La Saga de los Malditos (86 page)

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Authors: Chufo Llorens

BOOK: La Saga de los Malditos
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—Comprendo lo que me dice pero ¡es mi gemela y es una criatura! Su gran delito ha sido estar disconforme con la política de los nazis y no debiendo hacerlo, pues ya conocemos lo que entienden por democracia estas bestias, se ha atrevido a opinar y la han culpado sin pruebas de repartir unas octavillas en su universidad.

—Imagino que las octavillas dirían algo y además las debía de repartir ella.

—Decían la verdad de lo que está ocurriendo en Alemania, pero para ellos era propaganda subversiva y aunque realmente las lanzó ella, me ratifico en que no tienen prueba alguna.

—Comprendo, desde la candad cristiana, cuánto le afecta la situación de su hermana pero, usando palabras del secretario del Vaticano, el cardenal Maglione, debo decirle que la Santa Sede, que aspira a que Roma sea considerada por los contendientes Ciudad Abierta
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, «no desea verse involucrada en una situación en la que se haga preciso pronunciar una sola palabra de desaprobación al gobierno alemán»
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.

—¡Pero existe un concordato!

—Un concordato que ellos pueden ignorar pero nosotros no. No olvide que el papa ya no tiene cañones como antaño.

El padre Leiber, sacándose las gafas, se masajeó suavemente la marca que éstas habían dejado en el puente de su nariz.

Manfred quedó en silencio y el alto clérigo prosiguió.

— Y... ¿dónde la han internado?

—En Flossemburg, padre.

—¿Cuál es su nombre?

—Éste es el problema.

Entonces Manfred le relató las vicisitudes corridas por su hermana y su esperanza de que todavía creyeran los nazis que su nombre era Renata Shenke ya que de lo contrario, si descubrían a la judía Hanna Pardenvolk, su destino estaba sellado.

El imponente clérigo extrajo del fondo del profundo bolsillo de su sotana una libretilla de cuero negro y con una estilográfica del mismo color que llevaba en el ancho cíngulo apuntó el nombre de Hanna.

—El asunto es en extremo delicado, pero intentaremos mover los hilos pertinentes a través de los canales habituales. No le prometo nada. Y ahora hablemos de usted.

—¿Qué quiere saber?

—No me refiero al pasado, me refiero al futuro. Es innecesario que me oculte su historia pues estoy al corriente de ella, pero me gustaría que me hablara francamente de sus intenciones aquí en Roma, y antes quisiera hacerle unas reflexiones. Los momentos que vive la ciudad son en extremo delicados y nos movemos al filo del abismo. Como usted sabe, el 24 de julio, el gran consejo destituyó a Mussolini y se estableció el caos. El mando del ejército lo asumió Víctor Manuel III y el mariscal Badoglio, del partido fascista. Ante este desorden, el 11 de este mes, los alemanes entraron en Roma. El mariscal Keserling manda en el ejército de ocupación pero en la ciudad conviven dos autoridades, el general de la Luftwaffe Kurt Maeltzer, que digamos es el gobernador, personaje que se mueve en ambientes exquisitos y que vive en el Excelsior, con eso creo que he dicho todo, y con el que tenemos una digamos pasable relación, y el jefe de la Gestapo, que actúa como director general de la policía, y que es el
Sturmbannführer
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de las SS, Herbert Kappler, bajo las órdenes directas de Himmler. Personaje mucho más tosco y peligroso. En su rostro luce una
mensur
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de la que está muy orgulloso. Así están las cosas y le pongo en antecedentes para que sepa que cualquier acción en contra del gobierno alemán puede perjudicar a miles de personas. Usted pertenece al Partido Comunista, pero me consta que no lo es ni por sus convicciones ni por su familia, en Berlín no tenía otra opción. Mi condición me impide aprobar cualquier tipo de violencia. Crea, hijo mío, que la venganza deja un regusto amargo en las entrañas del que la practica. Sin embargo no dejo de comprender que aquellos que son perseguidos tienen derecho a defenderse. ¿Me ha comprendido?

