Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
—Esther, hija mía, ve a buscar a tu esposo y regresa enseguida, que suban con él los tres rabinos: quiero que todos estén presentes cuando dicte mis últimas voluntades.
La apagada voz y la irregular respiración, le indicaron que el ruego era urgente. La muchacha se precipitó escaleras abajo regresando al punto, arrastrando a Rubén de su mano. Ambos se aproximaron al lecho presintiendo que algo trascendental estaba a punto de ocurrir. Cuando ya llegaron, más despaciosamente, Ismael, Abdón y Rafael, el gran rabino habló de nuevo y dirigiéndose al mensajero susurró:
—Entregad la carta a mis hijos, creo que en ella está escrito su destino.
El hombre obedeció el deseo del enfermo y entregó el pergamino a Rubén. Éste, rasgando el sello, procedió a desenrollar el cartucho. Luego, dirigió la vista hacia su suegro demandando licencia y cuando éste, cerrando los párpados, asintió, comenzó a leer.
De la Cancillería de Su Majestad Juan I A Don Isaac Abranavel Ben Zocato.
Dilecto amigo:
Os adjunto los documentos que solicitasteis a fin de que vuestros hijos puedan viajar por todo el territorio sin impedimento alguno, morar en cualquiera de las ciudades, villas o pueblos de mis reinos y a salvo de cualquier contingencia y así mismo registrarse ante los corregidores, alguaciles o autoridades que me representen con los apellidos familiares que ellos designen.
Y para que así conste emito ambas reales cédulas.
Firmado pp.
Pedro López de Ayala,
Canciller
Llegado a este punto, el mensajero extrajo de su escarcela otros dos documentos y, esta vez sin consultar, se los entregó a Rubén; éste a su vez procedió.
Cédula Real de viaje.
Los esposos portadores de este documento, Rubén Ben Amía y Esther Abranavel, tienen licencia para viajar por todas las posesiones de mis reinos y lo hacen bajo mi directa protección, pudiéndose establecer donde mejor les pluguiere. Incurrirán en grave delito todos aquellos alcaides, alguaciles o corregidores que se opusieren a este mi real deseo, ateniéndose a gravísimas penas aquellos que desobedecieren estas mis órdenes. En mi alcázar despachado en la real cancillería. En Toledo a 12 de marzo de 1384.
Firmado y rubricado:
Por poder y en nombre del rey,
Pedro López de Ayala
Canciller
El segundo decía así:
Autorizo a don Rubén Ben Amía que a su disposición y criterio pueda registrarse en cualquier archivo, censo o patrón de mi reino con los apellidos familiares que a él más le pluguieren por los que a partir de este momento se le conocerá.
Por poder y en nombre del rey,
Pedro López de Ayala
Canciller
La tensión podía cortarse con un cuchillo. Ruth, apoyada en el doctor, sollozaba conteniendo los gemidos; el ama, que había entrado en la estancia a hurtadillas, hacía lo propio; los tres rabinos presenciaban la escena circunspectos esperando que se les dijera lo que se pretendía de ellos; el visitante imbuido de su cargo representando al canciller, componía el gesto y estiraba la figura, y Esther con los ojos enrojecidos miraba a Rubén, pues como buena judía sabía perfectamente que, a partir de aquel día, todas sus acciones estaban sometidas a la autoridad de su esposo. Éste, pálido y superado por las emociones de aquella jornada, aguardaba impávido lo que de alguna manera debía suceder a continuación, y ello fue que la voz del gran rabino se hizo oír de nuevo, débil y sin embargo firme.
Primeramente se dirigió al correo del rey.
—Señor —dijo—, transmitid a mi rey mis gratitudes y no os vayáis todavía, quiero que seáis testigo de mis últimas voluntades. —Ahora con la mirada abarcaba a todos los demás—. Ruth, esposa mía, traed de mi despacho la caja de negra madera de ébano, regalo de su majestad, que está en el arcón de cuero repujado donde guardo mis documentos.
Tras el esfuerzo pareció que el rabino, cerrando los ojos descansaba recostado sobre un gran cuadrante que cubría la almohada. La mujer partió presta a la encomienda en tanto los demás permanecían quietos cual esfinges, cuasi hieráticos, conscientes de lo trascendental del momento. La clepsidra se detuvo y los segundos parecieron eternidades. Finalmente regresó Ruth con la caja entre sus manos y la depositó sobre el lecho del enfermo; la voz del rabino sonó nuevamente ligera como un suspiro.
