Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
En el vestíbulo del salón del trono del alcázar de Juan I aguardaban los que, sin duda por su aspecto, eran dos importantes personajes: el obispo Alejandro Tenorio y su tío materno, el cardenal Esteban Henríquez de Ávalos. La prosopopeya, el empaque y el boato de sus personas era notable, al punto que los servidores del rey, vestidos con sus cortas casacas ajedrezadas y sus medias moradas y las otras gentes que deambulaban por los salones de la antecámara del trono, parecían más bien sencillos mercaderes en vez de lo que eran: servidores destacados y notables señores. El príncipe de la iglesia vestía una hopalanda morada recamada de oro y capa púrpura forrada de armiño, en tanto que su sobrino lo hacía con las vestimentas propias de su cargo, pectoral y anillo. Ambos calzaban escarpines de piel de gamo acorde con el color de sus ropones. La doble puerta se abrió y un maestresala provisto de una alabarda golpeó el entarimado de fresno con la contera de la vara anunciando a los personajes.
—¡Audiencia real para su eminencia el cardenal don Esteban Henríquez de Ávalos y para su excelencia reverendísima el obispo de Toledo don Alejandro Tenorio!
Al oír sus nombres, ambos prelados se alzaron del banco donde esperaban y, con pasos solemnes y comedidos, se dirigieron a la entrada seguidos por las curiosas miradas de los presentes.
La sala del trono era amplia y largo era el trayecto que iba desde la puerta hasta la tarima donde esperaba el rey; ambos personajes lo cubrieron sin acelerar el paso ni bajar la mirada, pausados y seguros de su rango, conscientes de que la Iglesia les otorgaba su protección y una jerarquía semejante a la del monarca. Cuando llegaron frente al trono detuvieron sus pasos y saludaron al soberano y al canciller, que se ubicaba en pie a su diestra, con una corta y contenida reverencia que más bien fue una inclinación de cabeza; el rey, con un desmayado gesto de su mano, respondió al saludo e inició el diálogo.
—Siempre es un placer recibiros, y más en tan preclara compañía, querido obispo.
Cuando Alejandro Tenorio se disponía a responder, la voz de su tío resonó a su lado.
—Majestad, un príncipe de la Iglesia acostumbra a sentarse antes de iniciar cualquier diálogo con sus iguales.
El rey se mosqueó.
—Perdonad, eminencia, pero no veo en el salón otro monarca que no sea yo mismo.
—Sabéis perfectamente que los reinos que representamos deben convivir en este mundo, aunque en precario equilibrio, en multitud de ocasiones, y sin embargo el que yo simbolizo continuará en el otro, ya que es imperecedero, en tanto que el vuestro es finito. Os ruego por tanto que ordenéis nos sean ofrecidos asientos dignos a interlocutores reales.
El canciller López de Ayala iba a intervenir cuando la voz y el gesto del rey le contuvieron.
—Canciller, ofreced a nuestros distinguidos visitantes asientos dignos de su rango.
A una imperceptible seña del canciller, desapareció de su lado un chambelán que se ubicaba justamente al pie y a un costado de la tarima del trono, y compareció al punto seguido de tres criados que portaban entrambos dos lujosos sillones curules de tijera de estilo romano, cuya madera estaba trabajada con incrustaciones de marquetería de marfil y ébano y que colocaron al pie del entarimado frente al monarca, aunque en un plano inferior. Los ilustres clérigos, tras una inclinación y luego de plegar sus ropones con un airoso gesto, se sentaron frente al trono.
—¿Se encuentran a gusto vuesas mercedes para poder explicarme el motivo de tan precipitada audiencia? —indagó el Tras támara.
—Ahora sí —remarcó el cardenal.
—Entonces hablad, vuestro rey, en la tierra, claro está, os escucha —remarcó, no carente de sorna, Juan.
El cardenal captó la indirecta pero prefirió soslayarla. Tenorio presenciaba aquel duelo dialéctico curioso y expectante, pues conocía las innegables dotes de su pariente para la alta diplomacia de la Iglesia.
—Veréis, majestad, el caso es que vuestros jueces, sin duda mal informados, han cometido una injusticia si no una tropelía inaceptable.
El monarca dirigió la mirada a su canciller e indagó.
—¿Podemos saber de qué incuria acusáis a los jueces de mi reino?
El cardenal Henríquez de Ávalos se retrepó en su asiento.
—Ha llegado a nuestros oídos el relato de los disturbios habidos en Toledo, siempre a causa de los mismos, claro está, pero esto último no viene al caso.
—Sin duda os referís a los tristes sucesos vividos el último Viernes Santo.
—A ellos, majestad, me refiero.
—¿Y bien?
—Ya conocéis, sin duda, los hechos.
—Vamos, si os parece, a cotejar nuestras informaciones ya que, por lo visto, no son parejas; me refiero a vuestra subliminal acotación al respecto de quiénes tienen la culpa.
