La Saga de los Malditos (38 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Imagino que no ha sido una cuestión baladí, pero la espalda que destrozaron fue la mía y todo para desagraviar a un «marrano» que, por lo que colijo, tiene más influencia en la Corte que vos y que vuestro respetable tío.

El bachiller no cejaba en su actitud provocativa y el obispo se mosqueó.

—Si tal fuera como decís, no estaríais aquí ahora, ni en este estado ni en mi presencia ni siendo el sujeto de mis futuros desvelos. Debéis asumir que en cualquier acción existen riesgos y vos habéis corrido uno de ellos; pero vuestros benefactores no os han desasistido ni podéis estar quejoso de las ganancias que os ha reportado y os puede todavía proporcionar este envite.

La astucia del bachiller le encendió una alarma dentro de su sesera y plegó velas. Al fin y al cabo, el pasado no tenía remedio y lo que convenía era cobrar ventaja de cara al futuro.

—Os entiendo, excelencia, pero comprended que es muy duro ser castigado injustamente por unos jueces venales por defender la verdadera Fe contra unos individuos que son la escoria del reino y enemigos declarados de los buenos cristianos.

—Os reconozco que son ladinos y arteros y que tienen, dentro del Alcázar sus peones muy bien colocados, pero no dudéis que la partida no ha hecho sino comenzar.

—Decidme entonces, excelencia, ¿qué va a ser de mí y de mis socios?

—Este son me es más grato. Sentaos, vuestro estado aún no es del todo bueno para que dialoguemos de pie. Escuchadme.

Rodrigo Barroso, con una mueca de ficticio dolor, se aposentó en el borde de su camastro y a su lado se acomodó el prelado.

—Procedamos con orden. En primer lugar debo deciros que, sin llegar al nivel de cuidados que hemos prodigado a vuestra persona, vuestros amigos están gozando de una regalada existencia que no habían tenido anteriormente en toda su vida, ¿me vais siguiendo? Ya que, excepto mujeres, que es una cuestión que podemos pactar, gozan de un bienestar como no han conocido jamás y del que, sin duda, carecerán en cuanto abandonen las paredes de mi palacio. Por lo tanto, en primer lugar, quiero comentar los planes que he pergeñado para vos.

—Os escucho, todo mi futuro está en vuestras manos.

El obispo pasó familiarmente su brazo por los hombros del bachiller y éste, ante el halago que ello significaba, casi alcanzó un orgasmo.

—Veréis, las gentes ya no hablan de los incidentes del Viernes Santo, vos no ignoráis cuán voluble y tornadizo es el pueblo, y ahora ya están encalabrinados con el nacimiento de un nuevo príncipe; y el rey, que por ahora no esperaba descendencia, a su vez anda en lo mismo y está tan feliz con la idea de ser padre que nada ha comentado al respecto de las obras que ya ha iniciado, por encargo mío, maese Antón Peñaranda, para agrandar el claustro que daba a la aljama de las Tiendas. Los judíos, como siempre, se han conformado, tras mucho dialogar y discutir entre ellos, que al fin y a la postre es lo que mejor saben hacer y lo que mejor les cuadra. De manera que las familias que allá vivían se han buscado un nuevo acomodo y se han reubicado en otras partes, principalmente cerca del puente de barcas, en el río, más allá de Santo Tomé. Debo reconoceros, sin embargo, que en algún caso en particular, he debido aflojar las correíllas de mi bolsa.

—¿Qué tiene todo esto que ver conmigo?

—Aguardad, dentro de nada ya nadie se acordará de vos. Entonces vuestra fuga será un hecho, partiréis de Toledo convenientemente disfrazado y con el dinero suficiente para instalaros donde os convenga y, allá donde vayáis, seréis lo suficientemente rico para comprar voluntades si alguien os reconociera y, desde luego, para iniciar la vida que tengáis a bien llevar.

El bachiller había perdido la vergüenza e inquinó acucioso:

—¿Cómo de rico?

—Únicamente os digo que día ha de llegar que bendigáis todos y cada uno de los verdugazos que os han suministrado, ya que os he de pagar, cada uno de ellos, a precio de oro.

Lo último acabó de desarbolar las defensas del bachiller.

—¡Excelencia, siempre supe que no me abandonaríais en esta ordalía, únicamente os pido que cuidéis de mis socios y que sepáis que yo, esté donde esté, seré siempre un azote de este pueblo de ratas inmundas y un fiel servidor de vuestra excelencia!

Entonces el Tuerto, sin un adarme de vergüenza, se abalanzó a los pies del prelado besándole los escarpines.

