Read La Saga de los Malditos Online
Authors: Chufo Llorens
Nada más asomarse se esforzó en divisar a cualquiera de sus hermanos o a Eric que hubieran venido a recibirla, ya que aunque antes de salir de Budapest, hasta donde se había desplazado desde Viena, había telefoneado a sus padres por última vez, éstos no le habían podido decir quién acudiría a su encuentro. Lo único que le recordaron fue que debía apearse del tren en la estación de Falksteiner. Súbitamente el corazón le dio un brinco, allí entre la gente que esperaba a los pasajeros tras la valla metálica, hermoso como un dios nibelungo, rubio y atlético, estaba Eric con su inconfundible mechón sobre la frente, que por encima de los demás mortales oteaba la lejanía intentando descubrirla. ¡Dios todopoderoso, qué guapo era y cómo había cambiado! Del muchacho que hacía casi ya dos años la había despedido al hombre que estaba viendo mediaba un abismo.
Eric, sintiendo el pálpito de su corazón en la vena del cuello, divisó, entre los viajeros que iban desembocando en la sala central de la estación, una silueta inconfundible que, vestida como le había indicado Manfred, avanzaba hacia él cargando una maleta, una bolsa grande en bandolera y un bolso de mano. Intentando contenerse, se abrió paso entre la gente y ambos fueron acelerando su cadencia hasta que se hallaron a pocos metros uno del otro; entonces fue inútil toda precaución por su parte: Hanna, dejando su maleta en el suelo y descolgando de su hombro la gran bolsa, se abalanzó hacia él, que la acogió entre sus brazos con unas ansias y un anhelo largamente reprimido. Al principio ni se hablaron, Eric sentía la tibieza del cuerpo de Hanna entre sus brazos y aspiraba el perfume fresco de su piel que le invadía el espíritu. Luego se separaron para mejor verse y se sintieron náufragos entre las gentes que pasaban a su lado sin fijarse en ellos. Después sus labios se buscaron con la avidez y la desazón del náufrago que, en medio de la tormenta, logra tragar una bocanada de aire y por unos instantes fueron los únicos habitantes del planeta. Finalmente Eric recobró el sentido y, apartándola suavemente, comenzó a hablar.
—¡Por fin! En algún momento perdí la esperanza, creí no volverte a ver, me estaba volviendo loco, ¡han ocurrido tantas cosas!
—¡Ya he vuelto, amor, y nunca más me separaré de ti!
En aquel instante bajaron los dos del limbo en el que se habían instalado y se dieron cuenta de que estaban en medio de una estación de ferrocarril y rodeados de gentes que, si bien los ignoraban yendo cada uno a sus diligencias, de vez en cuando alguno de ellos paraba su atención en aquella pareja de jóvenes que se besaban como si se estuviera acabando el mundo.
—Ven, vayamos al coche.
Retrocedieron ambos y se aprestaron a recoger el equipaje de ella para dirigirse a continuación al lugar donde Eric había dejado aparcado el automóvil. Caminaban por la calle uno junto al otro, se miraban y sonreían como dos colegiales felices en día de fiesta y no acababan de creer que volvieran a estar juntos.
—He hecho todo al revés de lo que ha dicho tu hermano.
—Papá me avisó de las precauciones que debía tomar cuando viera a la persona que viniera a recogerme, imagino que por sugerencia de Manfred, pero cuando te he visto se me ha olvidado toda medida de prudencia.
—A mí me ha ocurrido lo mismo.
—Pero ¿tan mal están las cosas?
—Ya sabes cuán reacio era a creer que mi patria se iba a comportar de esta manera con muchos buenos alemanes, pero la evidencia de las circunstancias ha dado la razón a tu hermano.
Llegaron al coche y en tanto Eric colocaba la gran bolsa en el pequeño portamaletas delantero del Volskwagen, Hanna dejó la maleta en el asiento posterior y se acomodó en el del copiloto. Luego él se puso al volante y cerrando la puerta se volvieron a besar apasionadamente. De vez en cuando el muchacho la miraba con detenimiento, a la vez que acariciaba su cara y sus cortos cabellos como si temiera que la aparición súbitamente se fundiera.
—Dime la verdad, ¿hay tanto peligro como me ha querido decir mi padre o son exageraciones y temores de la gente mayor?
Eric se mesó la cabellera con un gesto rutinario que Hanna había recordado mil veces en su exilio de Viena.
—Mira, Hanna, no te voy a engañar, han ocurrido y están ocurriendo muchas cosas. Sin embargo pienso que es una situación pasajera aunque larga y que un día u otro terminará. Hitler y sus acólitos tienen al pueblo llano hipnotizado, pero llegará el día en que la venda caerá de los ojos de la gente y todo lo que está pasando será como un mal sueño.
—Pero ¿entre tanto qué pasará? Si las aguas de este diluvio nos arrastran a todos, cuando esta situación se arregle a lo peor ya no estamos nosotros.
Eric la volvió a besar.