—Retiradme la pequeña llave que llevo colgada al cuello.
La esposa así lo hizo.
—Abrid la caja y entregad el único documento que hay en ella a Ismael para que lo lea ante testigos, es mi testamento.
Ahora la respiración del judío se hizo gorgoteante y entrecortada; Ruth, pálida y llorosa obedeció la orden de su esposo. Cuando ya el documento estuvo en las manos de Ismael, la debilitada voz se dejó oír de nuevo.
—Proceded, amigo mío.
El rabino de la aljama de Benzizá, consciente de la solemnidad de aquel instante, desenrolló el pergamino lentamente y, tras calarse un redondo cristal tallado de un aguamarina que llevaba pendiente de una cadenilla, en la órbita de su ojo derecho, procedió a la lectura del documento. El silencio era tenso y la espera angustiosa, el gran rabino yacía respirando afanosamente cual si buscara aire y los demás no osaban mover un músculo y ni tan siquiera parpadear.
La voz de Ismael se hizo oír durante un largo tiempo procediendo a la lectura del testamento; todos los bienes del moribundo, tras liquidar las alcabalas reales, debían ser repartidos entre su mujer y su hija a partes iguales. Luego que los tres rabinos, constituidos en albaceas del testamento y a fin de cumplimentarlo, liquidaran sus posesiones, casas, tiendas, negocios y participaciones en sociedades, podrían enviar los dineros resultantes a las bancas que se les indicara, e inclusive a la correspondiente ceca
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si la ciudad escogida por el esposo de su hija fuera Granada; ya que, según se decía, los hebreos podían vivir más libremente allí que en los reinos del rey cristiano. La orden era clara, ambas mujeres debían abandonar Toledo en cuanto se hubiera llevado a cabo su inhumación. Su esposa regresaría con los suyos a Jerusalén de donde era oriunda y su hija se establecería en el lugar que designara su esposo; luego venían las mandas piadosas para los criados de la casa y proveía, a cuantos le habían servido a lo largo de los años, de cuantiosas sumas que resolverían su necesidades de por vida. Finalmente condonaba todas las deudas que con él tuvieran sus clientes y amigos. Al finalizar todos eran conscientes de las inmensas riquezas que había acumulado en vida el ahora agonizante gran rabino.
Hubo una larga pausa silenciosa que nadie osó perturbar. Luego, Isaac habló de nuevo, lenta y trabajosamente.
—Mi deseo es que os vayáis de Toledo; las cosas, para nuestro pueblo, se han puesto mal e irán a peor. —Ahora se dirigía a Ruth—: Vos, esposa mía, regresaréis al lado de vuestra familia, con los vuestros estaréis a salvo. —Su habla era doliente y entrecortada—. Cuando yo muera, nadie, ni tan siquiera el rey, podrá garantizar vuestra seguridad: cuando el volcán del odio entra en erupción su lava arrastra todo aquello que encuentra a su paso. —Ahora dirigía la mirada hacia su hija, y haciendo un supremo esfuerzo prosiguió—: Vos, hija mía, os estableceréis lejos de aquí, donde decida vuestro esposo. Sea cual sea el lugar, allí os enviarán mis albaceas lo que os corresponda al liquidar mis bienes. Tras realizar sobre la Torá solemne juramento de no revelar jamás el lugar donde hayáis decidido estableceros, seréis un matrimonio inmensamente rico. Tras mis exequias, que serán muy pronto, partiréis, no quiero que restéis en esta ciudad ni un minuto más de lo necesario. —Luego se dirigió a Rubén—: A vos os la entrego, hijo mío, cuidadla como la más preciada rosa de Jericó que jamás se abrió en mi jardín y que vuestro árbol florezca a fin de que mis descendientes propaguen la raíz de mi estirpe tal como obligan nuestras leyes; si tal hacéis honraréis mi memoria, y mi paso por este mundo no habrá sido en vano. En cuanto a mis despojos, deseo que reposen en la tierra del panteón de mi casa que se alza en el cementerio judío.
Tras este esfuerzo quedó exánime sobre el lecho y ya no volvió a recuperar la conciencia.
