Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Al amanecer del tercer día, luego de la entrevista que sostuvieron el rey y el canciller con el cardenal y su sobrino el obispo Tenorio, una galera tirada por cuatro cuartagos fue introducida en el patio posterior del Alcázar y de ella descendieron cuatro guardias a cuyo mando iba un alguacil. En tanto que el auriga arreglaba las cosas para que el carricoche cumpliera con la finalidad a la que había sido destinado, los armados se dirigieron a la puerta de rastrillo cuyos reforzados hierros guardaban el pasadizo que alojaba las mazmorras del Alcázar. El alguacil que llevaba la voz cantante se dirigió al carcelero que, medio adormilado, guardaba la entrada:
—Buenos días tengáis.
El otro se restregó los ojos y devolvió el saludo con un desvaído:
—Lo mismo os deseo, ¿qué es lo que se os ofrece a estas horas de la madrugada cuando las buenas gentes aún están recogidas y los lobos todavía no se han retirado al monte?
—Venimos a por cuatro pájaros que deben cambiar de nido según esta orden. —Al decir esto, entregó al carcelero, a través del enrejado, un pergamino convenientemente lacrado con el sello del canciller.
—Aguardad un momento, debo entregar vuestra misiva al alcaide de la prisión, él es quien tiene potestad para entregar prisioneros amén de que yo no sé leer.
Partió el hombre hacia el interior y dejó a los guardias expectantes en la puerta del pasadizo que conducía a las mazmorras durante un breve espacio de tiempo, al cabo del cual compareció de nuevo acompañando a un individuo de mejor porte que, prendido del cíngulo que ceñía su gruesa cintura, portaba un aro de hierro del que pendían un manojo de llaves de diferentes tamaños y que llevaba en su diestra el pergamino que minutos antes había entregado el oficial al adormilado celador. El hombre, con voz poderosa y algo colérica, interpeló al que mandaba la pequeña tropa:
—¿Son ésas horas para venir a recoger prisioneros?
—Las horas son las que son, y si tenéis algún inconveniente reclamad al maestro armero, que en este caso es quien firma el pergamino.
—¿Sabéis que uno de estos individuos fue azotado ayer?
—Las vicisitudes de la vida de vuestros prisioneros, como comprenderéis, no son de mi particular incumbencia; qué me importa a mí si lo azotaron ayer o si le cortaron sus atributos, me han ordenado que me lo lleve y a eso he venido. Si no podéis entregármelo, mi misión termina notificando vuestra actitud a quien corresponda, y quien sea tomará las medidas que crea oportunas. Si eso os causa algún problema y deviene en perjuicio para vos no es asunto mío, ¿he hablado claro?
El carcelero emitió un hondo suspiro y habló de nuevo:
—No pretendo complicaros la vida y mucho menos perjudicarme, vamos a proceder según el reglamento, seguidme.
El hombre dio la espalda al grupo de armados y se internó por el pasadizo que conducía al interior del lóbrego recinto; el que mandaba la tropa dio media vuelta hacia su partida y ordenó:
—¡Dos de vosotros conmigo, los otros dos, preparad el carro!
Partieron los tres hombres hacia el fondo siguiendo los pasos del que parecía mandar la guardia y éste les condujo hacia un patio interior de forma rectangular. Al fondo del mismo se veía un abrevadero de bestias y el suelo estaba lleno de paja húmeda. En todo el perímetro del mismo y a la altura de una vara se ubicaban, en las paredes, varias argollas y en cada una de ellas se sujetaba una cadena que terminaba en un grillete de hierro que ceñía la muñeca de cada uno de aquellos desgraciados que en incomprensibles posturas intentaban conciliar sus atormentados sueños. El que llevaba la voz cantante llamó a un individuo sentado en un escabel que vigilaba a los prisioneros.
—¡Tú, ven para acá!
El individuo dejó la banqueta donde se ubicaba y se acercó al grupo saludando torpemente a su superior.
—¡Te has vuelto a dormir, imbécil! ¡Como en alguna de tus guardias haya un incidente, rodará tu cabeza!
El hombre se excusó.
—¿Qué queréis que pase si todos están sujetos y nadie tiene un margen de cadena para poder moverse?
—No es la primera vez ni será la última que un preso intente fugarse, y ese día el cuello que peligrará será el tuyo, ¿lo entiendes? ¡Pedazo de sieso!
{104}
Los dos guardias y el alguacil presenciaban divertidos la bronca del carcelero a su subordinado; ésta prosiguió:
—Ahora prepara la entrega de la siguiente escoria: Rufo el Colorado, Aquilino Felgueroso y Crescendo Mercado. Suéltalos y entrega su custodia a esta escolta, ¿me has entendido?
—Son cuatro los hombres que he venido a recoger, me falta uno.
—El que os falta lo tengo en otro lado, tened la bondad de seguirme.