—No temas, amor mío, que todo se va a arreglar.
Luego puso el motor en marcha y comenzó a maniobrar para salir del aparcamiento.
—¿Adónde me llevas?
—Ha dicho Manfred que nos encontraremos en el estudio con él y con Sigfrid a las dos y media. Creo que por el momento te vas a alojar allí junto con tu hermano mayor, que hace ya un tiempo se fue de casa de los tíos, entre otras razones para no comprometerlos.
—Creí estar al corriente de la vida de mis hermanos pero lo que me cuentas es nuevo.
—Cierto, imagino que la noticia, si no les ha llegado, estará a punto de llegarles a tus padres a Viena; aunque da igual, pues la única dirección que interesa es la del apartado de correos. En los tiempos que corremos, cada día trae una novedad y hemos de adaptarnos a las circunstancias, que son cambiantes, aunque desde fuera a veces no se entienden decisiones que hay que adoptar sobre la marcha y que desde dentro son evidentes.
—Pero cuéntame el porqué de esta decisión.
Eric, aprovechando la luz roja de un semáforo, colocó su mano cariñosamente sobre la rodilla de la muchacha.
—No hay tiempo ahora, Hanna, cuando lleguemos ellos te contarán.
Callaron ambos unos minutos y Hanna se dedicó a observar su ciudad con deleite tras tanto tiempo de ausencia. Eric condujo con cuidado hasta llegar a Brenterstrasse. En aquel momento, del aparcamiento vigilado, salía un coche igual al suyo. El lugar quedaba algo alejado del estudio, pero prefirió dejarlo allí antes que arriesgarse a dar muchas vueltas buscando un hueco más cercano.
Descendieron ambos y Eric se dirigió al vigilante de la zona que, con su cartera en bandolera y su placa de latón, expedía los tickets que justificaban el uso de la calle por parte de los conductores. Compró uno de dos horas, colocó el papelillo junto a las toberas de aire del parabrisas y entre los dos trajinaron el equipaje. Luego, él cerró el coche con la llave, y cargando los bultos se dirigieron a la portería del apartamento. Había comenzado a llover y el pavimento húmedo y los paraguas abiertos de los transeúntes dificultaban su avance.
—¡Tengo tantas ganas de ver a los chicos! —exclamó Hanna.
—Y ellos a ti. Por una parte están preocupados por tu decisión, pero por la otra felices y orgullosos de tu vuelta.
—Oye, Eric, yo recuerdo perfectamente a Helga del despacho de la joyería, pero no me la puedo imaginar de pareja de Manfred.
—Es una pareja sui géneris, para guardar las formas, no es otra cosa pero, por lo que a mí concierne, me he llevado una inmensa sorpresa: aparte de ser una guapa chica, es inteligente y muy responsable. Si este país no tuviera un partido único tendría por delante una brillante carrera política.
El portal de la casa donde se ubicaba el estudio estaba justamente en la esquina que formaban una pequeña calle sin salida, Lienichstrasse con Paretzerstrasse junto a Brabantplatz. El edificio era relativamente moderno y en la zona vivían una gran cantidad de artistas, principalmente pintores y músicos. El barrio era singular por el aspecto de sus residentes: más que pintoresco, estrafalario. Se reunían por las noches en un sótano de Livlandstrasse junto al Hildegard Bulevar, en el que además de libar cantidades industriales de cerveza negra colgaban sus pinturas en los ladrillos vistos de sus paredes y en ellas exponían sus obras. El local tenía en su fondo un pequeño escenario, y cada noche grupos o solistas deleitaban al personal interpretando su música o sus canciones acompañados por un pianista que, en un piano vertical ubicado al pie del escenario, pertrechado con una visera y manguitos verdes, se peleaba con las partituras que le entregaban, un bajista que lo había sido del Teatro Odeón y un batería que golpeaba con las baquetas sus platillos y timbales, en tanto que con el pedal del pie le daba al bombo con más voluntad que acierto, para que luego, el público asistente, depositara, en dos cestos colocados a tal fin junto a las dos barras, el óbolo que considerara conveniente. Más de una noche, en los viejos tiempos, a Sigfrid y a Eric les había sorprendido la salida del sol abandonando los últimos el Schiller Kabaret, que tal era el nombre del local.
A su llegada la garita de la portería estaba vacía, por lo que Eric supuso que el conserje estaría por el edificio repartiendo correo o haciendo alguna diligencia.
—Mejor así, Hanna, en los tiempos que corren nadie sabe de qué pie calza cada uno.
Metieron el equipaje de la chica en el ascensor y pulsaron el botón correspondiente. Hanna creyó oír el latido de su corazón rebotando en las paredes de la cabina. Súbitamente el patín de madera del mecanismo de final de carrera apartó la ruedecilla del freno mecánico y el ascensor se detuvo en la cuarta planta.
—Ya hemos llegado. Hanna, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.
—Estoy bien. ¡He pensado tantas veces en este momento que me parece mentira que haya llegado!
—Todo llega, Hanna, todo llega, también lo bueno.