—A medias, padre. Por un lado me dice que tengo que procurar por los míos y por otro me recomienda que no haga nada.

El padre Leiber eludió el dilema con una hábil y política maniobra. Extrajo del interior de su sotana, tirando de la cadena de oro a la que estaba unido, un hermoso reloj del mismo metal y, apretando el botoncito que soltaba su muelle, abrió la tapa consultando la hora.

Al ver la mirada curiosa de Manfred, aclaró:

—Es un regalo del Jefe. Mi tiempo es escaso y mi condición me prohíbe enterarme de ciertas cosas. Voy a darle una dirección y un teléfono, y por lo que respecta a su hermana, si tengo noticias se las haré llegar. En caso de mucha necesidad, póngase en contacto con mi secretario, el padre Walter Carminatti, él me dará su recado. 283297, tome nota, éste es su número.

Después, el clérigo apuntó en un papelillo un nombre, una dirección, un teléfono y algo más. Luego de repasar el escrito se lo entregó.

Cuando el padre Leiber se separó de él, Manfred leyó:

Padre Pankracio Pfeiffer. Iglesia de los Salvatorianos, Via Flaminia 321, segundo confesionario entrando en la capilla a la izquierda. De 3 a 5.

Estimado hermano: ocúpese del portador y atiéndalo como de costumbre. Está en necesidad.

A las cuatro de la tarde del siguiente día, entraba en la pequeña capilla de los Salvatorianos.

La penumbra reinaba en la nave y él se subió el cuello de la trenca, pues el ambiente era frío. La lucecita roja del segundo confesionario estaba encendida. Y Manfred se fue a arrodillar junto a la rejilla.

—Ave María Purísima —dijo.

La portezuela que cubría la celosía por la parte interior se abrió y una voz profunda respondió:

—Sin pecado concebida.

Sin nada añadir, Manfred hizo pasar, a través de uno de los cuadradillos del enrejado, un canutillo que había hecho con la

nota del padre Leiber. Al punto sintió cómo alguien desde el interior tiraba de él y el papel desaparecía de su vista. Una tenue luz iluminó el interior del confesionario y a través del enjaretado pudo ver a un fraile de hábito pardo y canosa barba que, calándose unos quevedos, se disponía a leer el mensaje.

Cuando el religioso observó la letra de la misiva y leyó su contenido, se levantó de su asiento y, tras quitarse los lentes y apagar la luz, salió de la caseta. Después se asomó al lateral donde Manfred permanecía arrodillado y con una voz que era un susurro, musitó:

—Sígame, joven.

Manfred se alzó y, luego de sacudirse el polvo de las rodilleras, se dispuso a seguir al fraile que, atravesando el crucero central de la iglesia se introdujo por una puertecilla del fondo que estaba tras el altar. Dejando a un lado la sacristía, atravesaron dos galerías cubiertas y subieron por una escalera que les condujo al primer piso. El fraile, llegando a una puerta, extrajo una llave del bolsillo de su parda sotana y abriéndola lo invitó a pasar al interior.

La celda era monástica. Un catre pegado a la pared, junto a él un reclinatorio a cuyo frente pendía un crucifijo, una mesa de pino llena de legajos con un silloncito giratorio tras ella y dos sillas al frente, en la otra pared una ventana que daba a un patio interior y en la tercera una librería atestada en uno de cuyos anaqueles se veían unos lentes de motorista, una bufanda y una gorra
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.

El hombre nada tenía que ver con el padre Leiber. Enjuto, el pelo blanco cortado a cepillo con la preceptiva tonsura, algo desaliñado en su porte, ojos penetrantes de mirada vivísima, manos expresivas y una edad imprecisa que Manfred calculó rondaría los sesenta y pico.