—Como comprenderéis, majestad, el buen pueblo de Toledo no puede consentir que en el día más importante del calendario cristiano esos renegados ofendan a la verdadera religión arrojando orines sobre una imagen sacra. Las consecuencias lamentables de tan ominoso e infame acto son impredecibles y si bien como prelado lamento que alguien reciba daño, no puedo dejar de comprender a aquellos que con tan exaltado celo defienden a la única y verdadera religión.
El de Trastámara quedó pensativo unos instantes y luego, ceñudo, habló:
—Mis informes, como supondréis, no coinciden con los vuestros; el lamentable resultado de esa explosión de ira no es atribuible a «mis judíos» y como comprenderéis mis noticias son fidedignas.
—Entiendo vuestra tesitura, pero como cualquier lego puede colegir esa afrenta no la pudo hacer ningún buen cristiano, entonces...
—Vuestra deducción sin duda es exacta y ahí está la clave: evidentemente habláis de buenos cristianos, pero ¿quién os dice que los que prepararon tal afrenta, que fue la mecha que prendió la hoguera, no eran malos cristianos o malas gentes, que es lo mismo?
—Conocemos a los que vuestros alguaciles han apresado y respondemos de ellos, son hijos de la Iglesia y fieles seguidores de Cristo, tal vez un poco apasionados pero gentes bautizadas y leales súbditos. ¿Que han intervenido en los disturbios?, es cosa innegable, pero de eso a haber exaltado al pueblo con falacias y mentiras para lanzarlo a destruir una aljama va un abismo, y podemos dar fe de que todo lo que de ellos se ha dicho es una vil calumnia.
Juan I se volvió hacia su edecán.
—¿Tenéis esos nombres?
Don Pedro López de Ayala extrajo de su faltriquera un trozo de pergamino enrollado y sujeto por un cordoncillo y se lo entregó al monarca. Éste, tomándolo en sus manos, tras desenrollarlo leyó en alta voz:
—«Y es probado que los antedichos Rodrigo Barroso, apodado el Bachiller o el Tuerto, Rufo Ercilla también conocido como el Colorado, Crescencio Mercado y Aquilino Felgueroso han sido los inspiradores de los altercados que se han ido sucediendo en el tiempo, tanto en los mercados como en las ferias de los pueblos limítrofes, culminando todo ello en los terribles hechos que han desencadenado la destrucción de la aljama de las Tiendas.» —El rey levantó la vista del pergamino e hizo una pausa; luego continuó—: ¿Es necesario que prosiga?
El cardenal, que había escuchado con atención la perorata del rey, tras una meditada pausa, comenzó su discurso:
—Señor, si sabéis leer entre líneas, lo que esos infundios demuestran es que esos hombres son buenos y probados súbditos de vuestra majestad y mejores cristianos. Me explico: ellos son los que casualmente apresaron el carro que, lleno de armas, pretendían esas gentes entrar subrepticiamente en Toledo, ¿imagináis para qué? Yo os lo diré: fueron los judíos los que se sublevaron y defendieron la Puerta de Cambrón cuando vuestro padre disputaba la ciudad a su medio hermano Pedro y la defendieron luchando contra sus afanes. ¿No pensáis que tal vez pretendían hacer lo mismo ahora y esas armas eran para perjudicar los intereses del reino y hasta, tal vez, para promover una sublevación contra vos? Esos hombres a los que aludís, se mueven entre esas gentes, frecuentan sus mercados y sus ferias, y supieron de sus aviesas intenciones pero, no estando seguros de ello, actuaron por su cuenta en vez de denunciar los hechos; eso es lo único que les podéis achacar, su exceso de celo. Pero el caso es que trajeron las armas a Toledo y abortaron, sin duda, un peligro para vuestro reino.
El rey y el canciller escuchaban atentamente los increíbles argumentos del cardenal en tanto que el obispo se asombraba de las argucias de su tío para defender lo que era probado y no tenía defensa.
—Yo os diré lo que esas gentes han hecho. En primer lugar, han conculcado las órdenes por mí dadas para que esta raza pueda comerciar en todo el reino sin sufrir por ello quebrantos; luego, han enardecido al pueblo llano para lanzar a las masas contra ellos sin motivo alguno, porque yo os digo, si el resto de mis súbditos supiera trabajar como lo hacen «mis judíos», mejor irían las cosas en el reino; y en tercer lugar, se han permitido tomar la justicia por su mano ya que, si algo tienen en contra de mis leyes, cauces tienen a través de sus corregidores para hacerme llegar sus quejas. Amén de que nadie ha demostrado que el carro de armas perteneciera a los judíos.
Un tenso silencio se abatió sobre los presentes hasta que finalmente el cardenal lo rompió.
—Buen rey, creo que en el término medio está la virtud. Es innegable que vuestros jueces han obrado de buena fe, pero no me negaréis que los hechos se pueden ver a la luz de muchas candelas y que los sucesos del Viernes Santo, vistos bajo otro prisma, se pueden atribuir a exceso de celo o defensa a ultranza de nuestra religión. Os ruego por tanto que reconsideréis vuestra postura y que ejerzáis la magnanimidad que es privilegio de reyes y a la que tan proclive sois.