El bachiller Rodrigo Barroso rumiaba su rencor en una mazmorra aparte de los demás condenados. Cuarenta y ocho horas antes se había cumplido la injusta sentencia y aunque su ilustrísima el obispo Tenorio había llegado hasta él para reconfortarlo y para anunciarle la recompensa que alcanzaría si aguantaba con entereza el castigo, su más íntimo «yo» se rebelaba ante la injusticia y no entraba en sus entendederas cómo unos jueces venales castigaban a un buen cristiano por azuzar a las gentes contra los perros judíos que tanto mal causaban a los buenos ciudadanos de Toledo. ¿Cómo era posible que lo que le parecía justo a su obispo no le pareciera cabal al rey? Él creía entenderlo, los judíos, y principalmente aquella maldita familia de los Abranavel, proporcionaban ingentes ganancias a la corona a costa del sufrimiento del pueblo llano y buena parte de esos recursos iban a parar, sin duda, a sus faltriqueras. La indignación que embargaba su espíritu era únicamente comparable al dolor insostenible que sufría su cuerpo tras el descomunal castigo recibido que había hecho crecer en su corazón, hasta límites insospechados, el odio hacia aquella familia.
La mañana del martes lo habían sacado a rastras de su celda y lo habían conducido, aherrojado, al patio de la cárcel. Al principio la luz del astro rey le obligó a cerrar los ojos; luego, un guardián, mediante un brusco empellón que le obligó a trastabillar, lo acercó hasta una alargada piedra redondeada por su parte superior y montada sobre un poderoso caballete construido con madera de roble, y cuando ya su vientre tocaba el pedrusco, lo violentó, tirando fuertemente de la cadena que unía los cepos de sus muñecas, obligándole a doblegar su espinazo y a recostarse sobre él. Y cuando su pecho sintió la rudeza del mineral entendió que alguien, al que no podía ver, le estaba atando una corta cadena que unía el eslabón medio de la que unía sus muñecas al que hacía el mismo oficio entre los grilletes que sujetaban sus tobillos, de tal guisa que quedó totalmente inmovilizado y curvo sobre aquel potro de tortura. Entonces, en aquella forzada e incomodísima posición, pudo abrir los ojos y hacerse cargo de lo que estaba a punto de ocurrirle. A lo largo de las cuatro paredes del rectángulo carcelario se ubicaban los convictos que iban a contemplar el castigo y cuya visión los alejaría de cualquier veleidad delictiva que cupiera en sus cortas molleras. Hacia él caminaba el alcaide con un pergamino en la mano con la evidente intención de leerlo ante aquella crapulosa concurrencia. La voz todavía resonaba en sus oídos.
Orden del rey: El recluso convicto Rodrigo Barroso apodado el Tuerto, habiendo sido hallado culpable de delito de incitación de masas para delinquir y así mismo de haber tomado parte activa en los tristes sucesos del último Viernes Santo, con las gravísimas consecuencias que de sus acciones se derivaron, cual fue la quema de la aljama de las Tiendas y el quebranto de tantos ciudadanos de Toledo, queda condenado por los jueces de esta capital a las siguientes penas: recibirá un castigo de cien azotes que se le suministrarán en el patio de la prisión del Alcázar y en presencia del resto de los condenados para escarmiento y ejemplo de cuantos se atrevan a transgredir las órdenes del rey.
Permanecerá posteriormente en las prisiones del Palacio episcopal por un tiempo de cinco años a partir del día de hoy.
Dado en Toledo.
Firmado y rubricado
El Rey
De esta manera recordaba haber visto a un esbirro; mejor dicho, sus piernas, embutidas en unos calzones sujetos bajo sus rodillas a sendas medias de color arena por dos apretadas cintas; y calzados sus pies por unos ordinarios borceguíes, y que portaba en su mano un rebenque de mango corto del que partían tres tiras de fino y flexible cuero e incrustados en ellas pequeños trozos de plomo que se alternaban con otros de hierro fundido en forma de gancho. El verdugo, a una orden del alcaide, comenzó su tarea de una forma metódica y profesional; la espalda del bachiller se fue desgarrando a tiras a medida que el látigo caía sobre ella trazando caprichosos dibujos cárdenos sobre la misma y arrancando trozos de carne cada vez que uno de los pequeños garfios se clavaba en su atormentado torso. Al principio, Rodrigo Barroso intentó contener sus lamentos, pero a la cuarta vez que el flagelo descendió sobre él, el patio se llenó de gritos, lamentos apocalípticos e imprecaciones, principalmente contra los judíos y sobre los jueces que lo habían condenado a tan terrible y, para él, injusto castigo. Luego se desmayó y tuvo ráfagas de consciencia envueltas en nuevas pérdidas de conocimiento. Cuando ya terminó todo, sintió que lo desataban y que entre cuatro convictos lo trasladaban a su celda; allí lo tumbaron en su jergón y perdió definitivamente el sentido. Por la noche entró alguien y derramó sobre su deshecha espalda un jarro de agua para luego cubrirla con unos lienzos; inútil decir que no podía mover ni un dedo, la fiebre hizo su aparición y su frente ardió toda la noche.
—Éste es el hombre que os falta.