Descendieron de la cabina y amontonaron los bultos en el rellano y tras cerrar las puertas del ascensor, Eric pulsó el timbre-zumbador del apartamento con una cadencia adoptada con antelación. Al instante unos pasos rápidos se oyeron al otro lado de la puerta, ésta se abrió y en su marco aparecieron los dos hermanos casi pugnando por ser los primeros; y algo más atrás la melena rubia de la cabeza de Helga que, tímida, se asomaba curiosa y sonriente.
Un inmenso abrazo los unió a los tres sin dar tiempo a Hanna a que de sus labios saliera el menor sonido. Eric y Helga esperaban, el uno intentando recoger el bolso de ella que en el apretujado recibimiento se le había caído al suelo y la otra sin poder seguir adelante en el pasillo. Cuando aquel nudo humano se deshizo, todos fueron pasando al interior del pequeño apartamento y las voces se atropellaron, las unas encima de las otras, transidos como estaban por la emoción del momento. Cuando ya los ánimos se serenaron, el que arrancó el diálogo fue Manfred, que no soltaba la mano de su gemela.
—Me parece imposible, Hanna, ¡cómo has cambiado!
La miraba arrobado sin acabar de creerse que su otro yo, su gemela, la persona que más quería en el mundo y con quien había compartido andanzas y travesuras, hubiera regresado y estuviera, en aquel momento, a su lado después de tan larga ausencia y de días tan amargos.
—¿Recuerdas a Helga?
—Claro que la recuerdo, lo único es que ha cambiado tanto que si la encuentro por la calle no la hubiera reconocido.
—Yo a ti sí, lo que ocurre es que cuando acudía a la joyería era muy pequeña y tú, no sé por qué, no venías como Manfred a buscar a tu padre. Cuando ya trabajé en la sección de contabilidad lo hice en el almacén y entonces dejamos de vernos, pero los más pequeños siempre recordamos a los mayores, pasa como en el instituto.
Hanna y Helga, tras reconocerse, se besaron y cambiaron un cálido abrazo. Luego comenzó un duelo verbal, las preguntas y las respuestas se encaballaban y los tres pugnaban por aclarar las dudas y las carencias de aquellos dos turbulentos años. Hablaron de mil cosas diferentes, de cómo estaban los padres, de su vida en Viena, de cómo había resuelto su padre la parte económica, de cómo se seguía en Austria la cuestión alemana. Ella preguntó por la persecución antisemita, de si era tal como decían en Viena, de si los matrimonios entre judíos y
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estaban permitidos y un larguísimo etcétera. Al cabo de un rato, casi se habían olvidado de las circunstancias que los rodeaban y hablaban de ellas como si la cosa nada tuviera que ver con ellos, el gozo de estar juntos y su juventud se imponían a cualquier otro razonamiento. Eric y Helga asistían a la reunión de los hermanos como meros testigos de un acontecimiento histórico del que fueran meros espectadores. Por fin se impuso la cordura y comenzaron a hablar del futuro con un poco más de orden y concierto. De nuevo habló Manfred:
—Vamos a ver, Hanna, si soy capaz de explicar en qué punto están las cosas y luego cada uno dirá lo que crea más conveniente. En primer lugar voy a empezar por mí mismo para que sepas en qué ando metido y lo que diga de mí lo puedes aplicar a Helga. Nosotros dos pertenecemos, desde antes del ascenso de ese loco al poder, al Partido Comunista, que es la única formación que ha plantado cara a esos bestias, no es que sea el «no va más» de mis ideas pero en la práctica es lo que hay.
Helga, que hasta aquel momento había permanecido callada, intervino.
—Para mí sí es lo más grande y creo de buena fe lo que propugna el Partido, y cuando la humanidad sea más solidaria y los que lo tienen todo compartan sus riquezas con los que nada tienen, el mundo en el futuro irá mejor.
Manfred la interrumpió.
—Helga, no vayamos a hacer ahora un mitin político, expongamos la situación tal como está y hablemos de lo que cada uno quiere y puede hacer en estas circunstancias.
Entonces cada uno expuso sus deseos, sus planes inmediatos y aquellas cosas que creía iban a poder ayudar a los demás. Las aguas comenzaron a aclararse. Hanna supo de las luchas que su gemelo y Helga tenían en las calles intentando ganar adeptos y asistiendo a las reuniones clandestinas de sus correligionarios. Supo asimismo que su hermano Sigfrid había decidido vivir en el estudio, por no comprometer a los tíos, y que de alguna manera frecuentaba círculos de militares influyentes e intentaba sacar información de aquellas fuentes que luego transmitía a su hermano que, a su vez, las traspasaba al partido. Finalmente Eric notificó a todo el mundo que, habiendo terminado sus estudios de telecomunicaciones, había sido llamado a filas y que tenía, tras la pertinente instrucción, que incorporarse a la Kriegmarine en su calidad de ingeniero de transmisiones. Hanna palideció y con un hilo de voz preguntó: