Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—¿Es inaplazable, Eric?
—Así es, amor mío, he agotado todas las prórrogas de estudios y ahora debo incorporarme, pero no te preocupes, será un tiempo que pasará deprisa y luego además tendré permisos; no te agobies, Hanna, si para ti es duro para mí lo es más, piensa que siempre quise servir a mi patria, pero en estas circunstancias voy por obligación, mi patria es Alemania, no el Partido Nacionalsocialista.
—¿Cuándo lo has sabido, Eric? —interrogó ella.
Él extrajo de su bolsillo posterior un arrugado telegrama y cuando se lo iba a entregar a Hanna, Manfred lo tomó y tras examinar, a la luz de la ventana, el matasellos, lo abrió a continuación y procedió a leer en alta voz el comunicado de la marina. Tras los protocolarios saludos decía así:
Habiendo finalizado todas sus prórrogas de estudio y sin posibilidad de renovación, se le notificará en breve tiempo la fecha de su incorporación a la Kriegmarine en cuyo momento deberá presentarse en el acuartelamiento de la Waldemar platz n.° 19, donde se ubica la 5ª sección de transmisiones de la marina de guerra alemana, y donde le comunicarían la fecha y el lugar de la convocatoria de su reemplazo.
—Ahora que he conseguido volver, tú te vas a ir —se lamentó la muchacha.
—Hanna, ya me he informado, el servicio que voy a prestar no es el de un alemán de a pie, a los de telecomunicaciones nos tratan de una forma especial porque les hacemos falta. Primeramente permaneceré en Berlín varios meses, luego haré unas prácticas en un barco de guerra y finalmente regresaré a Berlín con graduación de primer teniente asimilado, y además ya verás como, en cuanto entre, me buscaré alguna recomendación para que me dejen salir del acuartelamiento.
Hanna le tomó de la mano, entre resignada y feliz, dispuesta a aprovechar hasta el último segundo para estar con él, y a la vez preguntó:
—Y ¿qué hay de vuestro servicio?
—A mí no me quieren por cojo, y a éste —señaló a Manfred— como Pardenvolk no lo quieren... los judíos no defienden a Alemania y con su otro nombre no existe.
»Dijo padre en su carta que tenías intención de matricularte en filología germánica, ¿qué hay de eso?
—Realmente ésta era mi intención, lo que ocurre es que lo voy a tener que hacer por libre ya que el curso comenzó en septiembre y estamos prácticamente en noviembre.
Manfred intervino:
—Puede ser peligroso, hay mucha gente que te conoce, conocidos de tu generación.
—Ya lo he pensado. En primer lugar me matricularé, como te he dicho, por libre, de manera que no estoy obligada a asistir a las clases; en segundo lugar, date cuenta que he perdido dos cursos, por lo tanto los que asistan a mi curso serán dos años más jóvenes que yo, y dos años a mi edad son mucho; y en tercer lugar, mis amigos eran judíos y los judíos no van a la universidad, mi facultad es minoritaria y caso que me encuentre a alguno de ellos no es probable que me salude en público ya que quien sea, estará, por lo menos, tan preocupado por su seguridad como yo.
—Entendido, hermana, no soy quién para discutir la forma que hayas decidido para defender a tu patria haciendo la labor que creas oportuna, cada uno se arriesga como quiere. Helga está matriculada en la facultad de Derecho, éstas son las órdenes del partido, estaréis bastante cerca una de la otra.
—Y ¿por qué Derecho?
Helga habló.
—Mira, Hanna, en el partido no discutimos las órdenes, nos limitamos a cumplirlas.
Hubo un segundo de silencio y todos miraron a la muchacha; ella se creyó interpelada y arguyó:
—En los tiempos que corren hemos de confiar que las órdenes que nos transmiten nos son dadas por gentes que están en contacto con los líderes de Moscú y éstos saben lo que se traen entre manos. Si cada uno de nosotros cuestiona su conveniencia, entonces estamos perdidos; yo pretendo ser una buena comunista y me limito a obedecer, tu hermano sabe hasta qué punto.
Al decir esto último, Hanna observó cómo Helga cruzaba una mirada cómplice con Manfred; éste, algo violento, cambió de tema:
—De momento, Hanna, vas a vivir aquí con Sigfrid, de esta forma no tendrás que presentar tu documentación, contra menos la tengas que mostrar mejor.
Al mediodía Manfred y Helga bajaron al colmado y compraron viandas y bebidas para los cinco, posponiendo para más tarde el llenado del frigorífico, ya que hasta aquel momento el estudio había estado ocupado por una sola persona. Luego de comer y de celebrar el reencuentro continuaron hablando hasta bien entrada la tarde y finalmente fueron marchando separados; primeramente lo hizo Sigfrid que sin nada que hacer se dirigió al Schiller Kabaret a quemar un par de horas, escuchando música entre sus amigos pintores a fin de que los tórtolos quedaran solos.
—Pero quédate —dijo Eric.
—Dos es compañía, tres es multitud, tendréis muchas cosas que contaros y ya es hora de que disfrutéis de un rato de intimidad.