Al anochecer, el gran rabino Isaac Abranavel Ben Zocato entregó su espíritu al Gran Hacedor.
La circunstancia era tan peculiar que los tres rabinos se reunieron en urgente conciliábulo para decidir lo que había que hacer para no transgredir la ley. En primer lugar, y siguiendo los deseos del difunto, juraron sobre la Torá y allí mismo, que, ni aun bajo tormento, revelarían el lugar donde deberían enviar el oro y los pagarés que equivaldrían a la liquidación de los bienes del rabino. Después procedieron.
La boda se había celebrado, por expreso deseo de Esther y con la aquiescencia de su padre, la mañana del octavo día contado desde el cataclismo ocurrido en la aljama de las Tiendas la tarde-noche del Viernes Santo de los cristianos. El día siguiente coincidía con el
shabbat
judío en el que toda actividad estaba prohibida hasta el otro día, por tanto cualquier plan anteriormente programado quedó en suspenso, inclusive la celebración de la comida de la boda, y todos se dispusieron a cumplir las directrices que partieran de la reconocida autoridad de los líderes de las tres aljamas. Las dos mujeres, transidas de dolor y apoyándose la una en la otra, abandonaron la estancia y se dirigieron al salón principal, seguidas por el ama a prudente distancia, donde los parientes y allegados más próximos aguardaban inquietos que se les notificara oficialmente la muerte del rabino. Allí, consoladas por todos y asistidas por Rubén y por su padre, recibieron las señales de condolencia de los presentes. El correo del canciller que había portado las cartas del rey, partió llevando al Alcázar la triste nueva en forma de breve comunicado que redactó, cuando el médico certificó el óbito, Abdón Mercado en misiva cerrada y lacrada con el sello del difunto, que a continuación fue destruido como era costumbre. Y entonces los tres hombres se dispusieron a cumplimentar los rituales que preconizaba la ley mosaica en lo relativo a las inhumaciones de los judíos. En primer lugar ordenaron que los criados de la casa trajeran dos tinajas llenas de agua en las que vertieron el contenido de dos pomos de espeso aceite aromatizado que les proporcionó Ruth y con la mezcla lavaron el desnudo cuerpo del rabino hasta el más íntimo de sus orificios, teniendo sumo cuidado de no voltear su cabeza, como era de ritual. Después procedieron a revestirlo con
tajrihim
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, blancas y sencillas vestiduras a las que añadieron las filacterias
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del difunto tras cortarle los flecos, como ordenaban las escrituras. En estos trajines andaban cuando los criados entraron en la estancia portando una sencilla caja de pino que igualaba a todos los hombres en el trance supremo, ya que de esta manera se enterraban desde los más poderosos hasta los más humildes. En ella depositaron los despojos del gran rabino no sin colocar bajo su cabeza una minúscula urna de madera de sándalo que contenía un puñado de tierra de Israel y que así mismo les había proporcionado la esposa. Finalmente, cuando todo el ritual que ordenaba la tradición fue cumplimentado, ayudados por dos de los criados, colocaron el ataúd sobre la cama y comunicaron a los deudos que la inhumación se llevaría a cabo al siguiente día, ya que retrasarlo más era ofender la memoria del difunto. Hecho y dicho todo lo cual, los invitados a la boda que de tal infausta manera había terminado, procedieron a retirarse dejando a ambas mujeres solas y desconsoladas, acompañadas únicamente por un desorientado Rubén que de tan insólita y fúnebre manera comenzaba su vida de casado y que ignoraba, en aquella precisa circunstancia, cuál debía ser su papel y cómo debía proceder al respecto de su esposa.
