La Saga de los Malditos (37 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—El gran rabino lleva esperándoos mucho tiempo, no le vendrá de unas semanas, amén que el viaje lo deberéis hacer a pie y yo de vos lo haría campo a través buscando trochas discretas y senderos poco frecuentados; tal como pintan las cosas no es prudente que salgáis a los caminos.

—¿Qué queréis decir?

—Aquí las noticias llegan con retraso, pero llegan: los cristianos han arrasado la aljama de las Tiendas.

La nueva hizo que Simón, con un esfuerzo extraordinario, se incorporara en el catre y con ambas manos se cubriera el rostro, su mente trabajaba como el fuelle de una fragua.

—He fracasado ante los míos, mi misión consistía en aportar lo necesario para que esto no ocurriera.

—Vuestra misión consiste en recuperar fuerzas, ya que de otra manera no serviréis ni ahora ni nunca.

Al tiempo que la mujer decía esto último, el gigantón, apoyando suavemente su inmensa y curiosa zurda en el pecho de Simón lo obligaba a recostarse.

Cayó el muchacho en un convulso y angustiado letargo agitado por sollozos intermitentes que sacudían su desmejorado cuerpo sin que él pudiera remediarlo.

Los días fueron pasando y Simón comprendió que la vieja le había dado un sabio consejo. Su fuerte naturaleza y la juventud de sus veintitrés años hicieron el resto y a las pocas semanas era otro. Hablaban mucho y aprovechaba cualquier circunstancia para interrogar a la mujer, ya que el jayán apenas abría la boca; acostumbraban a hacerlo al caer la tarde, cuando los últimos rayos del astro rey se retiraban y el bochorno era soportable; y lo hacían, invariablemente, bajo el emparrado de uva que se enroscaba en unas primitivas vigas, soportadas por cuatro postes de madera de pino sin desbastar, que se ubicaba frente a la cabaña y que procuraba una agradable sombra a la hora del sol y un encantador refugio a la anochecida, ya que el calor dentro de la cabaña, al estar el hogar encendido para cocinar, era insoportable. Allí, en un rústico banco y en dos no menos primitivos sillones se instalaban los tres. Cuando ya Simón supo todo cuanto había llegado al conocimiento de la mujer al respecto de los tristes sucesos acaecidos el último Viernes Santo de los cristianos, decidió recuperar fuerzas lo más rápidamente posible, a fin de regresar de incógnito a Toledo para ponerse en contacto con Esther rogando a Jehová que su amada no hubiera sufrido daño y en esa confianza pasaba los días argumentando dentro de su cabeza que las desgracias habían acaecido en la aljama de las Tiendas, no en la del Tránsito, amén que la distinguida posición que ocupaba el padre de su amada, Isaac Abranavel, en la corte toledana de Juan I, la protegía de cualquier posible malaventura.

Cierta noche le espetó a la mujer:

—Vuestra habla, señora, no se corresponde a vuestro actual menester, ¿cómo vinisteis a parar a estos andurriales?

—Es una larga historia, no siempre fui carbonera, mas eso no os atañe por el momento.

Simón, como si no hubiera escuchado lo último, insistió, en un principio, con la testarudez de los que han estado fuera del mundo por una pérdida traumática de conciencia, pero, súbitamente, cambiando su argumentación cual veleta que gira al menor soplo de viento, inquirió:

—¿Qué es lo que mercáis?

La mujer lo observó comprensiva y al sonreír, una miríada de finas arrugas aparecieron alrededor de sus risueños ojillos.

—Carbón de calidad y pieles de alimañas que mi nieto caza con las trampas y lazos que instala en la floresta.

La charla prosiguió de esta guisa hasta que el relente y el cansancio hicieron mella en el convaleciente que, casi sin darse cuenta, quedó dormido. Entonces Seisdedos, que así llamaba la mujer a su nieto muchas veces, con un cuidado extremo, tomándolo en sus brazos lo llevó dentro de la choza y lo depositó en el catre dando por concluida la velada.

El tiempo transcurría y cada día que pasaba la juventud de Simón obraba un nuevo milagro; se levantaba del jergón ya sin ayuda y cada mañana salía al campo y efectuaba cortos paseos, que jornada a jornada fueron siendo más largos, siempre acompañado por Seisdedos, que no lo dejaba ni a sol ni a sombra, ya que cada vez que Simón abría los ojos encontraba los del coloso fijos en él, vigilándolo como si fuera un recién nacido que hubieran confiado a sus cuidados. El Hércules tenía un rostro bondadoso y una expresión algo bovina; la mujer lo dejaba hacer, pero extendía sobre él una sutil protección que no encajaba con el físico del muchacho, ya que su fuerza era descomunal, como pudo comprobar Simón el día que, retirando la pareja de bueyes, única posesión de su abuela, tomando la lanza de la carreta en sus manos y tirando de ella, introdujo el pesado carromato en el cobertizo que se usaba para tal menester, sin aparente esfuerzo.

Muchas veces, luego de la frugal cena, hilvanaban el hilorio
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y la anciana, distendida y achispada por el vaso de un orujo que ella misma fabricaba y que en generosa ración se servía en cada sobremesa, tal vez por tener alguien con quien poder conversar, ya que Seisdedos apenas hablaba lo imprescindible, y sin que Simón tuviera que tirarla de la lengua, comenzó, aquella noche, a salmodiar vivencias sin orden ni concierto, ya que su cabeza no estaba para muchas digresiones y no era capaz de hilar muy delgado. Y así, de esta manera, supo el muchacho muchas de las cosas que le habían intrigado desde el primer día y que hasta entonces no habían obtenido respuesta.

La mujer aquella noche estaba singularmente inspirada, la luna rielaba en la charca y cada vez que el muchacho tiraba una piedrecilla al agua, la plateada reina del crepúsculo temblaba azogada como una virgen que se enfrenta a su noche de bodas, en tanto cesaba el croar de las ranas que, raudas, se lanzaban al agua.

—Os voy a responder a la pregunta que me hicisteis el otro día cuando os extrañasteis de mi forma de expresarme.

Por cierto que en aquel momento su habla era singularmente estropajosa. Simón, que en aquel instante con una caña estaba trazando en la tierra círculos concéntricos, alzó la cabeza y clavó su mirada en los achispados y sin embargo cansados ojillos de la mujer.

—Soy todo oídos.

La mujer se suministró un lingotazo del licor y tras chasquear la lengua contra el paladar comenzó su historia.

—Nací en un caserío de Navarra, que por aquel entonces era francesa y mucho más rica que Castilla. Mis progenitores, que eran gentes del campesinado aunque holgados, pudieron pagar mi primaria instrucción con el inconveniente de que cada día debía caminar dos leguas hasta la vecina aldea, ya que en mi predio únicamente éramos dos niños; tuve un buen maestro y aprendí las letras, cosa insólita en aquellos tiempos y más aún siendo mujer. Me casé muy joven y mi marido, al que conocí acompañando a mi padre a una feria de ganado, era de una pedanía de Toledo, de manera que en cuanto se celebró la boda emigramos a su tierra y cultivamos un campo que pertenecía al marqués de Vivancos. Éramos todo lo felices que pueden ser los pobres en este mundo de Nuestro Señor y a los dieciséis años ya era madre. Tuvimos una hija que colmó nuestra felicidad y que fue creciendo robusta y lozana y, no es por decirlo, excesivamente hermosa. Pasaron los años y sin darnos cuenta la niña se hizo mujer y comenzó a sufrir las tentaciones de la carne que, invariablemente, padecen las mozas desde que el buen Dios hizo este asqueroso mundo, que al ser el primero le salió mal; cuando haga otro tendrá ocasión de remediar los defectos. —Aquí la mujer hizo una pausa que aprovechó de nuevo para atacar al orujo. Simón la seguía sin pestañear—. Se le despertó el demonio del sexo y a esa edad, cuando el instinto de procrear se despierta, es muy difícil de sujetar. —Simón dedujo que a la mujer, decididamente, se le había subido el licor a la cabeza, ya que si no era impensable que se explicara de aquella guisa, más ante un extraño, y no entendía bien adónde quería ir a parar—. Andaba salida, en el lugar había pocas oportunidades y los hombres escaseaban, cuando un día compareció por aquellos pagos el hombre más gallardo que haya podido parir madre de entre todos los que yo hubiera podido ver desde que mi padre me hacía ir con él a las ferias; era un soldado de las compañías mercenarias de Bertrán de Duguesclin que había alquilado su fierro al anterior rey Enrique II, que por cierto obligaba a sus súbditos a alojar a la soldadesca en sus haciendas bajo fuertes penas y a darles aceite, pan y un lugar en la lumbre. Jamás en mi vida había visto unos ojos azules y un cabello tan blondo como el que tenía aquel hombre, parecían talmente dos luceros instalados bajo una bóveda dorada. Entonces ni mi marido ni yo nos dimos cuenta pero cada noche de las que se hospedó en nuestra casa nuestra hija se escapaba a las cuadras, ignoro cómo se entendían ya que su idioma era el bretón. Mejor dicho, comprendimos demasiado tarde que hablaban el lenguaje sin palabras que desde que el mundo es mundo ha servido para que los hombres y las mujeres de todas las razas y religiones se entiendan pese a quien pese. El caso es que una mañana se fue tras él como una vulgar maleta
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al igual que la bola sigue al preso. Luego nos enteramos de todo, mi hija fue a la guerra y quedó preñada, nada dijo a su hombre por miedo a perderlo y así quedó viuda antes de ser casada ya que en el sitio de Olmedo una piedra lanzada por una culebrina la dejó sin hombre. —A la mujer el recuerdo la había serenado de repente y una lágrima disimulada escapó de sus ojos—. Entonces no quiso seguir al ejército del rey, pues nada se le había perdido en aquella guerra que no era la suya ya que con Pedro o con Enrique su vida iba a ser igual de miserable. Lo que tenía claro era que no iba a ser una de las barraganas que seguían a la tropa, así que en la primera ocasión que se le presentó desertó de aquel ejército de hurgamanderas y regresó a casa con una barriga que atentaba contra la honra de su padre y el disgusto causó la muerte de mi hombre. Tuvo a este hijo —señaló al muchacho—, al que parió en domingo y de ahí su nombre, que lo único que heredó de su progenitor fue una fuerza inmensa, los ojos azules y el pelo rubio. Pero el parto vino mal, aquella noche cayó el Diluvio y la partera no pudo llegar a tiempo, ya que siendo sábado estaba en la feria de uno de los pueblos colindantes. Cuando, tras muchas horas, lo sacó del vientre de mi hija, ésta ya había muerto. Siempre fue limitado, y nació con una curiosidad que sin duda habéis observado, ved que en su mano izquierda conviven amigablemente seis dedos en vez de cinco; y éste fue el mote que le asignó la crueldad y la mofa de los hombres y por lo que nos apartamos del mundo y paramos en este lugar; las gentes comienzan poniendo un apodo mofándose del desventurado y terminan persiguiendo a todos aquellos que son diferentes y, si llega el caso, se dice que es el demonio el que ha marcado con aquella señal al infeliz que la posee, pero mi nieto es muy bueno y sobre todo muy fiel.

—Sé a lo que os referís, mi pueblo sabe mucho de ello.

—No es lo mismo una comunidad que un individuo; una colectividad se defiende, un ejemplar único no tiene opción.

Aquí hizo una pausa y a Simón le dio que los vapores del vino se le habían evaporado. Un raro silencio se instaló entre los tres; luego, la mujer arrancó de nuevo.