El comentario hizo que su hermana enrojeciera como una amapola.
Luego lo hicieron Helga y Manfred, que cruzaron la calle prendidos del brazo como un joven matrimonio, observados por Hanna desde la ventana de la pequeña salita, y que guiada por su sexto sentido, no acababa de creer que la relación de su gemelo con la antigua contable de la joyería fuera una mera obligación impuesta por el partido. Finalmente los enamorados se quedaron solos, no hizo falta que cruzaran una sola palabra, lo que iba a ocurrir lo sabían ambos y habían soñado infinidad de veces con aquel reencuentro. Eric la tomó de la mano y la condujo al que iba a ser su dormitorio a partir de aquella noche, ya que Sigfrid dormiría en el sofá desplegable del salón. La luz estaba apagada y ella pidió que no la encendiera; se desnudaron ansiosamente y se metieron bajo las sábanas.
—¡Cuánto tiempo he esperado este momento, amor mío!
—¡Y yo, Hanna, alguna vez llegué a pensar que no iba a ser nunca! El recuerdo de la última vez que hicimos el amor antes de tu marcha, fue en casa de mis padres, ¿recuerdas?, se me aparecía como un espejismo de mi imaginación.
Las manos de él comenzaron a explorar hambrientas todos los rincones del cuerpo de la muchacha.
Unas astillas de luz intermitentes rojas y azules provenientes de un anuncio luminoso del bar de enfrente, que se colaban a través de las rendijas de la persiana a medio bajar, teñían de matizados colores los turgentes pechos de Hanna. Eric, con un gemido, hundió su cara entre ellos y lloró. Luego se fundieron en la eterna danza de los amantes; Eric fue paciente y tierno teniendo sumo cuidado de que ella fuera feliz antes que él lo fuera; el cuerpo de Hanna alcanzó los registros de un arpa pulsada por un músico experto, hasta que finalmente sus cuerpos se acoplaron en un arpegio sublime. Luego la noche se hizo madrugada.
La cabaña era amplia y sombría, una luz difusa que entraba por un ventanuco vencía la penumbra y un polvillo amarillo flotaba sobre las cosas. Simón estuvo entre la vida y la muerte durante muchas jornadas, delirando la mayor parte del tiempo e ignorando si lo que pasaba por su cabeza era sueño o realidad. Cuando al fin despertó, su primer pensamiento fue para Esther y al principio no supo si estaba en el mundo de los vivos o si amanecía en las tinieblas de Asmodeo. Se dio cuenta de que un tiempo muy largo había transcurrido desde el día que sus ojos vieron la luz por última vez. La estancia era amplia y rectangular, los muebles eran vastos y artesanales, una chimenea encendida caldeaba el entorno y una olla colocada sobre las brasas ardientes emitía unos efluvios que le recordaron olores que en otros tiempos hubieran conseguido que un roedor empezara a hurgar en su estómago. Sus ojos se fueron acostumbrando a la media luz reinante y entonces fue cuando lo vio, sentado en un pequeño taburete al fondo: desbordándolo con la inmensa humanidad de su persona, se veía a un joven gigante de bondadosa y cohibida sonrisa, ojos garzos, pelo rubio y piel desusadamente blanca para la que acostumbraban a lucir los pobladores de aquellos parajes, vestido con unas ajustadas calzas y una corta casaca que le llegaba a media pierna, y calzaba sus pies con unos inmensos zuecos, que lo observaba con curiosidad. En principio, ni ánimos tuvo para intentar satisfacer su interés y dejó que su mente errática vagabundeara y fuera recopilando datos y sumando recuerdos hasta donde alcanzara su memoria. De esta guisa pasó varios días en una duermevela intermitente en la que sus ratos de consciencia siempre estaban presididos por la misma figura. Recordaba vagamente que a la vuelta de Cuévanos habían sido atacados y que, requerido por David, había saltado sobre el lomo de su cabalgadura, y que al no poder alcanzar el segundo estribo había caído al suelo, siendo arrastrado lastimosamente hasta sentir que su cabeza reventaba, como una calabaza hueca, al golpearse con las piedras del camino. Le dolían todos los huesos de su cuerpo y al intentar incorporarse sintió que le abandonaban las fuerzas y se creyó inválido como un niño de pecho. Entonces volvió a reparar en el coloso que, alzándose del escabel y tomándolo suavemente por los sobacos, le incorporó con la facilidad de quien recoge un palillo del suelo; y tras colocarle una almohada en la espalda, sin nada decir, se acercó a la marmita que hervía sobre el fuego y, tomando con un cucharón una generosa ración del humeante caldo, lo escanció en un cuenco y se lo acercó a los labios, indicándole sin hablar que bebiera lentamente. Simón lo dejó hacer y, siguiendo sus indicaciones, bebió despaciosamente el espeso calducho que se abrió paso penosamente a través de su maltrecho y escuálido gaznate. El esfuerzo lo agotó y se vio obligado a recostarse nuevamente, pero antes de que sus ojos se cerraran le pareció observar que, en su mano izquierda, el coloso tenía seis dedos, sin embargo su embotada mente lo atribuyó mayormente a su penoso estado y no a una realidad manifiesta. No supo si se quedó dormido o si de nuevo perdió la consciencia; el caso fue que al cabo de ignoraba cuánto tiempo, al abrir de nuevo los ojos las personas que le estaban observando eran dos: el gigantesco individuo que le había suministrado la bebida y una anciana de pelo blanco, mirada amable, ojillos risueños, tez muy pálida, menuda, que todavía lo parecía más al lado de aquel individuo.