A la entrada, acarició con las puntas de los dedos de su diestra los pies del crucificado y musitó:

—Ayúdame, amigo mío, volvemos a tener problemas.

Y luego, dirigiéndose a Manfred, le invitó a sentarse, en tanto que él lo hacía en el giratorio de detrás de la mesa.

La sonrisa del fraile lo desarmó. Era franca y abierta y de su persona emanaba una bondad y un amor que, nada más verlo, supo que aquel hombre iba a ser muy importante para él en Roma.

Las horas que estuvo con él le pasaron volando y casi sin darse cuenta le relató la peripecia de su vida paso a paso. Vomitó su angustia y sus odios y no rehuyó la parte más cruda de su historia. Al terminar se notó vacío abocado a un abismo interior al que daba miedo asomarse.

La claridad fue desapareciendo de la ventana y el fraile, apretando la perilla, prendió la lámpara que estaba sobre el despacho. La pantalla metálica, esmaltada de verde, proyectó una luz difuminada sobre el ambiente fuera de la mesa. Manfred tenía los ojos enrojecidos. El padre Pankracio Pfeiffer, fino conocedor de hombres, percibió su angustia.

—Si quieres, esto te sirve de confesión.

—No, padre, gracias, además tengo entendido que para recibir la absolución hay que arrepentirse, y yo no me arrepiento de nada de lo que hice. Más le diré: siento en mi interior una rabia profunda y sé que cada muerte que inflija a mis enemigos es una victoria. He matado a seis hombres, tal como le he revelado, he herido a otros treinta y lo volvería a hacer. ¡Malditos sean ellos y su raza de criminales!

La suave voz habló de nuevo:

—Has matado en defensa de los tuyos, esto es una guerra y en la guerra hay bajas. Cada mañana en mi capilla doy la comunión a partisanos que me consta que han matado y volverán a hacerlo. No son asesinos, son patriotas. Yo no tengo las limitaciones ni las ataduras de Leiber, no lo juzgues con acritud. Él tiene que nadar y guardar la ropa. A Dios gracias, las altas políticas del Vaticano no van conmigo. Aunque soy alemán, me siento italiano de adopción y siento que mi patria está invadida. En la reunión de Wansee, Eichman declaró ante Heydrich, Kluger, Mayer y Roland Fresler entre otros, que Italia debía colaborar en las deportaciones con un cupo de cincuenta y ocho mil judíos, y en cuanto se aposenten en la ciudad y tomen el pulso a la situación temo por toda la comunidad judía que mora en el Trastévere desde hace más de cinco siglos.

—¿Ha dicho Roland Fresler, padre?

—Eso he dicho.

—Ese es el hombre que envió a mi hermana a Flossemburg. Y usted, ¿cómo sabe esto?

—Digo el pecado pero no el pecador. Uno de los que estuvo allí es católico y se ha confesado conmigo en un par de ocasiones. A veces el confesionario sirve para salvar a gentes amenazadas, y pienso que la misión que me ha encomendado Jesús es defender a cualquier ser humano sea cual sea su credo y a cualquier precio. Cualquier cosa que pueda hacer para arrebatar a uno solo de sus garras será una victoria.

—¡Necesito que me ayude, padre! Quiero seguir mi lucha y en Roma no conozco a nadie.

—¿No te han traído a Roma los comunistas?

—No, padre. He venido por mis propios medios. Ya no me fío de mis antiguos compañeros, con la notable excepción de uno de ellos. Karl Knut es su nombre.

El salvatoriano se mesó la barba.

—Entonces, ¿a qué grupo pretendes incorporarte?

—A alguno que defienda a los judíos.

—¿Lo dices porque imaginas lo que ocurrirá?

—Imagino que lo mismo que está pasando en Berlín. No sé a qué se refiere exactamente, pero si se trata de hacer daño a quienes tanto daño me han hecho, cuente conmigo.

El padre Pfeiffer simuló no enterarse de lo último que había dicho Manfred.