La partida de Esther

La casa de los Abranavel había sufrido una transformación absoluta. Los albaceas del testamento del gran rabino habían cumplido al pie de la letra sus instrucciones y, como era preceptivo, ninguna voz se alzó para intentar discutir el más nimio de los detalles. Todas las disposiciones al respecto del reparto de la herencia habían sido tenidas en cuenta y ya los servidores tenían en su poder las mandas y las dádivas a ellos destinadas; y de la misma manera las dependencias de la casa habían sido desembarazadas del mobiliario pertinente. Y así mismo, las inmensas riquezas atesoradas en ella habían sido convenientemente embaladas para poderlas enviar a su posterior destino. Los albaceas habían tenido buen cuidado de que fueran a parar a las arcas del rey los correspondientes pechos, pues no convenía despertar la inextinguible codicia de Juan I, necesitado siempre de liquidez para hacer frente a los fuertes dispendios al que le obligaban sus inacabables enfrentamientos con la nobleza, y que por mucho que supusiera jamás podía llegar a imaginar la fortuna que había conseguido acumular su buen súbdito. El resto de los cuadros, muebles, estatuas, libros, incunables, joyas, piedras preciosas, etcétera, que constituían una fortuna, habían sido vendidos lentamente para acrecentar el grueso de dinero y pagarés que serían atendidos sin duda en cualquiera casa de cambio judía o en cualquier ceca de cualquier lugar dominado por el rey moro de Granada; amén del propio palacete adquirido en subasta por una noble dama que consiguió que a partir de aquella fecha el edificio fuera conocido por el pueblo de Toledo como el de la Duquesa Vieja.

Las dos mujeres, acompañadas por Rubén Ben Amía y por Samuel, se habían instalado en el que fuera el salón principal de la casa de los Abranavel para escuchar lo que tuvieren a bien decirles los albaceas del testamento de su padre y esposo. Ambas vestían negras camisas, velos y briales sin adorno alguno que no se quitarían hasta que el tiempo que marcaba el protocolo para la circunstancia del luto hubiera prescrito. El que habló en primer lugar fue Ismael Caballería.

—Señores míos: Las disposiciones del gran rabino se han ido cumpliendo y ya poco queda por hacer, pienso que a más tardar un mes podréis partir de Toledo, si ésta es vuestra voluntad, con todos los temas económicos resueltos. Vos, señora, podréis marchar hacia Jerusalén y vos, Esther, podréis vivir donde os plazca y bajo los apellidos que escoja vuestro esposo, tal y como fue el último deseo del buen rabí.

La que respondió fue Ruth, cuya natural palidez había aumentado a causa de la crispación y desasosiego que la terrible circunstancia había generado.

—La obediencia debida a mi querido esposo hará que parta de Toledo y vuelva a Jerusalén. Mi deseo hubiera sido quedarme aquí, donde sus restos reposan y ni el recuerdo del monstruoso suceso ni el temor a posibles venganzas me hubieran apartado de su lado, pero tal no fue su deseo y parece ser que mi destino es otro, ya que él pensó providentemente que estaríamos ambas más seguras estando separadas. Por lo que a mí respecta, estoy presta a partir y, aunque mi corazón sangra al apartarme de la que considero mi hija, comprendo que ella ha de seguir su camino y que ahora es su marido el que debe determinar dónde ella vaya. Me quedará el consuelo de escribirle y la esperanza de que los hados que ahora me apartan de ella, en un futuro, ¡Elohim quiera que no lejano!, nos reúnan de nuevo.

Tras este triste discurso, un silencio denso se abatió sobre los presentes hasta que la voz de Rubén lo rompió.

—Dudo que nadie haya vivido el que debía ser el día más venturoso de su vida con la incertidumbre y la desazón que me ha deparado el destino, pero debo afrontar las circunstancias y la primera obligación que tengo hacia el recuerdo del que me dio a su hija por esposa es honrar su memoria y darle un heredero que perpetúe su nombre. A él le pareció que los tiempos que se avecinan en esta ciudad iban a ser todavía más terribles que los que se han vivido hasta ahora, por lo tanto voy a partir y la prudencia me dicta que lo debo hacer en silencio y sin nada decir de mis futuros planes. Sé dónde se hallan vuesas mercedes y en su momento, cuando la tormenta escampe, sabré contactar con todos y explicar dónde me ha llevado el destino y, si el mensajero es seguro, cuál será mi nuevo patronímico. —Luego se dirigió a Ruth—: Vos, señora, en cuanto lleguéis a Jerusalén, tendréis nuevas que os dirán dónde nos hallamos Esther y yo y ni que decir tengo que allá donde me halle tendréis siempre vuestra casa. Y por lo que a mí respecta nada he de añadir; únicamente que si el rey, tal como prometió a través de su canciller, nos da escolta, pienso partir antes de la próxima luna.

Luego de las palabras de Rubén y tras las protocolarias despedidas la reunión se disolvió y cada uno partió a su avío.

Cuando los nuevos esposos llegaron a la casa de los Ben Amía donde ahora vivían, Esther rogó a su marido que escuchara su ruego y le permitiera llevar consigo adondequiera que fuese a su querida Sara. Rubén gustosamente accedió a ello y le dijo que todo cuanto él pudiera hacer por que fuera feliz, lo haría sin dudarlo un momento.

