que nada tienen que decir los rabinos que tienen paso franco en el Alcázar; de las cosas que solamente conciernen a los principales, ¿qué alguien sabrá lo que ha sido de esta familia? Ciertamente, pero os puedo asegurar que aunque los rumores siempre corren, nada se ha dicho en los mentideros donde el pueblo acostumbra a inventar hablillas y murmuraciones, de lo cual se infiere que ni sus criados sabían «el cuándo ni el dónde» porque, de ser así, se hubiera divulgado. Además debo deciros que Lilith
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os debió poseer, ya que imaginar que el gran rabino, dom Isaac Abranavel, iba a consentir que un muchacho como vos fuera a desposar a su hija, es cosa de enajenados.
Simón no consideró oportuno aumentar la congoja de su progenitor anunciándole que estaban dispuestos a huir y que de no haber mediado el amargo lance de la aciaga noche de la carreta de las armas a estas horas estarían, Esther y él, a muchas leguas de Toledo.
—Padre, seguiré vuestro consejo y procuraré, hasta que la borrasca escampe, no mostrarme en público; pero quiero que entendáis que mañana iré a visitar a dom Ismael Caballería para que me diga algo al respecto, amén de que con esta desazón no puedo vivir.
—Me parece lógico. Luego de que habléis con él decidiremos lo que haya que hacer con vos y las precauciones que debamos adoptar. Consideraré prudente que vuestro amigo, al que jamás podré pagar la deuda que con él y con su santa abuela he contraído, se abstenga de pisar la calle; luego de lo que me habéis relatado del negocio de esta mañana en la explanada de la catedral y debido a su singular presencia, hasta las ratas del mercado andarán en habladurías sobre el hecho, y no conviene remover el guiso de las berenjenas
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; si os debéis ocultar por un tiempo no es bueno que os asocien a él ya que por el hilo se saca el ovillo o, si mejor os cuadra, por el humo se sabe dónde está el fuego.
Lo primero que vieron los ojos de Simón al despertar fue la imponente figura de Domingo instalado en un escabel a los pies de su cama; silencioso como siempre pero extrañamente vigilante, parecía intuir que su amo tenía problemas. A lo primero, Simón creyó que todavía se hallaba en la cabaña, pero pronto sus sentidos se alertaron y tomó conciencia de todo lo acaecido el día anterior. Algo importante había ocurrido dentro de la cabeza del gigantón, pues en cuanto él se sentó en la cama oyó la casi desconocida voz de Seisdedos que poniéndose en pie le interrogaba:
—Amo, ¿qué queréis que haga?
—Pon agua en la jofaina y acércame la ropa que está sobre el arcón. ¿Qué tal has descansado?
Simón intentaba provocar el diálogo para cerciorarse de que realmente algún mecanismo se había ajustado milagrosamente en la cabeza de Domingo luego de su hazaña en la explanada de la catedral.
—Bien, amo, muy bien.
Realmente el milagro se había producido y el muchacho razonaba y ajustaba sus respuestas, aquel su lenguaje monosilábico se había metamorfoseado en un habla coherente aunque parca. Y respondiendo a la demanda de su amo se dirigió al arcón sobre cuya abombada y claveteada tapa de remaches de cobre reposaba la ropa de Simón; y tomándola la depositó sobre la cama, a continuación se dirigió al aguamanil y asiendo la jarra que reposaba entre sus curvas patas llenó de agua la jofaina. Cuando el mandado fue cumplido volvió su mirada hacia su amo demandando instrucciones.
—Baja a la cocina y aguarda allí, yo estaré enseguida contigo.
Seisdedos se desplazó con su acostumbrado sigilo de animal de bosque, cosa que invariablemente sorprendía a Simón ya que parecía imposible que un corpachón de tal envergadura consiguiera ser tan cauteloso.
Hizo sus abluciones y tras colocarse unas calzas limpias y una camisola, impolutas, se calzó las botas de piel de jineta y bajó a la cocina donde su madre y las otras mujeres, pretendiendo recuperar el tiempo perdido, habían colocado sobre la larga mesa una cantidad ingente de viandas, raciones y delicados manjares que su paladar casi había olvidado. En una olla colgada de un hierro sobre las ascuas de fuego que ardían en el suelo del hogar borboteaba un guiso cuyos efluvios obligaban a las aletas de la nariz de Seisdedos a ventear el aire. Su padre presidía la mesa y ante el alborozado parloteo de las mujeres hizo valer su autoridad.
—Judit, ¿por qué no os lleváis a otro lado esta pajarería a fin de que vuestro hijo no se arrepienta de haber regresado?
—Perdonadnos, esposo mío, es tanta la alegría que nos embarga que comprendo que seamos inoportunas, pero al instante os complaceremos.
La madre, atendiendo el mensaje que le transmitía el esposo, tras besar a Simón y luego de secarse las manos en el delantal que llevaba sujeto en la cintura, dio dos briosas palmadas que indicaron a las fámulas que debían abandonar la estancia. Simón, ante el asombro de su progenitor, conociendo las costumbres de su amigo y consciente de las penurias de los días pasados, alcanzó una de las bandejas que se empleaban para el servicio común y llenándola de viandas la colocó ante Seisdedos cual si fuera la ración corriente que acostumbra a consumir una persona. Éste, como si fuera lo más natural del mundo, se dispuso a dar cumplida cuenta de los volátiles, empanadas, hojaldres y vaca que le habían adjudicado, regándolo todo, entre bocado y bocado, con un caldo de fabricación casera destilado al modo kosher que puesto en un jarrillo con asa le ayudaba a deglutir la comida.
—¡Por Samael
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que un ibbur
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parece haber poseído a este goi, jamás había visto ingerir de una sentada tal cantidad de comida!
—Tiene la fuerza de tres hombres, padre, justo es que coma por ellos.
Domingo actuaba como si todo aquello nada tuviera que ver con él, dando buena cuenta de los manjares puestos a su alcance, resarciéndose de las miserias pasadas.
Zabulón, éste era el nombre del padre de Simón, tomó de nuevo la palabra.
—¿Habéis pensado, hijo, lo que os conviene hacer ahora?
—No sé bien si me conviene, padre mío, pero indefectiblemente sé lo que voy a hacer.
—Y ¿qué es ello?, si es que puede saberse.
—He de saber lo que ha sido de Esther, y la única persona que puede informarme al respecto es dom Ismael Caballería, amén que quiero preguntar por David, que si bien me habéis notificado que no se encuentra en Toledo, deseo saber qué ha sido de él y, si es posible, verlo.
—Corréis un riesgo grande saliendo a la luz pero comprendo que, aunque os aconseje lo contrario, no haréis caso de mis recomendaciones, es imposible ponerle puertas al campo, al igual que quimérico es intentar embridar un corazón enamorado. ¿Habéis indicado a vuestro amigo la conveniencia de, por el momento, no mostrarse en público?
—No os preocupéis por ello, hará lo que yo le indique y no se apartará ni un ápice del cometido que le marque.
Seisdedos había dado cuenta de su descomunal yantar y miraba expectante a su amo aguardando instrucciones.