Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Amigos, hoy es un día especial para todos aquellos que soñamos una Alemania diferente de la que nos venden cada día la radio y los periódicos, y para que veáis que no estamos solos en nuestra lucha hoy ha venido desde Munich alguien que nos va a hablar de lo que allí están haciendo los universitarios de las diferentes facultades. Creo honestamente que están más unidos que nosotros y que no hacen distingos entre una y otra facultad, van todos a una, que es lo que nosotros debemos hacer si queremos desarrollar una labor efectiva y seria. ¡Con vosotros, Alexander Schmorell!
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El introductor se hizo a un lado y colocándose el micrófono bajo el brazo, a fin de dejar las manos libres, inició el aplauso que fue seguido por el joven auditorio. Entonces, apartando la cortina del fondo, apareció un joven peculiar, cuyo aspecto subyugó inmediatamente a la concurrencia. Era alto y desgarbado, el pelo color zanahoria, la piel muy blanca, como casi todos los pelirrojos, y sobre su nariz cabalgaban unos gruesos lentes de concha. Vestía un pantalón de canutillo, camisa blanca, chaleco de cuello en pico azul marino y zapatillas de deporte. Pero lo que llamaba la atención de la gente eran sus manos huesudas de largos dedos que, al tomar el micro que le ofrecía el otro, denotaban una sensación de fuerza y de seguridad que contrastaban con su apariencia frágil y que inmediatamente subyugaron a aquel auditorio joven e idealista.
—Mi nombre es Alexander Schmorell, tal como se os ha dicho, y soy de Múnich. Se me ha encomendado la misión de contactar con los estudiantes de Berlín a la vez que otros compañeros están haciendo lo mismo en Viena, Frankfurt, Stuttgart, Kalsruhe, y Mannheim, a fin de coordinar voluntades y poder oponernos a tanta insania. Mi ciudad se siente responsable ante Alemania de haber alojado en sus entrañas y parido a semejante monstruo.
Los aplausos sonaron inmediatamente, mostrando claramente el color político de los asistentes, en tanto el conferenciante, con un gesto autoritario de su mano zurda, reclamaba silencio.
—No perdamos tiempo en aplausos porque tenemos poco y hay mucho que hacer. Aunque mi religión es la protestante y soy ario no puedo estar conforme con lo que se está haciendo con otros alemanes, tan alemanes como yo, por el hecho de tener otras creencias religiosas. Las leyes que han promulgado el cabo Adolf y sus acólitos no tienen parangón en cualquier otro país civilizado y esto no ha hecho más que comenzar. Se están invadiendo países por motivos que el buen pueblo alemán no alcanza a comprender y gobernados por este insensato nos vamos a ver metidos en una guerra de imprevisibles consecuencias.
El silencio era absoluto y la gente no daba crédito a lo que estaba oyendo, era necesaria una inmensa dosis de ingenuidad o un descontrolado valor temerario para dirigirse a un auditorio en aquellos términos. El orador prosiguió:
—Ahora son los judíos, los gitanos y otras razas consideradas inferiores por estos energúmenos, pero si no hacemos algo dentro de nuestras posibilidades, pronto se dedicarán a otros colectivos que se oponen a sus perversos planes. —El tono iba
in crescendo
y el gesto crispado del conferenciante galvanizaba al auditorio—. Que nadie caiga en la trampa saducea de pensar que «como no va conmigo el asunto, me desentiendo del problema», porque cuando vaya para el que así piensa, los demás tampoco se interesaran por él. ¿Sabéis que han quemado libros de autores alemanes porque no se ajustaban a su ortodoxia? A los nazis les asusta todo aquel ente con vida que tenga capacidad de pensar y por tanto de discernir, y los estudiantes somos su principal objetivo: o se está con ellos a contra ellos, no hay termino medio. —El cálido verbo del orador prendía como la yesca en aquel auditorio joven y entusiasta captando adeptos. Hanna se dio cuenta al ver el rictus y la tensión del muchacho que estaba ante un auténtico genio de la comunicación. Cuando se le escuchaba, aquella aparente fragilidad se convertía en un torrente de fuerza que embarcaba a los oyentes—. Os voy a decir cómo descubrí a los doce años los turbios manejos de estos canallas para hacerse con mi voluntad. Yo era un niño muniqués, y como todo niño, permeable a cuantas cosas sonaran a heroísmos y a secreto. Mis padres me apuntaron a un campamento de verano que organizaban las juventudes del Partido Nacionalsocialista en las montañas del Tirol. Marchábamos de un lado a otro precedidos de trompetas con banderolas colgando en su empuñadura, tambores y timbales, vestidos con damascos brillantes a rayas negras y rojas cuyos flecos ondeaban al ritmo de nuestro paso, entonando cantos marciales con los estandartes y guiones al viento. Acampábamos al lado de vetustas ruinas de castillos teutones. Descubríamos el hermoso sentimiento de la camaradería en el círculo de los que participan de unos mismos ideales patrios. En el deporte y en el juego, así como en las veladas, íbamos creciendo juntos y enfocando la vida como una