—Van a deportar a un gran número de judíos romanos. Son tan italianos como el que más. Hace más de dos mil años que se establecieron en la ciudad, sus ancestros pudieron presenciar el asesinato de Julio César. Antes de que hubiera cristianos en Roma ya habitaban junto al Tíber. Contemplaron la decadencia del Imperio, los saqueos de los visigodos y los pogromos de la Iglesia tridentina. Siglos antes de que los nazis les obligaran a ponerse la estrella ya se les obligó a llevar distintivos amarillos
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. Ahora vivirán en la ciudad unos siete mil y la misión que me he impuesto es intentar salvar a cuantos pueda. Si quieres entrar en este juego y ayudar, cuenta conmigo. No puedo aprobar la simple venganza para que paguen con muerte lo que te hicieron. Si alguien ha de morir en el empeño de salvar a muchos lo entenderé. Si hiciera lo otro sería tan inhumano y obcecado como ellos. Otra cosa es que en la operación haya daños irremediables. ¿Me has entendido?

—Lo he entendido. Ayúdeme a contactar a los que luchan contra los fascistas, que son los mismos perros con distintos collares, y yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarle a usted en su empeño.

—Está bien. Ahora arrodíllate, voy a darte la absolución, aunque las circunstancias te obliguen a volver a matar mañana.

Cuando Manfred escuchó la voz del sacerdote enunciando el
«ego te absolvo»
un llanto convulso agitó su pecho. Luego se alzó del suelo como si hubiera descargado una maleta de muchos kilogramos de peso.

—Ahora te irás al altar de Cristo Salvador y rezarás un rosario.

—No recuerdo los misterios.

—Da lo mismo. Cinco padrenuestros y cincuenta avemarías. Luego te sientas y esperas hasta que alguien se ponga en contacto contigo. Ese alguien puede ser tu lazarillo en Roma.

Ángela

Manfred, tras la absolución que le impartió el salvatoriano, se refugió en el último banco de unos de los altares laterales. Allí arrodillado se reencontró a sí mismo. Recordó a Helga, y un regusto amargo le vino a la boca, pensó en su hermana, su querida gemela, y esta vez fue un lacerante dolor casi físico el que atravesó su costado. Ante los ojos del recuerdo desfilaron, en rápida sucesión, las imágenes de sus padres, de Sigfrid, de Eric, por la espiral calidoscópica apareció Karl Knut, el fiel amigo que había estado a su lado desde el principio de su lucha, y finalmente su mente evocó las escenas terribles del Berlin Zimmer. Vio cuerpos desmembrados, dolor y sufrimiento, mucho sufrimiento, sin embargo no supo o no pudo arrepentirse. El llanto fue una terapia paliativa y al cabo de un rato se encontró más aliviado.

El chirriar de los goznes de una puerta y el ligero aletear de unos pasos breves y contenidos resonando en las losas del suelo le avisaron de que alguien había accedido al templo. Entre los bancos se veían salpicadas acá y acullá, unas pocas mujeres que, pasando entre los dedos las cuentas del rosario, rezaban devotamente. La intrusa vestía falda azul marino, blusa blanca, rebeca azul pálido y un ancho cinturón negro, llevaba una mantilla que le ocultaba el rostro y un saco de cuero en bandolera. Manfred intuyó que era la persona que estaba esperando. Esta se dirigió a la pila del agua bendita y, humedeciendo los dedos en ella, se santiguó. Luego llegó hasta el altar mayor y, tras una rápida genuflexión, desapareció por la puerta de la sacristía. Pasaron unos minutos, luego un cuarto y después media hora. Al cabo, salió por la puertecilla por donde había entrado. La muchacha se paró, observando desde la barandilla del comulgatorio, después y en tanto avanzaba por el pasillo central, iba mirando a uno y a otro lado. En cuanto lo divisó atravesó el trecho que los separaba y sin dudar se sentó a su lado.

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