La voz que resonó en la cancela de su celda hizo que el bachiller abriera su único ojo útil e intentara ver lo que acontecía. Junto a la reja se hallaban cuatro hombres, armados tres de ellos, que, sin duda, lo venían a buscar. Sintió más que vio cómo el carcelero arrimaba su vientre a la puerta y escogiendo una de las llaves del aro de hierro que colgaba del cíngulo que rodeaba su grueso abdomen la introducía en la oxidada cerradura y la hacía girar. Saltó el muelle y a continuación empujó la reja, ésta giró sobre sus goznes chirriando, cual felino al que pisan el rabo, y cedió después. La puerta se abrió y los cuatro hombres se introdujeron en la mazmorra.
—Esta boñiga es el preso que me reclamáis.
El Tuerto se sintió observado cual insecto colocado bajo un vaso invertido y oyó la voz del hombre decir:
—A mí me han encomendado su traslado y cumplo órdenes.
Entonces sintió cómo lo incorporaban tomándolo por los sobacos, y sin que sus pies tocaran apenas el suelo, medio en volandas, fue trasladado al exterior.
La pálida luz de la amanecida comenzaba a realzar el perfil de las cosas. Ya a su claridad pudo ver una galera tirada por un tronco de cuatro caballos que aguardaba a la salida de la prisión. El carromato era un vulgar transporte habilitado para la conducción de malhechores en trayectos cortos; estaba provisto de cuatro ruedas y su cajón, de altas paredes cubiertas por un curvo toldo, ofrecía una apertura por la parte posterior y un estribo de hierro se desplegaba para que hombres encadenados pudieran acceder a su interior. El aire de la mañana le hizo bien y pareció que las brumas de su mente se disipaban. Cuando sus guardianes lo aproximaron a la entrada del carruaje pudo observar que en su interior estaban enclavados dos bancos, uno frente el otro, y en el de la derecha se ubicaban sus compinches, que en silencio lo observaban. Luego sintió cómo lo izaban con algún miramiento y después lo acostaban, boca abajo, en el banco que se hallaba libre, cuidando de que nada rozara su destrozada espalda. Posteriormente, el que parecía mandar la tropa se volvió al carcelero y le espetó:
—Por el momento todo parece estar conforme, vos habéis cumplido con lo vuestro y yo puedo cumplir con lo mío. Lamento haberos importunado a tan temprana hora pero así son las cosas, unos mandan y otros debemos obedecer, si es que no queremos tener problemas.
El otro, tras un breve gesto con su diestra, se retiró, entre un tintineo de llaves, en tanto mascullaba algo entre dientes:
—A mí me da igual, cuanta más mierda os queráis llevar de esta pocilga mejor viviremos todos.
Cuando el gordo se hubo retirado, uno de los armados se introdujo bajo la lona de la galera y, desajustando un largo hierro que estaba en el suelo de la misma, entre los dos bancos, y que atravesaba el carro de parte a parte, procedió a pasar el extremo suelto de las cadenas, que sujetaban los grilletes de las muñecas de los tres presos que iban sentados, para, a continuación, fijarlo ajustando en su extremo un grueso perno agujereado que, atravesando el suelo del carromato, asomaba por la parte inferior. Otro de los armados que aguardaba bajo el carro, atravesó un pasador por el agujero del perno; de esta manera, si no era desde el exterior era imposible soltar las cadenas, de forma que haría inútil cualquier intento de fuga en tanto que, siguiendo órdenes, al bachiller lo dejó suelto amodorrado en su banco. Finalmente, los guardias se auparon en la parte posterior del carricoche y, cuando el que mandaba la tropa se encaramó al pescante del auriga, el carro se puso en marcha entre un crujir de cinchas, chirriar de ruedas, traquetear de maderas y chasquear de látigo, que al sentirlo, puso la piel de gallina a las únicas partes de la espalda del Tuerto que no estaban laceradas por el rebenque del verdugo.
El doliente séquito, atravesó la plaza de la Tenería y bajando por la cuesta de los penitentes llegó al palacio episcopal y se dirigió, atravesando el patio de los Gavilanes, al portón que daba a las mazmorras del edificio. Allí aguardaba el médico del obispo que presidió el desembarco de la tropa y dirigió personalmente las operaciones encaminadas a mejor ubicar a los presos, particularmente al flagelado. A los tres compinches, tras quitarles los hierros que laceraban sus muñecas, los ubicaron en una amplia celda ventilada por un ventanuco que daba a un patio interior y dotada de ciertas comodidades impropias de individuos que iban a cumplir una condena. Tres camastros bastante dignos, con las mantas plegadas a los pies de las colchonetas y un aguamanil con su correspondiente jarra de pico de pato, los aguardaban; así mismo se podían ver, alineados en un rincón, tres cubos destinados a las necesidades del cuerpo. Allí quedaron por el momento los tres convictos: Rufo el Colorado, Aquilino Felgueroso y Crescencio Mercado, aguardando a ver en qué paraba todo aquello.