—Como comprenderéis, cardenal, no debo inmiscuirme en las sentencias de mis jueces ya que si tal hiciera se me podría tildar de déspota o de caprichoso, y no es mi deseo pasar a la posteridad con tales apelativos.
Entonces fue cuando el obispo Tenorio se dio cuenta de la inmensa capacidad de maniobra de su tío y de cuán profundamente conocía el alma humana.
—No apelo a vuestra justicia, que habéis depositado en los tribunales de vuestro reino, apelo a vuestra clemencia y al derecho que el Señor ha depositado en el rey para ejercer, a través de él, la caridad, que es virtud teologal, y la magnanimidad. ¿No llamaban a vuestro padre «El de las mercedes»? Pues bien, os sugiero que lo imitéis en tan oportuna ocasión. Yo, Esteban Henríquez de Ávalos, Cardenal de la Santa Madre Iglesia y súbdito de vuestro reino, os pido indulgencia y la gracia del indulto para estos, si queréis, excesivos servidores vuestros que tal vez se han extremado en su celo de defender, como buenos hijos, a su madre que es la Iglesia de Roma, pero que lo han hecho provocados por un suceso que sobrepasó su capacidad de raciocinio y que obnubiló sus elementales talentos hasta el punto de precipitarse a defender a su rey y a su religión.
El rey se mesó la barbilla y su entrecejo se frunció en profunda meditación. Por un lado era consciente de que «sus judíos» habían sido atacados injusta y cruelmente y que había prometido, a través de su canciller, un castigo ejemplar y una profunda reparación a aquel desafuero; por otro lado, el mostrarse generoso y complacer a aquel poderoso e influyente personaje atendiendo en parte sus peticiones y de esta manera tenerlo a precario, aun a sabiendas que había apelado a su magnánimo corazón que le impelía a la generosidad, era algo que le agradaba sobremanera.
En esta disyuntiva indagó:
—Y ¿qué es lo que vuestra eminencia me sugiere para que, sin caer en arbitrariedad, pueda atender sus peticiones sin soslayar mis obligaciones de reparar cuanto daño ha sido inferido a los semitas ni conculcar la autoridad de unos jueces?
El cardenal intuyó que había ganado la partida y habló de nuevo.
—Señor, ya que el motivo de tanto dolor ha sido ocasionado por defender la única y verdadera religión, os sugiero que entreguéis a mi sobrino, su ilustrísima el obispo Alejandro Tenorio, los reos que los jueces han declarado como convictos, para que en sus mazmorras cumplan sus penas y de esta manera la Iglesia se ocupará de estos pecadores y de sus almas. Y, dado que el barrio ha sido destruido y sus moradores se han ubicado en lugares más acordes con su situación, os sugiero humildemente que apadrinéis la nueva puerta que se llamará de Nuestra Señora del Rey, y que mi sobrino pretende abrir en el atrio que linda con el barrio en honor y desagravio de la santa Madre de Dios y en recuerdo de vuestra benevolencia.
El rey meditó unos instantes y consultó a su canciller.
—¿Qué opináis, don Pedro, de esta solución que ofrece su eminencia?
El canciller don Pedro López de Ayala, aun a riesgo de que su opinión fuera impopular, guiado por su honestidad y su lealtad al monarca y sabiendo que en aquel preciso momento se ganaba un poderoso enemigo respondió:
—Señor, si incumplís vuestra palabra y no desfacéis el entuerto que ha sufrido la familia de vuestro siervo el difunto Isaac Abranavel, perderéis la fe de este laborioso pueblo que tan bien os sirve y que tanto os ama; y cuando un monarca pierde la confianza de sus súbditos, en ese caso lo ha perdido todo. La palabra del rey está por encima de cualquier consideración.
El cardenal no pudo impedir que una iracunda mirada se posara en el de Ayala y tal circunstancia no pasó inadvertida al monarca.
—Os diré, eminencia, cuál es nuestra decisión y os ruego que la consideréis inapelable y definitiva: nuestros jueces han determinado que los reos han de sufrir cárcel, y que el instigador de todo ello, el apodado el Bachiller, o el Tuerto, debe sufrir además el castigo del flagelo hasta cien veces. Nos impartiremos dicha pena y cuando esta sentencia sea cumplida, os lo entregaremos para que cumpla en las mazmorras de la iglesia el tiempo al que ha sido condenado. De esta manera cumplirá el rey con la justicia y ejercerá la clemencia que me habéis solicitado. Y ahora, cardenal, si os place, os sugiero que os retiréis antes de que me vuelva atrás en lo dicho y las palabras de mi edecán hagan mella en mi decisión.
El cardenal, considerando que había sacado suficiente fruto de la entrevista, tras hacer una leve indicación a su sobrino se puso en pie, e inclinando la testa en un breve saludo salió de la estancia con paso lento y sin menoscabo de la dignidad que representaba.