—Éste es el motivo de que haya escogido este tipo de vida y no otro, aquí nadie se ríe de él ya que, cuando tal ocurre, se convierte en un ciclón y puede arrasar a quien pille por medio, y tal circunstancia puede acarrearle graves consecuencias. —Hizo otra pausa—. Algo quisiera pediros a cambio de la vida que os ha salvado.

—Vos me diréis, cualquier cosa que yo pueda hacer por vos o por vuestro nieto, dadla por hecha.

—Cuando estéis recuperado y marchéis a Toledo, ¡llevadlo con vos!

A Simón se le pusieron los ojos como platos y como restara sin contestar del asombro que la petición de la vieja le había causado, la mujer, tomándole la mano, suplicó:

—¡Aquí, cuando yo muera, y no he de tardar mucho, no sabrá qué hacer! Ya os he dicho que es muy bueno y sobre todo leal y honrado, pero es muy joven, ¡ya veis, con este cuerpo solamente tiene diecisiete años! ¡Necesita que alguien le mande y vos seríais un buen amo, y él un excelente criado o escudero, lo que os cuadre mejor u os haga menester!

Simón, observó al jayán con detenimiento y habló de nuevo:

—Jamás hubiera sospechado su edad. —Luego hizo una pausa y prosiguió—: ¿Por qué decís que faltaréis pronto?

La mujer quedó muda unos instantes, luego habló:

—A mi edad, el manantial rojo de la vida ya se ha secado, en mi caso no sólo no lo ha hecho sino que mana de continuo y los dolores que me aquejan aquí abajo a veces son insoportables, sé que moriré pronto.

De nuevo, un largo silencio se abatió sobre el trío. Luego Simón escuchó su propia voz cual si no fuera suya y él no tuviera potestad para gobernarla.

—No sé qué va a ser de mí pero os he dado mi palabra y os debo la vida; si ése es vuestro deseo, Domingo, o Seisdedos, como mejor os cuadre, irá conmigo a donde yo vaya.

El encuentro

La magnífica presencia de su ilustrísima Alejandro Tenorio se materializó en la puerta de la celda del bachiller. Los atentos cuidados del galeno y las excelentes comidas venidas directamente de las marmitas del palacio episcopal habían trasformado por completo el aspecto de Rodrigo Barroso, cuyo cuerpo presentaba un excelente aspecto. Claro es, si no se quitaba el jubón y la camisa y mostraba la espalda, cruzada en todos sentidos por un sinfín de cicatrices más o menos anchas que en alguna ocasión llegaban a costurones. El Tuerto, apenas intuyó la presencia del obispo, se puso inmediatamente en pie al borde del cómodo catre donde descansaba. La mayestática figura adelantó unos pasos y se introdujo en la estancia. Ambos hombres se observaron con detenimiento; luego el prelado habló:

—He seguido puntualmente la evolución de vuestra convalecencia y me satisface profundamente ver que vuestra recuperación es manifiesta.

—Más me satisface a mí sin duda.

El resentimiento del bachiller hacia su protector era manifiesto. El obispo comprendió que debía salvar aquel escollo y se dispuso a hacerlo.

—Comprendo vuestro disgusto pero, como podéis comprender, si en mi mano hubiera estado el ahorraros tanto dolor no dudéis que lo hubiera hecho.

—Quizá fue mi culpa al sopesar malamente vuestra influencia en la Corte, debía haber sido más cauto antes de entregarme a vos en cuerpo y alma.

—No se trata de influencias, daos cuenta que fue mi tío el cardenal Henríquez de Ávalos el que se entrevistó, en mi presencia, con el rey y solamente pudo conseguir lo que os consta que se logró. ¿O creéis que ha sido una fútil tarea el rescataros de la prisión del Alcázar, en la que, sin duda, os hubierais podrido muchos años caso de no haber muerto, que era lo más probable, y traeros aquí donde habéis sido atendido por mi médico particular y habéis comido las mismas viandas que llegan a mi mesa?

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