fantástica aventura. Durante todo el tiempo, de día en las clases y de noche alrededor de los fuegos que se organizaban, nos fueron metiendo en la cabeza que el partido era más importante que la familia, que el Führer estaba muy por encima de nuestros padres y que debíamos denunciar cualquier actitud que hubiéramos observado en nuestros mayores que no coincidiera con los principios que allí se promulgaban. Cuando faltaban pocos días para marcharnos y en uno de los últimos fuegos de campamento, uno de los más jóvenes acusó a su padre de desviacionista. En el acto, nuestros jefes lo aplaudieron y nos lo pusieron como ejemplo. Al regresar a casa, el padre de aquel muchacho fue detenido y lo borraron del paisaje habitual de nuestra ciudad. A su hijo lo condecoraron delante de todos los compañeros, en las aulas de la escuela, y el jefe local le impuso una medalla que brillaba mucho ascendiéndolo a abanderado de la sección, modelo de Flechas Negras, y por tanto encargado de llevar el guión del grupo en todos los actos y desfiles que se celebraran. A partir de aquel día muchos niños denunciaron a sus padres y me consta que alguno falsamente, pero todos querían la condecoración y el ascenso
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. Es así como estos individuos ganan voluntades. Os quiero decir algo que entronca con el nombre de este local. Dice Schiller, en su comentario sobre las leyes de Licurgo y de Solón: «Jamás el Estado es un fin en sí mismo, todo debe estar orientado al bien de todos los ciudadanos.» ¿Es esto acaso lo que están haciendo esta pandilla de iluminados? ¿Que qué podemos hacer? Infinidad de cosas que otros ya han hecho, u otras nuevas que salgan de la impronta y del ingenio de los estudiantes de todas las facultades. Os pondré un ejemplo. Hace una semana la Gunwaldstrasse de Múnich apareció con todas la fachadas pintadas de letras que decían, más de setenta veces, «abajo Hitler».
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El discurso fue subiendo de tono hasta que finalmente se dieron las consignas a seguir por los que quisieran aunar sus esfuerzos con los de la Rosa Blanca, que así se llamaba el grupúsculo nacido en Múnich y que ya tenía adeptos en muchas de las universidades de Alemania.
Al terminar, la gente, obedeciendo las consignas dadas por el micrófono, fue saliendo del local en parejas, tríos y en pequeños grupos que no llamaran la atención de los transeúntes. Cuando el local se hubo vaciado, Hanna pidió a Klaus que le presentara al orador. Se fueron por el pasillo del fondo hasta un camerino habilitado para la ocasión y al llegar, las chicas observaron que no eran la únicas que deseaban conocerlo, en la puerta estaba el «armario» controlando la entrada e impidiendo que en aquel reducido espacio coincidieran a la vez más de cuatro o cinco personas. Klaus hizo las presentaciones y tuvo la precaución, avisado por ella y al entrar con una pareja desconocida, de presentarla como Renata Shenke, estudiante austriaca de filología. El orador, que se había quitado las gafas y la camisa, y se había envuelto en una toalla, con la que se secaba el torso, le pareció mucho más niño y Hanna observó que su mirada, algo estrábica, tenía el fuego de los visionarios, y que al natural era algo más bajo que en el escenario, extremadamente delgado pero nervudo y como iluminado por la misión que se había impuesto.
—Me ha encantado tu discurso y creo que en Berlín se puede hacer una gran labor.
Helga se añadió.
—Me llamo Rosa —dijo dando el nombre que le había asignado el partido— y me tienta mucho más tu discurso que el de los míos.
—¿Eres comunista? —indagó él.
—Sí, pero no me convence lo que está pasando en Rusia con los judíos.
—Lo mismo que aquí, pero de una manera mucho más directa y menos solapada. Ten en cuenta que el judío ruso no es una tentación en cuanto a su expolio se refiere, aquí se le quiere quitar todo para luego destruirlo y las leyes que han promulgado y que sin duda se van a promulgar van encaminadas a ello.
—Yo soy judía por parte de padre, puedes a partir de este momento contar conmigo —dijo Hanna.
—Y conmigo —añadió Helga.
—Ahora, a la salida os tomarán los datos.
Ante el cruce de miradas de las dos chicas, aclaró:
—No os preocupéis, las listas son en clave. Nadie, aun en el caso de perderse, podrá sacar nada de ellas.
—¿Por qué no vamos a tomar algo antes de irnos a dormir? —añadió Klaus.
—Esto está hecho, si las damas no tienen inconveniente.
Salieron todos y se dirigieron a Grumpy, una cafetería del centro. Casi sin darse cuenta y hablando de muchas cosas pasó el tiempo y dieron las dos de la noche. Cuando Helga regresó a su casa, Manfred estaba en la ventana esperándola. La muchacha, apenas cerró la puerta, se dirigió a él, entusiasta.
—He conocido a alguien fantástico que quiero que conozcas, forma parte de un grupo cuyos planteamientos políticos están mucho más cerca de nuestras ideas que de las del partido. Están organizados y a tu hermana y a mí nos han convencido. Se dedican a distribuir panfletos denigrando a los nazis, les he dado mis datos.
—¡Estás loca! ¿No os he dejado claro a lo que ibais? ¿Cómo se te ocurre dar tus datos a un desconocido? ¿Qué sabes de él?
—Hanna también lo ha hecho —se defendió Helga.
Manfred se mesó los cabellos.
—¿Para qué os doy instrucciones? ¡Sois infantiles! ¡Ya he conocido a muchos de estos revolucionarios de salón! ¡Los únicos que nos batimos el cobre en la calle y nos jugamos la vida somos los comunistas! ¡No son panfletos lo que hay que tirar, son bombas! ¡Además, no son horas, me has tenido angustiado, mañana hablaremos, buenas noches!
—¿Qué te ocurre, Manfred?, ¿estás celoso?
Manfred no se dignó responder; dio media vuelta y, aquella noche, se dirigió a su dormitorio.
La Puerta de la Bisagra se abría cada mañana a las cinco en punto, tras recoger el capitán de turno la correspondiente llave en el convento de Santa Clara
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. La guardia allí instalada se preocupaba mucho más de las mercancías que entraban en la ciudad y que debían pagar la alcabala del portazgo
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que de aquellas personas que la abandonaban, ya que si no había una expresa orden de busca y captura de alguien, poco importaba que quien quisiera abandonara la capital.
Aquel miércoles, antes de la apertura de la puerta, una caravana de cinco carricoches, tres galeras y dos carrozas de viaje, custodiadas por una escolta de seis soldados a cuyo mando iba un oficial del rey, se aproximó a la inmensa y poderosa puerta y el teniente al mando exigió la presencia del capitán de la guardia que, avisado por el centinela, apareció, abrochándose el talabarte que sujetaba su espada sobre la cota de malla, con el rostro soñoliento y el gesto adusto y malhumorado.
—¿Cuál es este apremio que hace que no podáis esperar la hora de apertura de la puerta?
—Yo solamente hago que cumplir órdenes al igual que vos, y si me ordenan que escolte a estas gentes hasta las fronteras del reino a la mayor brevedad posible, entenderéis que si no salto la muralla con las carretas, empresa harto dificultosa, o no consigo que me abráis la puerta, poco puedo hacer para cumplir mi cometido, o sea que, lamentando interrumpir vuestro descanso, si sois tan amable de leer las disposiciones que me ha remitido la chancillería real...
Y acompañando con el gesto su discurso, el teniente del rey, inclinándose desde la silla de su cabalgadura, entregó al capitán de puerta el mensaje que a su vez le había entregado en persona don Pedro López de Ayala. El otro, mosqueado, lo tomó en sus manos, y a la pálida luz de un candil que le acercó un centinela leyó con atención el clarísimo documento que no dejaba lugar a dudas sobre el comportamiento que debían observar todos aquellos vasallos de Juan que fueran requeridos para mejor proporcionar un buen viaje a los ilustres súbditos que viajaban en las carrozas acompañados por sus domésticos y enseres.
El capitán de guardia devolvió, sin nada comentar, el papel al teniente que a su vez lo guardó en su faltriquera y con un gesto autoritario ordenó a sus hombres que retiraran el inmenso travesaño de roble y hierro que cada noche, encajado en tres inmensas piezas del mismo metal, habrían de impedir que un ejército dotado del mejor de los arietes pudiera abatir las hojas de la inmensa y reforzadísima puerta. Éstas giraron lentamente sobre sus chirriantes goznes y, a la orden del teniente que mandaba la expedición, los tiros de las pesadas galeras y las dos carrozas azuzadas por los gritos y el restallar de los látigos de sus respectivos aurigas, arrancaron a paso lento metiéndose en la madruga.
Esther, desde el cómodo asiento de su carroza y a través de una pequeña ranura que dejaba la lona embreada, que servía para impedir que la lluvia entrara en el coche, ajustada al marco de su ventana, presenció el diálogo de ambos hombres. Su esposo iba a su lado pensativo y ensimismado en sus cosas y ella, con el corazón partido, avanzaba hacia su incierto destino unida de por vida a un hombre bueno al que no amaba y con el alma transida por el dolor, lleno su espíritu de recuerdos que iban unidos a la ciudad que abandonaba, a su niñez, hacia la memoria de su amado padre que yacía enterrado en el cementerio judío de Toledo y hacia el hombre que había dado su vida por los de su raza sin ni siquiera haber tenido el consuelo de tenerla en sus brazos por última vez. Enjugó una lágrima que se asomaba al balcón de la aterciopelada cárcel de sus pestañas, con un pequeño pañuelo que antes de partir le había entregado su ama, que viajaba en la otra carroza junto a Gedeón, el viejo mayordomo que su madre le había cedido, y dirigió la vista al cielo: una luna grande y rojiza iluminaba el horizonte con un reflejo cobrizo, y pensó que era inútil huir del destino, y el de su pueblo era sin duda vagar por el mundo sin paz ni rumbo fijo. Estaban condenados a ser eternamente un pueblo maldito y errante. La muchacha se juró a sí misma que no volvería a volcar su afecto en persona alguna, y si volvía a tener que abandonar algo sería con el alma vacía y el corazón ligero de equipaje.