—Parece que el descanso os ha sentado bien.
—¿Dónde estoy? —se oyó decir.
La mujer se llegó al costado del catre de Simón.
—Nada os dirá el nombre del lugar, en cambio os conviene saber que lleváis muchos días durmiendo y de no ser por la fortuna que tuvisteis al ser hallado por mi nieto —al decir la última frase señaló con la barbilla al peculiar muchacho— tal vez a estas horas los lobos habrían dado buena cuenta de vuestros huesos.
—¿Cuánto tiempo hace que me habéis recogido?
—Va para más de una luna, casi dos, y ha sido un milagro de la divina providencia que, en el estado en que llegasteis, hayamos podido, aunque de mala manera, con mucha paciencia y a base de líquidos, alimentaros. De no ser así habríais muerto.
Durante un tiempo, Simón cerró los ojos y permaneció en silencio. Luego, muy lentamente, comenzó a indagar cuantas circunstancias habían contribuido a conducirle hasta el estado en que se hallaba; se sentía débil como un perrillo recién nacido pero su ansia de saber era tanta que hizo un esfuerzo supremo.
—En primer lugar, señora, gracias por salvarme la vida, a ambos. —Añadió señalando al descomunal individuo—: Pero si tenéis la bondad, me gustaría conocer todos los detalles de mi odisea.
El habla de Simón era lenta y vacilante cual la del infante que comienza a balbucear.
—Hijo —la mujer se dirigió al hombrón—, alcanzadme el escabel de la chimenea. —El otro así lo hizo y la mujer, recogiéndose las sayas, se sentó a horcajadas en la banqueta y comenzó a hablar—: Mi oficio es el de carbonera y éste es el trabajo que Domingo —señaló al mocetón— y yo llevamos a cabo en el bosque. —Simón había cerrado los ojos y la mujer demandó—: ¿Me vais siguiendo? Si os canso paro, tiempo habrá de que conozcáis toda la historia.
—Perdonadme, pero no soporto la luz. Pero proseguid, por favor.
A una indicación de la vieja, el hombrón, con la zurda, corrió la ajada cortina que cubría la ventana industriando una media penumbra que alivió la incomodidad del enfermo. Y al hacerlo, Simón tuvo la certeza de que la apreciación al respecto de los seis dedos del jayán no había sido una elucubración de su debilitada mente.
La mujer prosiguió:
—Cierta mañana, hará de ello unas cinco o seis semanas, mi nieto fue a recoger un tipo de madera que hace un carbón muy apreciado en la feria de Cuévanos cuando, llegando a un calvero de la floresta que se halla cercano al lugar donde tenemos el horno, se topó con vuestra persona completamente inconsciente, con las ropas destrozadas y lleno de plastrones de sangre seca, de lo cual se infiere que llevabais en aquel estado varias horas. Os cargó al hombro, con cuidado, y os trajo a la cabaña en donde, luego de desnudaros, lavó vuestras magulladuras y os vendó las heridas, que eran principalmente debidas a los golpes que habíais recibido en la cabeza. Luego os acomodó en un catre tras comprobar que respirabais, aunque penosamente, y que estabais hecho un cristo.
Simón bebía más que escuchaba las explicaciones de la mujer.
—Proseguid, por favor.
—Bueno, lo demás fue un monólogo de días y noches entre la penumbra del delirio y ratos en los que sin ver abríais los ojos, mirabais sin intentar descubrir quiénes éramos y dónde estabais, para, al poco, continuar vuestro sopor profundo y vuestra charla inconexa.
—Y, ¿qué es lo que decía?
El muchacho respiraba afanosamente.
—Hablabais de una emboscada y del peligro que sin duda iban a correr vuestros hermanos de religión. —Aquí hizo una pausa—. Sabemos que sois judío, no olvidéis que hemos lavado vuestro cuerpo muchas veces, pero eso a nosotros no nos incumbe, y, por sobre todo, nombrabais a una mujer; Esther era el nombre que mencionabais una y otra vez.
Simón lanzó un hondo y aliviado suspiro, quedó un rato pensativo, y al cabo de un espeso lapso de tiempo y ya mucho más suelto, indagó:
—¿Dónde estoy?
—En medio de un bosque a veinte leguas, más o menos, de Toledo.
—¡Tengo que partir lo antes posible, es necesario!
—En el estado en el que os encontráis, difícil lo veo, antes debéis recuperar las fuerzas y va para largo.
—¡Mi misión es capital para mi pueblo, debo visitar urgentemente al gran rabino!