El lunes, luego de la
shmirá
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, los deudos y amigos se reunieron en la mansión de los Abranavel a fin de acompañar al rabino a su última morada. Los hombres sacaron el ataúd fuera de la habitación en tanto entonaban el Male Rajanim y luego los jóvenes cargaron el cajón de madera de pino que albergaba los despojos, del que fue en vida influyente personaje, en un humilde carruaje, tirado por un solo caballo; y tras él se formó el cortejo. En primer lugar, los rabinos jefes de las aljamas y junto a ellos los varones de la familia, Rubén y su padre Samuel; luego las mujeres acompañando a Ruth, a Esther y a Sara, vestidas con negros ropajes y cubriendo con velos sus rostros, entonando una triste salmodia que encogía los corazones de los presentes; luego los criados de la casa y finalmente los clientes que en tropel querían despedir al que durante tantos años había dirigido los pasos de la comunidad y sin cuyo favor se sentían huérfanos y desvalidos. Allí iban gentes de todas las profesiones y oficios y todos ellos se sentían en deuda con el finado: físicos, plateros, recaudadores, receptores de bienes confiscados
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, sastres, batidores, pellejeros, alarifes, escribanos, zapateros, almojarifes, especieros, jubeteros, tundidores, alfayates, ansoleros, herreros, tintoreros y tejedores
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. Los rostros reflejaban la tristeza y la preocupación del desamparo. A los lados del fúnebre cortejo y cerrándolo marchaban hombres del rey, a cuyo mando iba un capitán de la guardia con el fin de evitar cualquier desafuero que, instigado por los agitadores habituales, intentara perturbar la calma de la triste ceremonia.
Llegado que hubieron al cerro de la Horca
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donde se ubicaba el sagrado recinto, los enterradores bajaron la caja y la depositaron al lado de la abertura que previamente se había horadado en el frío suelo del camposanto; eso sí, dentro del panteón de mármol blanco de los Abranavel. En tanto la multitud se colocaba alrededor para presenciar la inhumación del rabino, el capitán dio la orden a sus hombres para que éstos se colocaran cubriendo el perímetro exterior del gentío. Luego, Abdón Mercado, cubierto con la
kippa
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, subido a un talud, disertó haciendo un panegírico de las virtudes que, en vida, adornaron las acciones del rabino y, por qué no decirlo, también en su muerte; finalmente su yerno, Rubén, con el taled
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colocado según le correspondía al ejercer por vez primera como jefe de familia, aun sin serlo de hecho ya que, dada la gravedad y excepcionalidad de las circunstancias, y en un acto de suma sensibilidad hacia su joven esposa, aquella primera noche no había consumado el matrimonio, extrajo de su bolsillo el
siddur
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y buscando la parte correspondiente a la Kaddish
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dirigió la oración de los presentes, comenzando con las palabras extraídas del libro de Job y recitadas en arameo, «Dios dio y Dios quitó, bendito sea su santo nombre», y terminando luego según el ritual: «El que hace la paz en las alturas, nos dará la paz a nosotros.» Después pasaron unas cinchas bajo la caja que reposaba sobre cuatro piedras y, alzándola, la descendieron entre seis hombres al fondo del agujero. Cuando estuvo aposentada en él, primeramente Ruth, luego Esther y en último lugar Sara, se asomaron al borde portando en una mano unos pétalos de rosas y en la otra un repelón de tierra que lanzaron sobre el ataúd. Luego, tras rasgarse las vestiduras al igual que Rubén, lanzando un puñado de ceniza sobre sus cabezas y apoyadas en las plañideras que las acompañaban, se fueron retirando a un costado, para dejar paso a los rabinos y a los principales de las aljamas, que hicieron otro tanto. Después la multitud se fue aproximando para cumplir con el ritual. Finalmente, y en tanto los parientes iban recibiendo el pésame de los que iban pasando frente a ellos, los enterradores, que ya habían retirado las cinchas, cubrieron el hueco que rebosaba de hojas y tierra, colocando sobre el mismo la lápida, aún sin inscripción, que provisionalmente cubriría el reposo del difunto. A continuación, bajo un encapotado cielo que comenzaba a desgranar sobre todos una lluvia fina y persistente, Abdón Mercado entregó la llave del panteón a la viuda mientras los presentes formaban dos filas, entonando el Hamakon Inajem, «Que Dios os consuele entre todos los dolientes de Sión y Jerusalén», para que los deudos fueran confortados en su dolor, en tanto pasaban entre ambas. A la vez, el capitán ordenaba que un pelotón de alabarderos acompañara a los principales a la casa de los Abranavel donde, como era costumbre, se serviría un refrigerio cuyas viandas serían aportadas por deudos y amigos
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, en tanto que un retén de soldados haría guardia hasta nueva orden en el panteón a fin de impedir que los profanadores de tumbas, acuciados por su insaciable codicia y por el alimentado odio a los judíos, intentara violar el eterno descanso del alma del rabino.