La muchacha creía vivir una historia que no era la suya, de ser la hija mimada y consentida del gran rabino había pasado a ser, sin solución de continuidad, la esposa recién casada de un
lamdán
que si bien era una bondadosísima persona no cumplía en absoluto las premisas que Esther había soñado, desde su más tierna infancia, como las indiscutibles virtudes que deberían adornar a la persona que la desposara. La personalidad del gran rabí había marcado fuertemente las expectativas de su hija hasta el punto que un hombre bueno y discreto que no tuviera la capacidad del mando y del liderazgo de los suyos era para ella un ser incompleto, eso sin contar que ahora ya no era una chiquilla y estaba desesperadamente enamorada de la sombra de un recuerdo que cada noche crecía y crecía y se hacía más presente e insoportable. Su amado Simón había muerto defendiendo el carro de las armas que debían salvar a los de su raza e intentando ayudar a los suyos; y en su mente había adquirido la dimensión de un héroe como podían serlo para los de su pueblo, en la antigüedad, los Macabeos
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o los defensores de Massada
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. El recuerdo de las horas pasadas juntos y su decisión de huir con ella acrecentaban su figura aumentando, si ello fuera posible, su prestigio de tal forma que su memoria, virgen de cualquier acontecer que pudiera enturbiar su querida imagen, todavía lo evocaba más puro, hermoso e inteligente de lo que pudiera ser en la realidad.

Las noches para la muchacha eran un misterio. Rubén, respetando la magnitud de su dolor, tras depositar en su frente un cálido ósculo, se recluía en su escritorio y se dedicaba durante largas horas a sus estudios del Talmud. Cuando ella lo oía regresar, sentía cómo se introducía en silencio en la alcoba conyugal sin apenas hacer ruido y sin intentar acercarse a ella, cosa que Esther le agradeció infinitamente e hizo que en ella naciera un cálido afecto hacia aquel ser tan sumamente delicado que todavía no había consumado el matrimonio.

Una mañana, cuando la niña iba a salir para dirigirse con Sara a la casa que había sido de su padre, Rubén la detuvo y le rogó que entrara en su despacho. Esther así lo hizo indicando a su ama que la esperara en la entrada del jardín. La pieza era una cámara de mediano tamaño llena de libros, manuscritos y documentos que más parecía un almacén de viejo que el despacho de un estudioso. El muchacho apartó con sumo cuido unos papeles que ocupaban un escabel y la invitó a sentarse. Esther se recogió la túnica con la mano diestra y se ubicó en el lugar que le indicara su esposo; éste lo hizo tras la mesa atestada de papiros y, tras observarla con detenimiento, comenzó su disertación.

—Querida esposa, dado a los sufrimientos que habéis padecido, he procurado que el tránsito que para toda mujer representa el cambio de soltera a casada haya sido lo más sosegado posible, y mi deseo es que os encontréis a mi lado tan serena y segura como lo estabais en casa de vuestro padre, que Elohim haya acogido en su seno.

—Os doy las gracias, esposo mío, y jamás podréis saber lo que os agradezco la paciencia y el tacto que habéis mostrado para conmigo a fin de que me acostumbre a mi nuevo estado. Espero ser con el tiempo una buena esposa para vos y daros la vida placentera que merecéis y que tan grata y necesaria os es para vuestros trabajos.

—No tenéis por qué agradecerme nada. Vuestro cuerpo es joven y hermoso, pero me es mucho más caro vuestro espíritu. Tiempo habrá para que, en mejores condiciones, ejerzamos de marido y mujer y consumemos nuestra unión, hacerlo en estas circunstancia hubiera sido portarme como un animal cualquiera y no es éste mi caso, pero os he hecho entrar aquí para otras cuestiones que a ambos nos conciernen y que como esposa que sois mía os debo comunicar.

Se hizo el silencio y las cejas de Esther se alzaron interrogantes.

—Veréis, amada, aunque aún no somos una sola carne sí somos ya un solo espíritu, y justo es que cada circunstancia que vaya a afectar nuestra vida en común sea sometida al criterio de ambos.

—Y ¿qué es ello, Rubén?

—Me han enviado un mensaje desde la cancillería del rey, notificándome que el próximo miércoles nos recogerá una guardia de seis hombres a cuyo mando estará un teniente del rey para acompañarnos adondequiera que queramos ir hasta instalar nuestro hogar en cualquier lugar dentro de los confines del reino.

—Y ¿puedo saber cuál es el lugar que habéis escogido para que iniciemos nuestra vida de casados?

—Es prematuro. En primer lugar nos dirigiremos a Córdoba y allí tomaré la decisión final cuando la garantía del secreto de nuestro destino sea absoluta. Donde vayamos deberemos vivir de mi trabajo, otra cosa no me parecería digna.

—Pero, sabéis que la cuestión económica no nos apremia y que con la herencia de mi padre podemos establecernos donde mejor os pluguiere, ¿qué necesidad tenemos de depender de vuestro esfuerzo?

—Veréis, Esther, yo agradezco y respeto la decisión del gran rabino en cuanto a vuestra herencia, pero pretendo que mi familia viva de mi trabajo y desearía que mi decisión, que es criterio cerrado, fuera de vuestro agrado.

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